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La estafa

🌟🌟🌟🌟

La mayoría de las cosas que veo en las películas jamás suceden en la Pedanía. Y eso que en la Pedanía también hay extraterrestres, amores rotos, muertes imprevistas, virus de China que nos obligan a llevar mascarilla. Hasta un zombi, todos los días laborables, a eso de las ocho de la mañana, que soy yo mismo sacando al perrete entre las brumas del sueño. Pero la Pedanía es lo que es: un villorrio con viñas y huertos, calles y caminos, vecinos que no llevan vidas singulares que justificaran la escritura de un guion, ni que luego viniera Amenábar a ponerlo en imágenes. Lo que pasa aquí, groso modo, pasa en todos los sitios, y Netflix, y los DVDS, y las salas de cine que todavía sobreviven, están para enseñar otras cosas más excitantes.



    Pero mira tú por dónde, aquí, hace años, en el Instituto de Secundaria -que la Pedanía no es sólo cultivo de hortalizas- sucedió algo muy parecido a lo que se cuenta en La estafa, la película de la HBO, que a pesar de estar basada en hechos reales parece una cosa inverosímil, que sólo podría suceder en Estados Unidos con anglosajones muy parecidos a Hugh Jackman y a Allison Janney. Aquí, en el IES, también hubo un presunto funcionario que cogió presunto dinero de la caja común, lo desvió con mucho presuntamiento a su bolsillo particular, y empezó a llevar una vida mejor, mucho más lucida, que levantó las sospechas de sus compañeros en el currelo.

    La Pedanía, con la tontería, salió varios días seguidos en los periódicos, para orgullo de las gentes del lugar, que no valoraban que el motivo fuera más bien un desdoro y una vergüenza. Total, el golfo apandador no vivía aquí, sólo trabajaba por las mañanas, y es como si el delito lo hubiese cometido un peregrino de Santiago, que sólo pertenece a la Pedanía cuando está en tránsito o pide un bocadillo en el bar. La prensa provincial no hablaba tanto sobre el lugar desde que la Ponferradina jugaba aquí sus partidos como local, o desde que empezó la construcción del Hospital Comarcal sobre la gran charca de las ranas.

    Durante esos días del desfalco fuimos casi tan famosos como la población de Roslyn, en Nueva York, y hay quien opina, después de ver la película, que quizá deberíamos hermanarnos con esos anglosajones del otro lado del charco, para hacer un poco de fraternidad dolida, y de cuchipanda con el asunto.



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Yo, Tonya

🌟🌟🌟🌟🌟

Tonya Harding nació pobre. Su madre la pegaba. Tuvo un padre biológico y unos cuantos honorarios. Estaba destinada a ganarse la vida en profesiones humillantes o de cobrar el mínimo vital. Cuando su madre descubrió que tenía dotes para el patinaje, le obligó a dejar la escuela en una decisión que aquí sería motivo de denuncia, de intervención de los servicios sociales. Al final les salió bien, o medio mal, la jugada, pero el riesgo de convertirse en carne de cañón se multiplicó por mucho en su bolsa de valores.



    Tonya Harding nació entre la masa amorfa de los pobres sin remedio, de los olvidados que algún día serán recompensados en el Reino de los Cielos. Pero Tonya Harding también nació con una combinación mágica de genes. Una carambola cromosómica entre un millón, o entre diez millones, que dotó a sus piernas de la fuerza, a sus músculos de la flexibilidad, a su oído interno del equilibrio. Y a la neuronas que rigen la voluntad y la mala hostia, de un reforzamiento en las sinapsis que convirtió a Tonya en un bicho competitivo con el que era mejor no cruzarte si querías disputarle una medalla o un campeonato de patinaje.


    La permeabilidad entre las clases sociales a veces se produce así: cuando todo está escrito, y el medio ambiente presiona hasta aplastarte contra el suelo, descubres que tu ADN, en algunas secuencias del genoma, ha producido una cadena de bases nitrogenadas que ya no es biológica, sino mineral, oro puro que reluce entre la bioquímica celular. Un prodigio de la alquimia que dejaría patidifusos a los brujos medievales. El gen, de vez en cuando, viene al rescate del desheredado. Le dota de inteligencia, o de habilidad, o de una belleza que deja enamorados a los espectadores. Los saca del arroyo o de la chabola y les catapulta a otro estrato de la vida, como también le sucedió a Maradona, o a Ava Gardner. Ellos, como Tonya, tampoco supieron dilatar el tiempo de su fortuna. O quizá sí, según como se mire. Que les quiten lo regateado, o lo bailado, o lo patinado.



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American Beauty

🌟🌟🌟🌟🌟

Este blog es un porno soft de mi mundo interior. Una exhibición de anatomías íntimas que aparecen medio tapadas por las sábanas. Usando las películas como excusa, mezclo medias verdades y medias mentiras para hablar de mis mandangas, de mis opiniones sobre el mundo. Los cinéfilos de verdad, los que buscan análisis profundos o datos curiosos, hace tiempo que emigraron a otras páginas, donde ven satisfechas sus respetables apetencias. Aquí se han quedado los cuatro parroquianos despistados: los amigos de verdad -que vienen a curiosear- y los amigos de mentira –que vienen a reírse de mi yo y de mi circunstancia. Y las incautas, claro, que descubren a un literato de mediana edad y sueñan con leer poesías en colores pastel, y cantos otoñales a la belleza de la vida. Pobrecicas mías...


