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Mad Men. Temporada 4

🌟🌟🌟🌟🌟


En el Olimpo de las Series Dramáticas -que es un monte muy parecido al que hay en Grecia pero situado en California- viven tres diosas elegidas por una especie de consenso universal: “Los Soprano”, “The Wire” y “Breaking Bad”. Criticarlas es blasfemar y supone pasar seis temporadas en el infierno. Si alguien se mete con ellas o pretende rebajarlas de categoría, los sacerdotes del templo le echan a pedradas para que huya por la ladera. Y si alguien trata de introducir otra serie para convertir la Trinidad en Tetrarquía, los vigilantes se descojonan de su ocurrencia y luego lo despeñan por un barranco que hay en la cara sur de la montaña. Sea como sea, vivo o muerto, quedas excomulgado.

Es por eso que yo no me atrevo a proponer “Mad Men” como nueva diosa en el panteón. O bueno, sí, me atrevo, pero aprovechando este blog ignoto donde vienen a buscar las raspas los cuatro gatos del callejón y a veces ni eso. Acabo de terminar la cuarta temporada y sigo enganchado como una beata a su virgencita. “Mad Men” me parece una obra maestra y ya no tiene pinta de decaer. La primera vez que la vi me gustó pero le puse algunos reparos. Ahora ya no. 

La serie, por supuesto, es la misma de entonces, pero en los últimos diez años yo he vivido más experiencias que en los cuarenta anteriores, aunque al final todas hayan terminado en desastre o en tragicomedia. No he cambiado, porque nadie cambia, pero he acumulado honduras y argumentos. Si ya vivía convencido, ahora lo estoy más: la fachada importa, el dinero decide, el sexo nos impulsa... Entre un publicista de Madison Avenue y un mono de la selva sólo existe un sombrero y un maletín. Y un paquete de Lucky Strike.

Lo que no he conseguido, ay, pero que es que ni por asomo, ni por el forro de los cojones, es parecerme un poco a ese suertudo llamado Don Draper. El tipo es imbatible. Qué elegancia, qué presencia, qué dominio de las situaciones mujeriles... Qué hijo de la gran puta. Qué suerte. Qué genes. Qué poderío y qué magnetismo. Qué manera de fumar, de sacar el boli, de mirar de soslayo... Jopetines. Unos tanto y otros tan poco. ¿Para cuándo una revolución comunista de la sexualidad?




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Mad Men. Temporada 3

🌟🌟🌟🌟🌟


Mira que hay cosas cojonudas en “Mad Men” -los guiones, los pibones, los estilazos, los cursos gratuitos de seducción que ofrece Don Draper a los desheredados- pero quizá lo más acojonante y provechoso sea ver a los ejecutivos de “Sterling & Cooper” despachando sus reuniones de trabajo. Es... otro mundo. La arcadia de la eficacia. Yo, desde luego, como funcionario de tropa, lo flipo en colores.

Los tipos trajeados se saludan, se ponen un copazo, van al grano de sus quejas o de sus exposiciones, se dicen que sí con una sonrisa o se dicen que no con un apretón de manos, y en quince minutos dejan resuelto un asunto trascendental que afectaba a la estructura de la empresa o la satisfacción de un cliente adinerado. No pierden ni un minuto de su tiempo valiosísimo. 

Tras alcanzar el acuerdo o el desacuerdo, Roger Sterling regresa a los campos de golf, Bertram Cooper a sus siestas, Don Draper a sus affaires extramatrimoniales y los demás -los más subalternos de la trama- a seguir trajinando whiskies mientras revoletean alrededor de las secretarias. Y lo enumero sin acritud: la vida es eso que sucede más allá del trabajo, por muy creativo o lucrativo que sea, y estos tipos hacen muy bien en defender sus relojes como soldados acorazados. 

Mañana mismo, sin ir más lejos, está convocado un claustro de profesoros y profesoras en el colegio, y yo me acordaré mucho de “Mad Men” cuando nuestro parloteo se convierta en el reverso improductivo y coñazo de sus reuniones ejecutivas. Los asuntos mínimos serán debatidos hasta la extenuación, y los importantes -por llamarlos de algún modo- quedarán irresolutos para siempre. Nada cambia jamás porque, además, entre otras cosas, se trata de que nada cambie. Fulanita contará no sé qué pirula personal y Menganito se irá por las ramas de su ombligo con pelusas. Nadie levantará la voz para decir “vamos al grano”. Se trata de estar allí, de calentar la silla, de cumplir con el horario. De figurar. De hacer que se hace. Y no es moco de pavo: dado nuestro absentismo laboral -que en “Sterling & Cooper” sería intolerable- el mero hecho de estar en la reunión ya es un mérito comparable al de satisfacer a los dueños de Lucky Strike con una campaña publicitaria. 




