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Furiosa: De la saga Mad Max

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Precuelas, secuelas, reboots...: uno siempre se teme lo peor. Tras la idea original suele venir el refrito y el sucedáneo, la marca blanca y la máquina tragaperras. El negocio y el algoritmo. El sondeo de mercado y la traición al ideal.

Pero he dicho “suele”. Las excepciones las conocemos todos y una de ellas está en la saga de “Mad Max”. Aquí hubo que llegar a la cuarta entrega para encontrar la película que eclipsó a todas las demás. “Mad Max: Fury Road” es una obra maestra absoluta incluso sin la referencia endogámica de su saga. Recuerdo que el crítico del “Milwaukee Herald” la definió como “un puto peliculón” y desde entonces pocas palabras más se han añadido a la cuestión. 

Los más pipiolos de la cinefilia esperaban que “Furiosa” igualara al menos los méritos de su mamá. Ellos, los chavales, son nuestros padawans revoltosos, impacientes, soñadores... Siempre creen que se puede ir un poco más allá, un poco más lejos, un poco mejor. Citius, altius, fortius. Todavía no han comprendido -porque les falta el bagaje, la experiencia, el culo plano y tapizado de callos- que cuando te topas con un clásico instantáneo como “Fury Road” (un seis estrellas, un unicornio, un hito en el camino, un punto y aparte) lo más normal es que la siguiente aproximación ya no salga tan redonda. No puede ser y además es imposible. Quiero decir que “Furiosa” no me ha defraudado porque yo ya venía a que me defraudara. Es una estrategia de viejo resabiado con cien punzadas en el pompis. La cosa estaba en saber el nivel de fraude que iban a perpetrar. Ver "Furiosa" es un poco como quedar con tu cita de Tinder a los cincuenta y tantos: sabes que ya no va a ser una película de Hollywood, pero tampoco esperas un engaño delictivo del tipo película albanesa, más bien un bajonazo civilizado y una decepción asumible.

Ya intuía que “Furiosa” no iba a ser la chica de mis sueños, pero jodó: cuántos quisieran seguir rodando como rueda George Miller. "Furiosa" no es un puto peliculón, pero sí es la “hostia en verso”, según el crítico del “Vancouver Times”. Ya me lo he apropiado.





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El prodigio

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Aunque soy ateo suelo llevarme bien con la gente religiosa. Ellos saben que yo no quemaría conventos ni convertiría las catedrales en casinos. En la juventud quizá sí, pero ahora ya no... Me reformé. Me ayudó que estudié doce años con los curas y que pasé diecinueve casado con una apostólica romana. De toda su familia -a la que un día habría que dedicar una película de Azcona y Berlanga si pudiéramos resucitarlos- solo me llevaba bien con el cura que nos casó, un hombre errado en la metafísica pero un santo acertado en todo lo demás.

La gente religiosa adivina en mí al cura que pudo haber sido y no fue. Se sienten en compañía de alguien que, al menos, entiende lo que dicen. Recuerdo muchas parábolas de la Biblia porque sacaba sobresalientes en la asignatura de Religión... Yo soy -ya digo- un ateo convencido, y además un libertino, un nihilista de la moral, pero conservo la apariencia de jesuita y la retórica de las homilías. Soy el Católico Bizarro, como aquel Supermán Bizarro de los cómics. La imagen especular pero deformada. El levógiro de las creencias.

Con estos católicos de la película -irlandeses algo cerriles del siglo XIX- podría sentarme a charlar sobre lo divino y sobre lo humano, pero negando lo divino y reafirmando que en el fondo somos unos bonobos. No hay problema. Mientras solo sean palabras vamos de puta madre. El problema surge cuando la religión pone en peligro la vida de las personas, o al menos compromete seriamente su felicidad. Entonces ya no hay armisticios ni retóricas. Discutir sobre el sexo de los ángeles o sobre la existencia del demonio puede ser hasta divertido. Al final siempre sale una película a colación y yo ahí me muevo como pez en el agua. Pero discutir cosas serias no merece ni un segundo de esfuerzo. En esos trances, como la enfermera de la película, lo que hay que hacer es actuar. Oponerse de manera dulce pero determinada. Ni un paso atrás. Prietas las filas de los laicos. Ni buen ciudadano ni hostias democráticas. Ni una duda, ni una concesión, ni una sonrisa siquiera. 

Cuando se juega con las cosas de comer hay que volver a gritar junto a Voltaire: "Écrasez l'infâme!"





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