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La hoguera de las vanidades

🌟🌟🌟

“La hoguera de las vanidades” no es tan mala como la pintan. Y aunque es verdad que estuvo nominada a los premios Razzie de 1990, yo les recomiendo que no hagan mucho caso a los entendidos. Juzguen ustedes mismos. 

Recuerdo que en su día le llovieron tantos palos que al final fui al cine sintiéndome culpable, empujado por la pura morbosidad. Fue como entrar en un puticlub mientras los sacerdotes ladran a la puerta. Ni siquiera recuerdo si entonces me gustó. La tenía completamente olvidada. El olvido es muy mal síntoma, pero estimula estos rescates. A veces hace falta crecer para comprender ciertas cosas. 

Lo que sí recuerdo es que cuando se estrenó “La hoguera de las vanidades”, todo el mundo, de repente, decía haber leído la novela de Tom Wolfe – que es un tocho del copón- y argumentaba que la adaptación de Brian de Palma era indigna y traicionera. Años antes ya había pasado lo mismo con “El nombre de la rosa”... De pronto todo el mundo era medievalista y lector de Umberto Eco en la intimidad. Para que luego digan que la gente ya no lee.

El debate de las adaptaciones es tan viejo como el cagar y no tiene solución. Me aburre. La novela es una cosa; el cine, otra. La imaginación de quien escribe no tiene por qué coincidir con la imaginación de quien dirige. Además, hay novelas como “La hoguera de las navidades” -por cierto, no la he leído- que necesitarían una serie moderna para ser desarrollada hasta el último párrafo. Y en 1990 las series de la tele eran una cosa que ya preferimos no recordar.

Sea como sea, conviene revisar “La hoguera de las vanidades”. Habla del racismo y del linchamiento de los inocentes. Parece el negativo fotográfico de “Matar a un ruiseñor” porque aquí el inocente racializado es un caucásico ricachón. Para el caso, da igual. Antes de ser un actor respetable, Tom Hanks bordó aquí su papel de condenado sin pruebas que lo condenen. En España esto ahora es muy común. Las almorávides dicen que hemos avanzado, pero yo creo que hemos retrocedido algo así como siete pueblos y una gran ciudad como Nueva York.




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Larry David. Temporada 9

🌟🌟🌟🌟🌟

Cuando el “Homo sapiens” dejó de vagar por los bosques y se aposentó cerca de los ríos para cultivar el cereal, surgió una cosa llamada "convivencia ciudadana" que ha evolucionado con el paso de los siglos adquiriendo cuerpo legislativo y jurisprudencia callejera.

Con el invento de la agricultura, los seres humanos se multiplicaron exponencialmente siguiendo el mandato de la Biblia y abandonaron una tradición errante de cuatro millones de años para crear plazas públicas y circos romanos donde aplaudir. En apenas un suspiro evolutivo hubo que sentarse junto a los miembros de otros clanes in agredirse con las cachiporras. Ahora el desconocido estaba ahí a todas horas, invadiendo nuestro espacio, haciendo cola en la panadería o pegando gritos a las cuatro de la mañana. O mirando de reojo a nuestras mujeres de la tribu... Un salto cultural que iba muy por delante de nuestra biología siempre recelosa.

Diez mil años después de haber abandonado el paraíso cazador y recolector, el ser humano se está volviendo medio loco en este mundo tan complejo y exigente, globalizado hasta reventar y vigilado por esos dioses rectangulares llamados teléfonos móviles. Porque somos muchos, y estamos todo el día en movimiento, yendo a trabajar o haciendo turismo, o pelando la pava en los restaurantes. Chocamos de continuo, nos incomodamos o nos peleamos, y los guardias de tráfico elegidos por el pueblo no dan abasto con sus silbatos.

Sobre esta neurosis moderna ha construido Larry David la sinagoga de su humor. Su serie es la disección descojonante de las mil reglas cotidianas que rigen nuestra convivencia problemática. “Larry David", en el fondo, es un Talmud andante que trata de hacer exégesis de las normas no escritas relacionadas con la buena educación. Larry -que se interpreta a sí mismo y pone carne propia en el asador- parece un plasta recalcitrante, un metepatas que no ve más allá de sus gafitas de intelectual, pero en realidad es un rabino muy sabio que trata de poner luz en este lío que se forma cada vez que salimos de casa y saludamos al primer vecino en la escalera.