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Fargo. Temporada 5

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Supongo que es el signo de los tiempos y que habrá que ir acostumbrándose. A este chaparrón, a esta retórica, a este maniqueísmo tontorrón. Como espectadores de la fraternidad universitaria X&Y, toca taparse con la manta y esperar que venga otra ola sociológica a rescatarnos. Vivimos el retorno del péndulo, el ahora os vais a enterar... 

“Durante años, en las pantallas, nos habéis tratado como amas de casa inservibles para la vida o como putones verbeneros que causaban estragos en los matrimonios. Así que ahora os toca a vosotros sufrir el estereotipo de machorros violentos o de imbéciles con dos cerebros escindidos. Caricatura por caricatura”. Creo que lo escribió Barbijaputa o alguna columnista que la imitaba.

Da igual que sean chorradas como “Barbie” o maravillas como “Fargo”: los personajes masculinos ya solo pueden ser psicópatas o tontos del culo. Casi siempre las dos cosas a la vez. Y lo digo -casi- sin acritud, como aquel traidor al proletariado. Porque a mí, como espectador, me da igual que nos pongan a escurrir mientras el producto sea bueno y esté bien escrito y dialogado. Y la quinta temporada de “Fargo” es en eso cojonuda y quintaesencial: el retorno soñado a los orígenes de la nieve. Todo es impecable salvo ese diálogo conyugal escrito por Irene e Ione en el episodio 6, que da un poco de vergüenza ajena.

(En el "written by" figuraban como Renei Romento y Onei Larrabe, pero hasta yo, que soy hombre, sé resolver anagramas si no resultan muy complejos).

En realidad no ha cambiado nada desde la película original. Allí todos los personajes ya eran gilipollas o malvados salvo la policía que encarnaba Frances McDormand. Incluso su marido, tan buenazo, tenía un algo borderline que delataba su parentesco con las gentes más merluzas de Minnesota. Pero todo tenía gracia, era sutil, no es como ahora... Los hombres sabemos de sobra cómo se comportan nuestros congéneres cuando hay algo en juego: mujeres, o dinero, o prestigio. No voy, desde luego, a defendernos. El panorama es desolador. Pero lo de ahora, en las ficciones, es, no sé... más burdo, más esquemático. Yo me entiendo. 




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Mad Men. Temporada 2

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Creo que recordar que “Mad Men” se diluía a partir de la tercera o cuarta temporada, justo cuando el capitán se iba a comer y los marineros tomaban el barco. Es decir, cuando Don Draper cedia protagonismo a las historias -historietas- de todo quisqui que pululaba por las oficinas de "Sterling & Cooper". 

“¿Cómo estiramos el chicle de la serie?”, se preguntaron entonces los guionistas. Pues una de dos: o le buscamos nuevas amantes a Don Draper -y ya no tendría horas del día para complacerlas a todas- o le damos voz a las secretarias y a los subalternos que hasta entonces, la verdad, nos importaban más bien poco. Eran interesantes cuando aportaban la pincelada, el detalle, la mirada diferente. El caleidoscopio, que se dice. Pero sus rollos personales nos desviaban la atención y nos colmaban la impaciencia. Solo cuando Don Draper reaparecía en escena y retomábamos el Cuaderno de Tácticas Seductoras para tomar nota de su modus operandi, parábamos el avance rápido del DVD y regresábamos a las viejas esencias de la serie. 

Sucedía, además, si la memoria no me falla, que January Jones (esa mujer que sólo un CGI inconcebible puede recrear, porque a mí que no me jodan, pero esta mujer es de mentira) quedaba descolgada por completo de la trama troncal y empezaba a engordar, y a desbarrar, y se volvía tan arpía como incoherente. La serie, por entonces, ya se dedicaba más al estilismo que a otra cosa -los vestidos, las joyas, la decoración de interiores- y aquellos diálogos cargados de primeras y segundas intenciones quedaban en segundo plano, casi como excusa para lucir el vestido de noche o la americana de ejecutivo.

