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Misery

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Las mujeres no sé, porque no soy tal, pero prometo averiguarlo en una próxima reencarnación. Pero los hombres, eso puedo asegurarlo, escribimos para ligar. Para dar la nota. Para que se nos vea por encima de las demás cabezas. Para que el foco de la fiesta, durante unos segundos mágicos, nos señale a nosotros y nos proponga como candidatos. No lo digo yo: lo escribe, y lo explica por internet, Geoffrey Miller, que es un psicólogo muy sabio que trata estos asuntos de la selección sexual, y de la evolución de las jodiendas. 

Miller sostiene que al final todo es menear la cola del pavo, solo que los hombres, tan variopintos, tan distintos unos de otros, tenemos muchas colas de pavo que menear. Están los que se musculan, los que cantan en la tele, los que meten goles en los estadios... Los que envían ingenios a la Luna, o cuentan chistes como nadie, o tienen unos ojos azules que sólo hay que exponerlos y nada más... Y luego, en el margen de los ecosistemas, siempre en un tris de extinguirse, están los que nos asfixiamos con el ejercicio, los que tenemos careto en internet, los que no sabemos componer una sinfonía o dirigir una película, y entonces, en la desesperación de la tarde aburrida, nos ponemos a escribir, que es lo que está más a mano de cualquiera, para que las mujeres se detengan un momento, y lean las cuatro primeras líneas del texto, o los cuatro primeros versos de la poesía, y les entre la duda de si tras esa escritura hay verdaderamente un hombre inteligente, culto, subyugador, que podría amenizarles los ratos junto al mar, o en la terraza, o en la cama tras el coito.

Si, amigos, y amigas: yo estoy con Geoffrey Miller, aunque suene superficial, y evolucionista que te cagas. ¿Reduccionista? No creo. Se escribe para despertar el interés de las mujeres, y la envidia de los rivales, y para, con un poco de suerte, si un editor pica, subir en el escalafón del oficio, y dar un salto en el mercado bursátil del amor. El peligro del triunfo -y yo ya estoy dudando de perseverar en este pavoneo- es que lo mismo te encuentras un pibón en la cola de firmas, que ya te ha puesto su número de teléfono en la hoja, que te topas con una chalada como ésta de Misery que te quiere para ella solita, en exclusiva, en su casa perdida en las montañas...







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Una historia verdadera

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Si algún día, por la razón que sea, yo dejara de hablarme con mi hermana y estuviéramos diez años así, negándonos el saludo, y de pronto, porque ella enfermara de gravedad, y tuviera que ir a verla deprisa y corriendo, antes de que la muerte segara cualquier posibilidad de reencuentro, la última oportunidad para cantarnos las verdades y las mentiras, yo, que no tengo carnet de conducir, que soy un medio hombre, un medio ciudadano, una especie de esperpento risible en esta sociedad motorizada que necesita el coche para hacer cualquier gestión, tendría la inmensa fortuna de contar con las líneas de ALSA, o de RENFE -o en su caso de FEVE, o de La Tudelana, o incluso un taxi, o una experiencia imprevisible en el BlaBlaCar- para acercarme a un aeropuerto que opere regularmente con las islas Baleares y viajar hasta Mallorca -como decía aquella canción- sin necesidad de emprender una odisea agropecuaria como la de Alvin Straight en Una historia verdadera.


    Porque yo, además, en el colmo de la inutilidad, de la nulidad automovilística, tampoco sé manejar un cortacésped como la diosa Ceres manda.  Aunque eso ya no es culpa mía -ni de mi pereza, ni de mi cobardía, ni de mi falta de compromiso con la modernidad- sino culpa de mi sueldo de funcionario en el Lejano Noroeste, que jamás alcanzó para tener una casa con terreno que precisara de tales mimos y cuidados. Sería otra película muy distinta, una de morirse de la risa, de esperpento patrio, de surrealismo chanante, verme a mí, a mis cuarenta y tantos años, con el uno ochenta y cinco y las gafotas, y las piernas que apenas entrarían en el habitáculo, recorrer con tal cacharro los campos y los montes, los anchos ríos, y los páramos del cereal, y los pueblos de los paisanos con boina, y así, tras mucha fatiga, y mucha filosofía de road movie, llegar hasta la orilla del mar Mediterráneo y descubrir que esos vehículos no flotan, y que tampoco los dejan subir a los ferris de Balearia.





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