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Amadeus

🌟🌟🌟🌟🌟

Según la teoría cinematográfica que sostiene Ignatius Farray en sus payasadas, “Amadeus” es una mierda de película porque en realidad su personaje principal no es Mozart, sino Salieri, y el título, por tanto, engaña al espectador con un truco publicitario. 

Siguiendo este razonamiento tan estúpido como interesante, “Amadeus”, para ser la obra maestra que otros decimos que sí es, tendría que haberse titulado “Antonio”, o “Salieri”, para ser justos con su verdadero protagonista y honrados con los espectadores. Hubiera sido una decisión más valiente, sin duda, más acorde con un guion que prefiere centrarse en el envidioso y no en el envidiado. En el malvado y no en el genio musical Pero también -todos lo sabemos- una apuesta de nulo recorrido comercial.

Pobre Salieri, ay, tan malparado ya para los restos, retratado para siempre en el lado oscuro de la Fuerza por ese F. Murray Abraham tan hijoputesco como efectivo. Qué cabrones, los austriacos, cuando poseyeron el norte de Italia y deslizaron la idea de que los italianos se merecían el yugo de su ejército porque eran unos bárbaros dañinos y envidiosos. De aquellos lodos imperiales vinieron luego estas leyendas que convirtieron a don Antonio en el autoproclamado Rey de los Mediocres: Salieri I, el monarca musical que representa a los artistas fracasados o desprovistos de imaginación. El único rey que yo reconozco con una rodilla hincada sobre la tierra. Su monarquía es la mía y la de tantos otros plebeyos sin talento.

Qué pensará don Antonio de las maledicencias del presente, allá en su tumba de Viena. Ningún dato histórico le condena más allá de unas cartas de Leopold Mozart que le acusan de envidiar mucho a su retoño. Lo normal, digo yo, en aquella corte imperial donde los músicos se navajeaban continuamente con la mejor de las sonrisas y la peor de las intenciones. Igual que hacen los cortesanos de hoy en día, los lameculos de los Borbones, que se arriman al poder para ganarse el pan y la inmortalidad haciendo reverencias y cogiendo la pole position a codazos.


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El nombre de la rosa

🌟🌟🌟🌟


El nombre de mi rosa, de mi primera rosa, fue curiosamente Rosa. Yo también la recuerdo -como Adso de Melk- entre las brumas de la edad, y los garabatos de mi pluma. 

A diferencia de él, yo no yací con ella en el refectorio de ninguna abadía. No yací con ella, simplemente. Luego es verdad que he yacido algo más que Adso de Melk -si nos atenemos a su propio testimonio, claro- pero tampoco nada del otro mundo, para qué andar con presunciones... Para nada la Babilonia de los grandes pecadores, ni la Gomorra que habitamos los vecinos de Sodoma. Para esto casi mejor haberme metido a monje, o a cura, como me aconsejaba mi madre, y haber desahogado las apetencias con el ama de llaves o con la señora que trae los pollos al monasterio. Fray Álvaro de León, además, hubiera sido un nombre de reminiscencias medievales muy digno de Umberto Eco y sus ocurrencias.

Qué más hubiera querido yo, ay, que yacer con el nombre de mi rosa. Pero ella -Rosa, ya digo-, mi Rosa intocada, mi Rosa de Iberia, no me hizo ni puto caso. Ella fue acaso mi primera rosa con espinas... Tampoco sé si estábamos los dos maduros para yacer, en caso de correspondencia por su parte. No es como ahora, que los chavales ya nacen aprendidos y siempre encuentran un escondrijo para relacionarse, y comprobar que las lecciones de anatomía que imparte el PornHub se ajustan a la verdad. Corría el año del Señor de 1985 y no estaban los hornos para bollos, ni las habitaciones para polvos. Yo sólo tenía trece años, y ella apenas quince, aunque fuera yo el que aparentara los quince, y ella los trece. Pero da igual: la inversión física no me salvaba de ser más joven que ella, apenas un chiquillo medio tonto con pantalones cortos, y por tanto insignificante, escarabajo de la patata, o escarabajo pelotero, yo que tanto le hice la pelota sin recibir el premio de su sonrisa. 