Digo todo esto porque la segunda temporada de “Mad Men” todavía es una obra maestra de la tele. A la altura de cualquier serie mítica que se nos ocurra. En gran parte por lo que dicen los personajes, pero también por lo mucho que callan. Por ese acontecer sin prisas, sin acelerones, sin sorpresas de culebrón. Por ese estilazo en los machirulos y por esa contención en las mujeres. Por esa sofisticación tan sofisticada que ni siquiera la reconoces como tal. 




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Mad Men. Temporada 1

🌟🌟🌟🌟🌟


Yo de mayor quiero ser como Don Draper. Ya tengo un tercio de camino recorrido: tengo las espaldas tan anchas como él y una estatura inusual que impresiona a las mujeres predispuestas. Como Draper, estoy por encima del estándar celtibérico, pero también por debajo del desgarbado nórdico que ya resulta excesivo en su gigantismo. Por ahí sumo unos cuantos puntos. Podría ponerme sus mismos trajes cortados a medida y pareceríamos casi hermanos; o, al menos, compañeros de trabajo en Sterling & Cooper. Pero yo, ay, soy un hombre muy dejado, poco dado a vestirme bien. Tengo la percha, pero carezco del perchero. Y además no quiero tenerlo. No me sale. Prefiero tapar mis vergüenzas con cualquier prenda del Carrefour e invertir lo sobrante en los vicios habituales: más libros inútiles, y más películas en Blu-ray, y más pedidos de pato a la naranja al restaurante chino de la esquina. Me gustaría ser como Don Draper pero no invierto los dineros necesarios.

Bien afeitado y bien perfumado, con el corte de pelo impoluto, trajeado de Armani o al menos de Emidio Tucci, aún tendría que pasar por el taller para que mi sonrisa fuera como la de Draper, de desarmar a las mujeres y de convencer a los clientes de que mi idea publicitaria es cojonuda. El mentón, bueno, podría trabajármelo, con ejercicios de tensión y tal, pero el hoyuelo se lo dejo a Don Draper porque eso ya depende de la genética y tampoco quiero pasar por un cirujano maxilofacial. 

Y aun con todo eso, invirtiendo mis fondos bancarios en ropajes y en remozados, me faltarían los andares, que se pueden imitar pero nunca quedarían genuinos. El andar va intrínsecamente unido a la personalidad, proviene de las fuentes muy profundas del ser, y si uno no es chulo y sin remedio, consciente del impacto sexual que causa entre las mujeres, no hay manera de pasear por las alfombras para que nadie vuelva a hacer una conquista sobre ellas: la pisada firme pero pausada, la espalda recta, el gesto altivo, la mirada de acero con los hombres y de mermelada un poco ácida con las mujeres. Eso es puro ADN. Se tiene o no se tiene. Inimeteibol. 




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Top Gun: Maverick

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No pasan los años por Pete Mitchel, el Maverick. Ahí sigue flipando con sus Rayban, con su chupa, con su pelo inmaculado. Con sus andares de chulopiscinas. Es verdad que en el plano corto se le adivina alguna arruga, alguna tirantez en la piel, pero Maverick va demasiado rápido por la vida para que te fijes en esas cosas. Sigue siendo el más intrépido con la moto y el más escurridizo con el caza de combate. Y el que más liga, de lejos, en la cantina militar. Cuando era un niñato se tiraba a todas las niñatas de California, pero ahora, con la edad, ha ampliado su espectro a las divorciadas de buen ver. Hasta Jennifer Connelly, que ya es decir, se pirra por sus huesos de australopiteco. Lo digo sin ofender: ya en la primera película, cuando combatía al comunismo internacional, Maverick era un retaco como nuestros antepasados de la sabana; así que ahora, para su suerte, no se le nota tanto el encorvamiento de la edad. 

Desde 1986 han pasado varios Mavericks por mi vida y ninguno ha dejado gran huella que se diga. Había un tolai en nuestro instituto al que apodábamos “Maverick” porque se parecía mucho a Tom Cruise Tenía la misma sonrisa ahostiable y la misma prepotencia innata. Ya no recuerdo su nombre verdadero, que sería Javier, o Manolo, como todo hijo de vecino. Cada día aparecía por las inmediaciones con una novia diferente y le envidiábamos a dolor, casi sanguinariamente. Luego vino el Maverick de Mel Gibson, que era el truhan de las cartas, y Maverick Viñales, que hacía room-room con la moto, y los Dallas Mavericks, que entonces tenían a Dirk Nowitzki y ahora tienen a "Locura" Doncic. Ellos son los únicos Mavericks que me han conmovido en el sofá...

