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La voz más alta

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Roger Ailes fue, para entendernos, el Jiménez Losantos del Partido Republicano. El hombre con aspecto de batracio y mirada de lobo que hizo de Fox News su criatura, su rancho, y también su lupanar particular. Y por ahí, por la boca del pene, murió el pez. Los dioses justicieros tendrían que haberle condenado por dejarnos en herencia a Donald Trump, al que Ailes sacó de las sombras de los mentecatos de la tele, de los millonarios sin escrúpulos, para convertirlo en presidente de los Estados Unidos, y en digno candidato al verdadero Damien Thorn anunciado en La Profecía, pero con el pelo teñido de naranja, y los tres seises de la bestia tatuados en el culo. Ailes, como Losantos, como cualquier gurú del conservadurismo, sabía que el cuerpo electoral es básicamente estúpido, miedoso, poco formado, y que bastan dos slogans machacones y tres consignas patrióticas para que la gente vote en contra de sus intereses, y prefiera que el rico siga expoliándole a tener que compartir el consultorio médico con un negro, o a que le toquen dos duros más del bolsillo para tener que reformar ese mismo consultorio. La gente es así, básica, primaria, de poco pensar, siempre con prisas, y  Ailes sabía que la doctrina que endilgaban sus “informativos” entraba mejor si la leía una mujer guapa, al estilo que gusta en América: rubia, de labios carnosos, y pechos altivos. Un poco como hacen aquí en los informativos de La Sexta, que siempre, desde el nacimiento de la cadena, presenta una mujer de bandera para endilgarnos ese progresismo que sólo es fuego artificial y nada de barricada. Me imagino -porque si no el tándem terrible de Ferreras y Pastor ya lo hubieran denunciado- que en La Sexta, más allá de una decisión empresarial, de marca, de lucha despiadada por el share, todo transcurre con absoluta corrección. En el despacho de Ailes, en cambio, el abuso, la amenaza, el intercambio de sexo a cambio de favores, fue práctica habitual durante años. Bastó que una mujer valiente, que ya estaba hasta los cojones de ser manoseada y violada, se dejará caer al vacío de una demanda con pocos visos de prosperar, para derrumbar en su caída a la siguiente mujer, y esta a la siguiente, en un juego de fichas de dominó que finalmente terminó con Roger Ailes, obligado a renunciar, acallado, muerto al poco tiempo en el ostracismo.



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Ted

🌟🌟🌟

Si a Ted le quitas la sorpresa del planteamiento, la canción de los compitruenos -que mi hijo y yo canturreamos cuando arrecian las tormentas en La Pedanía- y cuatro chistes que todavía conquistan a los que no hemos superado el "caca, culo, pedo, pis" de la película de Enrique y Ana, lo demás, la película des-tedizada, es una comedía romántica de lo más tontorrón y previsible. Una TV movie de las que pasan por el Disney Channel a las cuatro de la tarde, con el sello sanitario para los jovenzuelos alegres de Kentucky.

    Pero da la casualidad, como diría Ignatius Farray, de que en Ted sale Ted, el osito que es como un huracán peludo, como un tipo salido de las comedias de Kevin Smith: el amigo perdido de Jay y Bob el silencioso. Y yo, la verdad, que ya digo que tengo cuarenta y seis tacos y es como si tuviera dieciséis, o diecisiete, me parto el culo con el jodido muñeco, con su lenguaje soez, con sus chistes de doble filo. Con sus jodiendas carnales y verbales. Y es como si volviera a estar de risas con un amigo cualquiera de la adolescencia, sentados en el banco donde "junábamos a las jais" y nos entreteníamos contado chistes de ojetes y lefas, de pollas y culos, esperando como unos tontos del ídem que alguna de ellas se detuviera a nuestro lado reclamada por las risotadas.

    Treinta años más tarde, sentado con mi hijo en el sofá, no se sabe muy bien quién es el hombre adulto y quién el vástago que se despliega. Uno debería guardar las formas, el recato, mantener una pose como de hombre que ya va enfilando los cincuenta años, con sus gafas de arcipreste, sus canas de político, su vesícula ya incinerada en el quemador del recinto hospitalario. Pero no me sale, tal teatralidad. En otro contexto disimularía y me haría el hombre ya hecho mayor y templado. Pero aquí, en mi casa, en mi sofá, hay confianza, y mientras Ted suelta sus paridas yo sonrío con dentadura de babuino, y puedo aporrearme el pecho y enseñar las encías como el chimpancé que resiste vivo bajo la piel.





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