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El nombre de la rosa

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El nombre de mi rosa, de mi primera rosa, fue curiosamente Rosa. Yo también la recuerdo -como Adso de Melk- entre las brumas de la edad, y los garabatos de mi pluma. 

A diferencia de él, yo no yací con ella en el refectorio de ninguna abadía. No yací con ella, simplemente. Luego es verdad que he yacido algo más que Adso de Melk -si nos atenemos a su propio testimonio, claro- pero tampoco nada del otro mundo, para qué andar con presunciones... Para nada la Babilonia de los grandes pecadores, ni la Gomorra que habitamos los vecinos de Sodoma. Para esto casi mejor haberme metido a monje, o a cura, como me aconsejaba mi madre, y haber desahogado las apetencias con el ama de llaves o con la señora que trae los pollos al monasterio. Fray Álvaro de León, además, hubiera sido un nombre de reminiscencias medievales muy digno de Umberto Eco y sus ocurrencias.

Qué más hubiera querido yo, ay, que yacer con el nombre de mi rosa. Pero ella -Rosa, ya digo-, mi Rosa intocada, mi Rosa de Iberia, no me hizo ni puto caso. Ella fue acaso mi primera rosa con espinas... Tampoco sé si estábamos los dos maduros para yacer, en caso de correspondencia por su parte. No es como ahora, que los chavales ya nacen aprendidos y siempre encuentran un escondrijo para relacionarse, y comprobar que las lecciones de anatomía que imparte el PornHub se ajustan a la verdad. Corría el año del Señor de 1985 y no estaban los hornos para bollos, ni las habitaciones para polvos. Yo sólo tenía trece años, y ella apenas quince, aunque fuera yo el que aparentara los quince, y ella los trece. Pero da igual: la inversión física no me salvaba de ser más joven que ella, apenas un chiquillo medio tonto con pantalones cortos, y por tanto insignificante, escarabajo de la patata, o escarabajo pelotero, yo que tanto le hice la pelota sin recibir el premio de su sonrisa. 

Rosa bailaba en la pista de la baby-disco y en cada uno de sus escorzos me clavaba su espina involuntaria. O voluntaria, a saber, porque siempre me pareció que su mirada, al no mirarme, estaba llena de desdén.






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El nombre de la rosa

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El amor, como cualquier ente con vida, empieza a degradarse -y realmente a morir- nada más nacer. Quizá por eso no hay amor más puro, más verdadero, que el que jamás llega a desarrollarse. El que no conoce el desgaste ni la erosión. El que nunca dudó, o discutió, o se tiró una sartén a la cabeza. El amor de una sola noche, o quizá ni eso: el que no alcanzó ni la conversación ni el acercamiento. El amor fugaz, pero poderoso, incontenible, tan intenso como un terremoto, que a veces nos sacude en la terraza del café o en la espera del semáforo. Amores que se ofrecen como novelas a punto de empezar, como películas que muestran su primera escena, pero que al final se quedan en nada, imposibilitados por la fidelidad debida, o por el miedo súbito, o por la pereza infinita de emprender una conquista de dudosa viabilidad e imprevisibles consecuencias. Amores de los que no llegamos a saber ni el nombre, como le ocurre a Adso de Melk en El nombre de la rosa, el franciscano que permanecerá toda su vida enamorado en los muchos monasterios en los que vivirá su voto de castidad y su dedicación a la lectura. Él nunca odiará a su rosa, ni recordará los malos momentos vividos junto a ella. Adso no conocerá la traición ni el engaño. Ni existirán los celos ni las humillaciones. La cuesta abajo del amor que se escurre entre los dedos...

    La sabiduría popular llama platónicos a estos amores inconsumados, aunque el de Adso de Melk, concretamente, tiene una consumación muy sentida en la cochambre de la despensa, entre olores a carne agusanada y verdura podrida. A estos amores habría que llamarlos, más doctamente, aristotélicos, porque se dan en potencia y jamás en acto, y esa enseñanza tan sólida del bachillerato se la debemos al estagirita, que además es el filósofo central de la película, el autor de ese libro maldito por el que los monjes de la abadía se dejan dar por el culo en la celda de Berengario, que es el guardián de los libros prohibidos por la Iglesia, y también de los libros vetados por Jorge de Burgos, que es un castellano recio, arisco, de poca broma, como el colesterol de los anuncios.




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