“Top Gun: Maverick” no me ha conmovido ni la punta del pijo. Ni siquiera cuando sale Val Kilmer arrancándose las palabras. La película es otra oda a estos sicarios de los neocons. El espectáculo aéreo es la hostia, no digo que no, pero jamás pierdo de vista el trasfondo del asunto. Estos aviadores molones llevan varias décadas bombardeando dictaduras espeluznantes, pero también democracias que molestan, sueños de emancipación y proyectos de bienestar. 


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Larry David. Temporada 11

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¿Cuántos años de salud le quedarán a Larry David? ¿Cinco, diez? Hablo de salud creativa, claro, de ganas de proseguir. Es la que más me interesa como espectador. La otra, la personal, ya la doy por rezada de sobra con diez padrenuestros y cinco avemarías. Como cuando nos mandaban rezar en el colegio por el alma del beato Marcelino Champagnat, para que alcanzara la santidad en el Vaticano, y mira si la logró.

No paro de preguntarme por los achaques de Larry David mientras vero la 11ª temporada de su show. Yo, la verdad, a falta de otras opiniones -porque nadie ve su serie en mi círculo cercano, ni tampoco en el alejado- le veo bastante bien. Me fijo mucho cuando camina por la calle, que es donde podría notarse el encorvamiento o el envaramiento. Pero nada. ¡Joder!:  casi camina más erguido que yo, el tío palo de las narices. Se le ve ágil y fibroso. Lúcido. Sus frases están en el guion, claro, pero él las dice con los ojos chispeantes, y el gesto relajado. Larry está bien. Muy bien, diría yo.

También me fijo mucho en las escenas de restaurante, que en su serie se suceden casi de continuo. Larry sigue con la ensalada, con la fruta, con las carnes a la plancha... Eso es lo que yo como “además de”, y no “en vez de”. Debería ser él quien se preocupara por los años que me quedan de salud, y no al revés. Él, Larry David, quien tendría que preocuparse si su único espectador en La Pedanía y alrededores, que es un mercado raquítico, casi unipersonal, pero muy simbólico para la HBO. Una pica en el inframundo. En el noveno episodio, Larry prueba el goulash en un restaurante recomendado y decide que ésa no es comida para él. Así está de fino y de saludable.

Pero algo pasa con Larry... Algo seguramente no grave pero que anuncia la decadencia. Ya nunca le vemos en la cama haciendo escorzos en las señoras, ni tampoco golpeando la bola de golf cuando se junta con los amigotes. Sospecho, a pesar de sus andares, que algo no va bien con su espalda. Y la espalda es el talón de Aquiles de los ricachones, con tanto swing y tanto birdie. Por ahí, quizá, empiece su declive.





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Richard Jewell


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No. No fue Richard Jewell quien puso la bomba en el Parque del Centenario, en Atlanta, cuando se celebraban los Juegos Olímpicos del lugar. Lo cuentan al principio de la película -que, por cierto, es otra muy recomendable de Clint Eastwood, como si estuviera tomando Viagra para cineastas-  así que no estoy haciendo ningún spoiler, ni estoy sujeto a demanda penal de los cinéfilos enclaustrados en su salón. Pero jolín, qué pintaza tenía, de sospechoso, el tal Richard Jewell... En eso estoy con los agentes del FBI, que después de entregarle el papel de “El Gobierno de los Estados Unidos ya no le considera sujeto a investigación…”, todavía se le quedaron mirando, con cara de mala hostia, llevándose los dedos índice y corazón a los ojos en plan macarra, poligonero, susurrando entre dientes “Aún sé dónde vives, motherfucker, ándate con cuidado y tal…”.