      Con algunas películas, sin embargo, no puedo explayarme sin caer en el desnudo total. Hablar, por ejemplo, de American Beauty me exigiría pasar del porno blando al porno duro. Retratarme en primeros planos, y en HD, con los pelillos y los pliegues al descubierto. Una cosa muy fea y de muy mal gusto. El personaje de Lester Burnham tenía cuarenta y dos años cuando contaba su triste historia. Y yo tengo ahora uno más. Y quizá porque muchos cuarentones seguimos el mismo camino de las baldosas amarillas, me hallo en su misma encrucijada. La vida de Lester Burnham, en mi caso, es como el negativo de los pápeles de Bárcenas: todo es cierto "salvo alguna cosa". Las peores del repertorio, no se preocupen...

Lo más triste es que yo no tenía ni treinta años cuando me presentaron a Lester Burnham allá por 1999, y entonces ya supe, en un escalofrío del alma, que tarde o temprano me encontraría maldiciendo su misma desgracia. Que el mismo desaliento, y la misma frustración, y la misma sensación dolorosa del tiempo perdido, me esperaba a la vuelta de una esquina. Que iba a llegar un día -que sería el primero de muchos- en  que después de la ducha matinal todo iba a ser bastante peor. El amor y la salud; el trabajo y la esperanza

     Y sin embargo... La vida es tan... hermosa. Está llena de humor, de carcajadas, de benditas estupideces. Hay músicas que me erizan el vello, paisajes que me dejan atónito, sabios que me iluminan las meninges. Partidos de fútbol que me devuelven la alegría tonta de la niñez. Y están las películas, claro, que me dan oxígeno y alimento cada noche. Y está el amor, tal vez...

     "A veces hay tantísima... belleza... en el mundo, que siento que no lo aguanto. Y que mi corazón se está... derrumbando".



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La vida en tiempos de guerra

🌟🌟

Alguien dijo una vez que Bernardo Bertolucci sólo rodaba películas para exhibir pollas sin pudor, de un modo artístico y honorable. La malicia es, por supuesto, exagerada e injusta, porque Bertolucci es mucho más que un pornógrafo enmascarado, y sus pollas, que han sido realmente muchas y variadas, a veces quedaban bien encajadas en las exigencias del guion. A veces, sin embargo, en sus películas más crípticas y truñescas, uno, en el fastidio absoluto, en el bostezo total, se preguntaba si aquel hater de don Bernardo no tendría parte de razón, porque cuando el sentido común brillaba por su ausencia, la polla de turno seguía allí, casi siempre flácida y post-coital, tal vez un simbolismo de la decadencia de Occidente, o de la inoperancia del homínido macho, o vaya usted a saber.



          Me temo que con Todd Solondz está ocurriendo una cosa parecida. En este mismo diario se han escrito loas y alabanzas a su cinismo afilado, a su misantropía poco disimulada, pero de un tiempo a esta parte sus películas, como esta cosa insufrible de La vida en tiempos de guerra, sólo parecen una excusa para hablar de pedófilos y niños traumatizados. Hay más personajes, claro, mujeres de mediana edad que buscan el amor sin comprender que los hombres, en su mayoría, sólo quieren follar y poquito más. Mujeres ridículas que parecen recién salidas del parvulario de la vida, y que sin embargo hablan con un estilo literario que suena a tesis doctoral o a teatro de altos vuelos. Un sinsentido. Y el pederasta, claro, que mariposea por la función como un ángel oscuro que anunciase plagas de Egipto. O no, no sé, quizá divago, porque a los cuarenta y cinco minutos desistí de todo empeño, harto ya de la truculencia impostada y del pesimismo sin ironía. Hay mucho más cinismo en cualquier episodio de Larry David, y además, ahí, te ríes un buen rato. 


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El ala oeste de la Casa Blanca. Temporada 3

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El ala oeste de la Casa Blanca es el paradigma de lo que uno considera una serie ejemplar. De las vidas privadas de sus personajes apenas conocemos nada: no sabemos si follan mucho, si follan poco, si tienen hijos secretos, si han discutido con la parienta, si la criada les planchó mal la camisa. Sólo del presidente Barlett, pues es imprescindible para la buena marcha de los guiones, conocemos algunos asuntos de alcoba, o algunas naderías de sus aficiones personales. Del resto del elenco sólo sabemos que al empezar cada episodio están ahí, en los pasillos, en los despachos, en las tripas acristaladas de la Casa Blanca, tratando asuntos de la más alta importancia. Nos importa un bledo si cagan, si aman, si van de vez en cuando al peluquero. Todos los espectadores cagamos, amamos, vamos de vez en cuando al peluquero. Esa parte de la vida ya nos la sabemos, y es muy aburrida, y no merece la pena insistir en ella. Todo lo que tengamos en común con estos asesores presidenciales es redundancia y pérdida de tiempo. Lo interesante es verlos trabajar en una labor que nosotros jamás desempeñaremos, porque requiere de paciencia, de estudios, de sabiduría, de un buen juicio inalcanzable. De un cinismo a prueba de bomba, también. Viéndolos en acción soñamos que somos como ellos, inteligentes y abnegados, decisivos y trascendentes. Lo que nos fascina es su oficio, no su vida, que presumimos tan gris como la nuestra: las compras y la suegra, el aseo y los gritos, el mal sueño y la cara de asco.