Rosa bailaba en la pista de la baby-disco y en cada uno de sus escorzos me clavaba su espina involuntaria. O voluntaria, a saber, porque siempre me pareció que su mirada, al no mirarme, estaba llena de desdén.






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The White Lotus. Temporada 2

🌟🌟🌟🌟🌟

La primera temporada no pude ni terminarla. No me interesaba ninguna de sus historias entrecruzadas. El que no era lerdo parecía un insustancial o hablaba por los codos. Ni siquiera la belleza de Alexandra Daddario me mantuvo pegado al televisor. Será que me estoy haciendo mayor y que el deseo catódico ya no es tan fuerte como antes, cuando bastaba un bellezón metido con calzador para mantenerme a pie firme en la batalla.

En la segunda temporada también hay una actriz de quitarme el hipo y dispararme la hipertensión, pero ese no es el tema y tal, que diría Luis Aragonés. Escaldado de la primera experiencia, yo era reacio a meterme de nuevo en el berenjenal plantado por Mike White. Pero el amigo insistía, y los premios llovían, y los de la Cultureta soltaban epítetos altisonantes... Así que poco a poco me fui animando. “Salvo la gorda -me dijo el amigo- no repite ningún personaje de la primera”. Y ahí ya di el paso definitivo.

Los títulos iniciales ya dejan muy claro que esto va de parejas infieles y de acechos sexuales. De hombres que anhelan y de mujeres que juguetean; de cabrones sin ética y de fulanas sin escrúpulos. La crisis de la pareja moderna, que diría un sociólogo invitado por José Luis Balbín. Cuando el conserje del hotel explica a los recién llegados la leyenda de la cabeza cortada ya te descubres morboso perdido y abducido sin remedio. ¿Qué cosa hay más interesante que los recovecos del deseo? El otro día le preguntaron a Manuel Vilas que por qué escribía siempre sobre el amor, a lo que él, un poco perplejo, contestó que no se le ocurría un tema más humano y más excitante. En todo lo demás somos como los animales, pero cuando los hombres y las mujeres se emparejan, sucede que la complejidad de sus sentimientos, sus vaivenes, su ética a medias sagrada y a medias inconsistente, nos convierte en unos seres la mar de interesantes.


En la serie nos recuerdan que los ricos también lloran por amor. Es un consuelo...  No es un consuelo, sin embargo, recordar que las personas en apariencia más superficiales y más bobas llevan dentro de sí la verdadera sabiduría.





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El gabinete de curiosidades: La autopsia

🌟🌟🌟

Yo tuve una vez relaciones psicosexuales con una mujer que creía en la existencia de los reptilianos. Los reptilianos son esos extraterrestres del planeta Lagartija que vienen a la Tierra de vez en cuando, se fabrican una piel sintética -o alquilan una piel natural- y echan a caminar por nuestro planeta dando el pego a los enamorados tontos y a los votantes de las democracias.

Ella, mi examante, traspasada por el rayo de la nostalgia, y también un poco por el rayo de la chotadura, me aseguraba que una vez se había acostado con un reptiliano en la capital del reino, en Madrid, que es donde suceden las cosas más extrañas y noticiables. Según ella fue una experiencia aterradora, pero solo al final, cuando tras el orgasmo intergaláctico descubrió en los ojos del maromo un brillo de sangre fría y muy poco sentimental. "Tuvo que ser la hostia el polvo aquel...", le decía yo siguiéndole la corriente. Pero ella -quién sabe si ella misma una reptiliana, a tenor de todo lo que vino después- callaba como guardándose un gran secreto erótico que recorre los mentideros de la galaxia.