    Richard Jewell, por lo que cuentan en la película, era un hombre incapaz de matar una mosca, más bien algo mermado, inocentón, siempre viviendo entre las faldas de mamá, pero muy capaz de salir a cazar venados con una fusilería que ya quisieran para sí muchas comandancias de la Guardia Civil, en nuestro terruño desabastecido. Amante de las armas, caucásico de la White Trash, y soñador de heroísmos mediáticos desde su juventud, cuando el FBI -en típica escena de los americanos de “Hola, soy el sheriff del Condado y ésta es mi jurisdicción”, “Pues yo soy el jefe del Distrito y ya se puede ir largando usted”, “¡Pues quieto todo el mundo, a callarse todos, esto es un delito federal…!”- cuando el FBI, decía, toma las riendas de la investigación y pasan los días sin encontrar una pista fiable, deciden que la cabeza de turco más plausible para aplacar los miedos de la población será el mismo tipo que al principio todos tomaron por un héroe, porque Richard, sin faltar a la verdad, aseguraba haber sido el primero en descubrir la mochila explosiva, y haber despejado la zona para evitar un número mayor de víctimas.

    ¿Quién rompió el cristal?: pues el mismo que luego vino arreglarlo, como en El chico, la película de Chaplin. Una ilógica aplastante. Perversa, pero con antecedentes en el mundo criminal. Los americanos mismos, en su corta pero intensa historia, han puesto muchas bombas por la geografía para luego personarse como los artificieros del asunto, con los marines… No era el caso del pobre Richard Jewell.



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El rehén

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Después de parir el celebérrimo anuncio de la Coca-Cola, Don Draper se arrellanó en la silla giratoria de su despacho, puso las piernas sobre la mesa, y mientras se pegaba un buen lingotazo de whisky on the rocks, miró hacia el infinito del ventanal, más allá de los rascacielos de Manhattan, y se preguntó: “¿Y ahora qué?”. Como dijo una mañana Lester Burnham haciéndose una paja en la ducha, a partir de ahora todo va a ser cuesta abajo: la decadencia de la inspiración, el declive de las ambiciones, el Ozymandias Melancholia de su sexo antes incombustible... Don acaba de cumplir cuarenta y tantos años, dos tercios de su ajetreada vida si la salud lo respeta -cuarto y mitad con un poco de suerte-, y el futuro se esconde tras una cortina que le da miedo descorrer... 

    Don, por supuesto, acaba de tirarse a su secretaria para celebrar el alumbramiento de su cocacólica idea, y entre el alcohol en sangre, la modorra postcoital, y el merecido reposo de las neuronas extenuadas, le asalta un sueño confuso en el que se ve trabajando para la CIA, de diplomático, en algún lugar donde lluevan las hostias como panes. Un puesto ideal para su porte, para su inteligencia, para su labia legendaria. Los trajes a medida, los coches oficiales, el gesto enigmático... Mujeres a gogó, y los mejores alcoholes de la región. Don, en su despacho del edificio Sterling & Cooper, duerme su sueño durante unos minutos que parecen semanas, tan vívido que parece real, y al despertar, como teletransportado, como abducido por un OVNI fabricado en el Pentágono, se encuentra aterrizado en Beirut, en el Líbano, trabajando ya para la CIA, con un traje nuevo, con unas gafas de sol especiales para la luz del Mediterráneo, talcualico que en el sueño. 

    Porque al fin y al cabo, lo de ser diplomático y lo de ser publicista viene a ser más o menos lo mismo. Consiste en vender burras, en camelar al cliente. Convencer al americano medio de fumar Lucky Strike es el mismo trabajo que convencer al palestino medio, y al israelí medio, de que los intereses americanos en la región es mejor no tocarlos, por si acaso.




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Mad Men. Temporada 7

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Asisto con interés decreciente a las tracas finales de Mad Men. Sólo me quedan dos episodios para conocer el destino último de Don Draper, que es el único motivo que aún me ata a la serie. Los demás personajes me importan un pimiento. Incluso Roger Sterling, el amigo de Don Draper, que al principio era un tipo de inteligencia acerada y filosofías luminosas, ha ido convirtiéndose en un personaje ridículo, con sus peinados, su hija hippy, sus tontunas con las secretarias... 

Los demás hombres de Mad Men jamás le enseñaron nada de provecho a este provinciano que los contemplaba desde la distancia del tiempo y del océano. Comparados con Don Draper sólo han sido unos chiquilicuatres de la vida. La mayoría sólo ha figurado para estirar los minutajes de la serie, y robarle protagonismo al verdadero jicho de la función, al que uno siempre siguió con un cuaderno puesto en las rodillas, para tomar nota de sus recursos profesionales y de sus trucos amatorios, a ver si por imitación, o por ósmosis, algo se quedaba pegado. Mad Men, reducida a su esencia argumental, ha sido un documental de National Geographic sobre cómo se las gastaban los machos alfa en el ecosistema de Madison Avenue.