           

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El ala oeste de la casa blanca. Temporada 2

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Tengo desde hace semanas la intención de estrenar la segunda temporada de El ala oeste de la Casa Blanca. Pero al final me puede la pereza invencible, el terror paralizante del esfuerzo infinito  Me agobian los 22 episodios de esta tanda, los 154 del total, las siete temporadas que como siete océanos habré de navegar llevado por la devoción. Hace unos meses, cuando terminé de ver su primera temporada,  escribí en estos desahogos que El ala oeste... se había convertido en una de las series de mi vida. Pero son tantos sus capítulos, sus horas, sus noches de dedicación exclusiva, que amenaza, realmente, con convertirse en la única serie de mi vida. Tengo unas ganas terribles de volver a encontrarme con esos personajes parlanchines y lúcidos, criptosocialistas y judeomasónicos, que cada vez que abren la boca me abren los ojos y me reaniman la inteligencia. Pero tengo muchas ficciones esperando turno: antiguas y nuevas, longevas y cortas, americanas y europeas. Navego por los discos duros y me entra un ansia desesperada de estrenar, de variar, de ir dando paso. Malditos sean los dioses, que nos otorgaron más series que vidas, más deseos que años. Que les parta un rayo de Zeus por hacerse creado a sí mismos inmortales, afortunados del destino, egoístas del tiempo.


            En el periódico de hoy, como leyéndome en un espejo, Ricardo de Querol se quejaba así de su extenuante experiencia de seriéfilo:

            "Llevamos una década de la llamada segunda edad de oro de las series, y acumulamos cierta fatiga con las que duran demasiado y nos impiden dedicarnos a las nuevas. Ahora se llevan las temporadas cortas y, sobre todo, las miniseries: 3 a 10 capítulos, con principio y final, que no exigirán tu fidelidad durante meses. [...] Necesitamos series de ficción porque queremos evadirnos viviendo otras vidas. Pero algunas de esas vidas no merecen que les entreguemos tantas horas de la nuestra".

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El ala oeste de la Casa Blanca. Temporada 1

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El ala oeste de la Casa Blanca es una maniobra de distracción. Nuestros enemigos del Imperio le han encargado a Aaron Sorkin el retrato afable de un gobierno norteamericano al que cuesta mucho odiar. Viendo al presidente Bartlet y su equipo de asesores, uno siente que el síndrome de Estocolmo se adueña de su voluntad. Aaron Sorkin, que es un tipo inteligentísimo de verborrea inagotable, nos presenta a nuestros enemigos de clase como tipos majos, abnegados, que exprimen sus inteligencias y sacrifican sus horas de sueño por el bien de los ciudadanos. 

     Bartlet and company son miembros del Partido Demócrata que están muy alejados de las posiciones rancias de los republicanos. Entre ellos no hay halcones de guerra, ni cristianos iluminados, ni neocons que defiendan la necesidad de robar más dinero a los pobres. A todos les duele la pobreza, la marginación, la destrucción del medio ambiente. Están en contra de la homofobia, del racismo, de la superstición. Cuando pierden una batalla política con la derecha, la rabia y la impotencia se traslucen en sus rostros. Aporrean las mesas, maldicen en arameo, bajan a los bares de Washington a beber bourbon para olvidar. Son unos tipos sensibles, y unos actores cojonudos. Pero a mí no me engañan. Sorkin no me engaña. Del mismo modo que The Newsroom es el retrato ideal de lo que debería ser una redacción de noticias, El ala oeste de la Casa Blanca es el retrato quimérico de lo que debería ser un gobierno decente. Un grupo de buenas personas que resisten hasta donde la ley les deja, hasta donde los cálculos electorales se vuelven ruinosos. A veces, en según que tramas, en según qué diálogos, dan ganas de ponerse en pie y aplaudir. ¡Pero vade retro, tal impulso! Quieren engañarnos, los mandamases del enemigo, con estas artimañas producidas en Hollywood. Sorkin es un soldado que escribe. Un paniaguado de la CIA. Los espectadores más desinformados podrían pensar que tipos como Barak Obama no están muy lejos de Bartlet. Que simplemente han vivido un contexto histórico muy complicado, de fuerzas oscuras que luchaban coaligadas. Qué patraña más gorda. Qué hábil, y que ladino, es este Sorkin...




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