Madrid -según asegura esa sociópata de Isabel Díaz Ayuso (¿otra reptiliana?)- es un paraíso emocional donde es casi imposible volver a cruzarte con tu ex pareja. Pero también es– y eso no lo dijo en aquel mitin de su partido- el lugar más propicio para tener encuentros indeseados con los extraterrestres. Qué iba a pintar un reptiliano, o un bichejo como este que aparece en “La autopsia”, en un sitio tan apartado como La Pedanía, a no ser que la nave espacial se averiara justo al sobrevolar estos parajes torcidos de Dios. Sería todo un espectáculo, ver a mis vecinos arracimados ante el OVNI escacharrado discutiendo si la culpa es del carburador o de la junta de la trócola, mientras el extraterrestre se escabulle entre las viñas esperando su oportunidad a la caída de la noche...


                                  


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A propósito de Llewyn Davis

🌟🌟🌟🌟🌟


El éxito se construye sobre una montaña de cadáveres. Lo que hay debajo de cada libro publicado, de cada película estrenada, de cada canción que suena en Spotify es un ejército de fracasados que murieron en el empeño. Algunos tropezaron y se clavaron su propia espada en el gaznate; otros, en cambio, fueron alcanzados por los francotiradores de la crítica, en todo el pecho, desde sus azoteas soleadas. Otros fueron víctimas del fuego amigo, o quedaron lisiados para siempre, o perdieron la paciencia y terminaron muriendo en el anonimato de las artes. Tumbas sin nombre. Todas las casas de los triunfadores se levantan sobre un cementerio de indios, como en Poltergeist. Cuando yo venda millones de libros y me construya el chalet de la hostia junto al mar, me informaré muy bien en los registros del ayuntamiento, no vaya a ser que...

Esto del fracaso lo cuentan -a su modo- los hermanos Coen en “A propósito de Llewyn Davis”. Y cuando digo “ a su modo” ustedes ya me entienden: nunca sabes si reír o si llorar. Y tampoco vale llorar de la risa, o reírte de la pena, a modo de terapia. Los Coen son unos narradores muy hábiles que todo lo dejan ahí, como esbozado, para que tú te montes otra película en paralelo. Yo les amo, pero otros les odian, y para la mayoría ni siquiera existen. Si preguntara en La Pedanía por los hermanos Coen no creo que nadie supiera responderme. Así vivo.

A decir de los entendidos, al pobre Llewyn Davis no le alcanza el talento. Pero es que la suerte, además, tampoco le sonríe. Todo lo que podría ser blanco le sale negro; lo par, impar; lo derecho, torcido. Se le cruzan gatos, se le cruzan tipos raros, se le enredan -o los enreda él- amores muy poco prometedores. Se le va la pinza, al final, harto de todo. Una vez le preguntaron al marqués de Del Bosque que cuál era el camino seguro para alcanzar el estrellato y él dijo, todo calma y mansedumbre, que no había recetas. Que estaba el talento, sí, pero también la disciplina, y por encima de cualquier otra consideración, la suerte. “Casi nunca llega el mejor de cada generación”, decía él, tan sabio. Es el consuelo que nos queda, a los morituri.



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El nombre de la rosa

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El amor, como cualquier ente con vida, empieza a degradarse -y realmente a morir- nada más nacer. Quizá por eso no hay amor más puro, más verdadero, que el que jamás llega a desarrollarse. El que no conoce el desgaste ni la erosión. El que nunca dudó, o discutió, o se tiró una sartén a la cabeza. El amor de una sola noche, o quizá ni eso: el que no alcanzó ni la conversación ni el acercamiento. El amor fugaz, pero poderoso, incontenible, tan intenso como un terremoto, que a veces nos sacude en la terraza del café o en la espera del semáforo. Amores que se ofrecen como novelas a punto de empezar, como películas que muestran su primera escena, pero que al final se quedan en nada, imposibilitados por la fidelidad debida, o por el miedo súbito, o por la pereza infinita de emprender una conquista de dudosa viabilidad e imprevisibles consecuencias. Amores de los que no llegamos a saber ni el nombre, como le ocurre a Adso de Melk en El nombre de la rosa, el franciscano que permanecerá toda su vida enamorado en los muchos monasterios en los que vivirá su voto de castidad y su dedicación a la lectura. Él nunca odiará a su rosa, ni recordará los malos momentos vividos junto a ella. Adso no conocerá la traición ni el engaño. Ni existirán los celos ni las humillaciones. La cuesta abajo del amor que se escurre entre los dedos...