      En Mad Men también han salido muchas mujeres, claro, pero uno, desde la distancia añadida de su género, jamás ha empatizado con sus traumas. Uno, por supuesto, ha simpatizado con su lucha por la igualdad, en el trabajo o en los matrimonios, pero más allá de eso, en cuestiones de sentimientos y amoríos, se ha visto incapaz de seguirles el rollo, porque ellas, al fin y al cabo, no dejan de ser mujeres, y cualquiera que trate de comprender ese caos no puede salir cuerdo de la ficción. Los guionistas, además, no sabemos si por pura maldad o si por conflictos con el calendario, nos hurtaron muy pronto la presencia de January Jones, esa rubia perfecta que nos volvía locos con aquellos camisones de ensueño que Don Draper le arrancaba cuando volvía del trabajo. 

    Para compensar esta tragedia, nos colocaron a Megan Draper como musa de nuestras pasiones, pero Megan, la pobre, aunque era una buena chica de cuerpo escultural, no podía esconder una dentadura caballuna que nos sacaba del ensueño cada vez que sonreía. En fin... Siempre tuvimos, eso sí, como estrella polar en el cielo de la belleza, el poderío tridimensional de Christina Hendricks, que trascendió el alto y el ancho de nuestro televisor para hacerse también profunda y tangible. Pero su milagro carnal, su desafío aerostático, no ha sido suficiente para compensar tantos minutos de aburrimiento que nos endilgaron sus compañeras de reparto. Su visión era un oasis en el desierto cansino y monótono. Horas desperdiciadas por este espectador que jamás compró nada de lo que Sterling & Cooper publicitó.



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Mad Men. Temporada 6

🌟🌟🌟🌟

Tumbado a la bartola en la playa -mientras Jessica Paré, a su lado- se quema la piel perfecta en la inconsciencia cancerígena de los años 60, Don Draper lee estos versos de Dante:

"En mitad del viaje de nuestra vida me descarrié del camino correcto, y al despertar me encontré solo en un bosque oscuro".

Están muy bien traídos para explicar el laberinto vital en el que se halla el protagonista masculino de Mad Men. Están muy bien traídos, en realidad, para explicar el desamparo en el que vive cualquier cuarentón que no sea un imbécil, y que se pare a reflexionar sobre los caminos que ha recorrido, y sobre los que le quedan por recorrer.

Leo en la revista de cine estas explicaciones de Matthew Weiner sobre el espíritu de la serie:

“El tema es que la gente hará lo que sea para aliviar esa ansiedad que proviene del espacio que existe entre un individuo y el resto de la humanidad. La forma en la que nos perciben y cómo somos en realidad. Ese aislamiento es una de las características humanas contra las que luchamos, y la mayoría de nuestras emociones negativas provienen  de alguna perturbación a ese nivel.”

¡Ése era, estúpido de mí, el tema fundamental de Mad Men!. No sólo de la sexta temporada, sino de la serie entera. La soledad y la incomprensión. El abismo insalvable que media entre lo que sentimos y lo que los demás creen que sentimos. Esa distancia insalvable que aquí, en Mad Men, y también en la vida real, tratan de acortar con el alcohol que lubrica las relaciones, con el sexo que acerca los cuerpos, con el éxito profesional que atrae las miradas. Con la amistad cautelosa que nos permite volvernos transparentes de vez en cuando, sin desnudarnos por completo. Seis años he tardado en desentrañar esta intención última de los guionistas, el impulso íntimo de los personajes tan queridos. Y no por deducción propia, sino leyéndolo en una revista. No me he caído del caballo camino de Damasco: me han empujado.

Sobre Mad Men hemos hablado mucho de lo secundario: de la nostalgia de los años sesenta, de la disección del alma americana, de la guerra entre los sexos ambientada en la burguesía pre-pija de Manhattan. De las mujeres hermosísimas, y de los hombres trajeados que nos abrían el deseo o la envidia, según la preferencia. Pero al final, por debajo de todo eso, como una corriente subterránea que regaba los campos floridos y evidentes, estaba la maldita soledad. La compañía incesante de uno mismo.





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