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La semilla del diablo

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Instalado desde la adolescencia en el relativismo moral -a escondidas de los curas que nos daban filosofía- soy de los que afirma que el Mal no existe. Y el Bien tampoco, claro. Sostiene, Rodríguez, que ninguna posición moral es absoluta, y que como demostró Albert Einstein en su teoría -que era física y ética al mismo tiempo-, ningún observador posee una posición privilegiada en el espacio o en el tiempo. O en la estimación de lo que es correcto o y lo que no.



    Pero esto, quizá, lo digo porque nunca he visto el Mal frente a frente. Ni el Bien… Tengo amigos más o menos razonables que creen en los fantasmas, a pies juntillas, o a cadenas chirriantes, y dicen que mi escepticismo sólo obedece a que nunca me he topado con ninguno. Yo sonrío, y les hago un gesto de desprecio con la mano, bah… “Si algún día os digo que he visto un fantasma, metedme en el manicomio”, les digo. Y aprovecho para recordarles que si algún día, también, les anuncio que he regresado a la religión, al maniqueísmo de la infancia, y les aseguro haber visto al Demonio en la cola del pan, o en los ojos de un bebé -uno que iba de paseo en el carricoche con una mamá rubia, de pelo cortito, a lo Vidal Sassoon-, que me sacrifiquen directamente sin pasar por ninguna institución.

    Roman Polanski sobrevivió al gueto de Cracovia con 10 años. Vivió escondido en varias casas durante dos años -como el pianista de su película- para que los nazis no le fusilaran al instante o le enviaran a los hornos de cremación. Supongo que una experiencia así te deja marcado. Un miembro de las SS que garantiza la muerte tiene que ser, a la fuerza, el Mal personificado. Quizá por eso, en las películas de Polanski siempre hay un demonio disfrazado de persona, o una persona disfrazada de demonio. O el Demonio mismo, en algunas, como en La semilla del diablo -si es que al final no resulta que Rosemary estaba como una chota, que es la otra lectura de este clásico imprescindible.



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Harold y Maude

🌟🌟

Nueve de cada diez cinéfilos consultados recomiendan ver Harold y Maude, la comedia que Hal Ashby rodó en los tiempos del amor libre y de la relajación de las costumbres. Allá en América, claro, porque aquí, por un simple beso prematrimonial, o por una mirada bajo las faldas, todavía te corrían a porrazos por los callejones, y a hostiazos por las sacristías. 

    Harold es un primo lejano de la familia Addams que se entretiene fingiendo suicidios ante su madre, una fría millonaria que ya no le hace caso, y que busca, desesperadamente, una nuera que se lo lleve. Aficionado a comparecer en entierros que ni le van ni le vienen, Harold, en uno de los sepelios, conocerá a Maude, una mujer octogenaria que también vive fascinada por la muerte. Maude ha decidido disfrutar sus últimos años a cien por hora, hasta que el cuerpo aguante, y medio loca o medio lúcida, encuentra la adrenalina robando coches, visitando desguaces o posando sus arrugas denudas ante los artistas conceptuales.

    Dos pirados como Harold y Maude estaban, cómo no, destinados a entenderse y a compenetrarse. Y a penetrarse, incluso, en un amor loco que hace cuarenta años debió de provocar ascos y soponcios, pero que hoy en día, curados de espanto gracias a los programas del corazón, y a las categories de las páginas porno, ya casi vemos como una travesura, como una filia sexual de las muchas que pueblan el deseo. 

    A uno le han caído en gracia estos personajes enfrentados al qué dirán de las gentes, y al qué narices pondrán de las leyes. Pero la simpatía por Harold y Maude no es suficiente para que la película consiga levantarme el ánimo, ni distraerme de los quebraderos. Quizá fue el fin de semana, que vino atravesado, o quizá fue la propuesta experimental, que me cogió a contrapié. Sea como sea, me siento desautorizado para juzgar. Uno de cada diez cinéfilos consultados no recomienda ver Harold y Maude, pero yo, la verdad, no quisiera decir tanto. 



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