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Yo, Tonya

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Tonya Harding nació pobre. Su madre la pegaba. Tuvo un padre biológico y unos cuantos honorarios. Estaba destinada a ganarse la vida en profesiones humillantes o de cobrar el mínimo vital. Cuando su madre descubrió que tenía dotes para el patinaje, le obligó a dejar la escuela en una decisión que aquí sería motivo de denuncia, de intervención de los servicios sociales. Al final les salió bien, o medio mal, la jugada, pero el riesgo de convertirse en carne de cañón se multiplicó por mucho en su bolsa de valores.



    Tonya Harding nació entre la masa amorfa de los pobres sin remedio, de los olvidados que algún día serán recompensados en el Reino de los Cielos. Pero Tonya Harding también nació con una combinación mágica de genes. Una carambola cromosómica entre un millón, o entre diez millones, que dotó a sus piernas de la fuerza, a sus músculos de la flexibilidad, a su oído interno del equilibrio. Y a la neuronas que rigen la voluntad y la mala hostia, de un reforzamiento en las sinapsis que convirtió a Tonya en un bicho competitivo con el que era mejor no cruzarte si querías disputarle una medalla o un campeonato de patinaje.


    La permeabilidad entre las clases sociales a veces se produce así: cuando todo está escrito, y el medio ambiente presiona hasta aplastarte contra el suelo, descubres que tu ADN, en algunas secuencias del genoma, ha producido una cadena de bases nitrogenadas que ya no es biológica, sino mineral, oro puro que reluce entre la bioquímica celular. Un prodigio de la alquimia que dejaría patidifusos a los brujos medievales. El gen, de vez en cuando, viene al rescate del desheredado. Le dota de inteligencia, o de habilidad, o de una belleza que deja enamorados a los espectadores. Los saca del arroyo o de la chabola y les catapulta a otro estrato de la vida, como también le sucedió a Maradona, o a Ava Gardner. Ellos, como Tonya, tampoco supieron dilatar el tiempo de su fortuna. O quizá sí, según como se mire. Que les quiten lo regateado, o lo bailado, o lo patinado.



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Richard Jewell


🌟🌟🌟

No. No fue Richard Jewell quien puso la bomba en el Parque del Centenario, en Atlanta, cuando se celebraban los Juegos Olímpicos del lugar. Lo cuentan al principio de la película -que, por cierto, es otra muy recomendable de Clint Eastwood, como si estuviera tomando Viagra para cineastas-  así que no estoy haciendo ningún spoiler, ni estoy sujeto a demanda penal de los cinéfilos enclaustrados en su salón. Pero jolín, qué pintaza tenía, de sospechoso, el tal Richard Jewell... En eso estoy con los agentes del FBI, que después de entregarle el papel de “El Gobierno de los Estados Unidos ya no le considera sujeto a investigación…”, todavía se le quedaron mirando, con cara de mala hostia, llevándose los dedos índice y corazón a los ojos en plan macarra, poligonero, susurrando entre dientes “Aún sé dónde vives, motherfucker, ándate con cuidado y tal…”.



    Richard Jewell, por lo que cuentan en la película, era un hombre incapaz de matar una mosca, más bien algo mermado, inocentón, siempre viviendo entre las faldas de mamá, pero muy capaz de salir a cazar venados con una fusilería que ya quisieran para sí muchas comandancias de la Guardia Civil, en nuestro terruño desabastecido. Amante de las armas, caucásico de la White Trash, y soñador de heroísmos mediáticos desde su juventud, cuando el FBI -en típica escena de los americanos de “Hola, soy el sheriff del Condado y ésta es mi jurisdicción”, “Pues yo soy el jefe del Distrito y ya se puede ir largando usted”, “¡Pues quieto todo el mundo, a callarse todos, esto es un delito federal…!”- cuando el FBI, decía, toma las riendas de la investigación y pasan los días sin encontrar una pista fiable, deciden que la cabeza de turco más plausible para aplacar los miedos de la población será el mismo tipo que al principio todos tomaron por un héroe, porque Richard, sin faltar a la verdad, aseguraba haber sido el primero en descubrir la mochila explosiva, y haber despejado la zona para evitar un número mayor de víctimas.

    ¿Quién rompió el cristal?: pues el mismo que luego vino arreglarlo, como en El chico, la película de Chaplin. Una ilógica aplastante. Perversa, pero con antecedentes en el mundo criminal. Los americanos mismos, en su corta pero intensa historia, han puesto muchas bombas por la geografía para luego personarse como los artificieros del asunto, con los marines… No era el caso del pobre Richard Jewell.



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