    La sabiduría popular llama platónicos a estos amores inconsumados, aunque el de Adso de Melk, concretamente, tiene una consumación muy sentida en la cochambre de la despensa, entre olores a carne agusanada y verdura podrida. A estos amores habría que llamarlos, más doctamente, aristotélicos, porque se dan en potencia y jamás en acto, y esa enseñanza tan sólida del bachillerato se la debemos al estagirita, que además es el filósofo central de la película, el autor de ese libro maldito por el que los monjes de la abadía se dejan dar por el culo en la celda de Berengario, que es el guardián de los libros prohibidos por la Iglesia, y también de los libros vetados por Jorge de Burgos, que es un castellano recio, arisco, de poca broma, como el colesterol de los anuncios.




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El precio del poder

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Para quien esto escribe, no ha habido actor más grande que Al Pacino, ni actriz más bella que Michelle Pfeiffer. Y dirán las feministas: ya está el machista de siempre, alabando a los hombres por sus habilidades, y a las mujeres por su aspecto físico. Sí señoras: es lo que hay. Me domina el instinto, la impulsividad del homínido. Podría disimular, como hacen otros, y tirarme el rollo de que Michelle Pfeiffer es una gran profesional y tal y cual. Que además es cierto, porque Michelle, en sus años de tronío, fue un actriz inmensa y versátil. Pero se notaría el postureo, la corrección política, y me daría vergüenza leerme a mí mismo, tan falso y protocolario. 

            El viejo Al, y la dulce Michelle, son los protagonistas de El precio del poder, la orgía cocaínica y metrallética de Brian de Palma. La película ha resistido el paso del tiempo, y hoy, más de treinta años después, todavía se puede pasar una tarde cojonuda con ella, en compañía de Tony Montana y sus bigotudos secuaces. Mientras ahí fuera la niebla se apodera de La Pedanía, y las lechugas se amustian en los huertos, en el Miami de los cubanos siempre luce el sol, y todo resulta más excitante y entretenido. Para empezar las mujeres, claro, que allí siempre van en bikini y sonríen con picardía. Igualico que aquí, vamos.  

        El precio del poder es excesiva, violenta, grandilocuente, como escrita por Oliver Stone con tres rayas de coca en cada fosa nasal. Que es justo lo que sucedió, y yo acabo de enterarme. A los seguidores de Al Pacino nos chifla su Tony Montana, tan chuloputas y egocéntrico, quizá porque él es el reverso oscuro de nuestra propia debilidad. Dejando aparte la menudencia de que Montana es un psicópata de manual, algo en nuestro interior, muy sucio y primario, admira su hombría de macho alfa. Su par de cojones tricolores, uno cubano y el otro americano, pero los tres blancos, rojos y azules.

        Y luego está Michelle, claro, que con esos vestidos mínimos y esos maquillajes certeros es una mujer de quitar el hipo y no recuperarlo en años. Sin embargo, despojada de abalorios y pinturas, presentada al respetable en la escena de sus dudas, ya no te quita el hipo, sino el aire, y hasta las ganas de comer. La fruta desgrasada que uno tenía en el regazo se ha quedado ahí, durante largos minutos, preguntándose qué hacía uno con la boca abierta, que no comía.






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El gran hotel Budapest

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Las películas de Wes Anderson me producen disonancias cognitivas difíciles de conciliar. Existe un yo refinado que sí atisba la genialidad de sus propuestas, la originalidad absoluta de sus rarezas. Este inquilino de mi cabeza presiente que Anderson es un tipo distinto a todos los demás, con maneras de narrar nunca vistas en este salón. Pero mi otro yo, el cinéfilo de bar, el que demanda cinismo y carroña, se enfrenta a sus películas agitando las piernas con impaciencia, y consultando el reloj con excesiva frecuencia. Me gustaría amar a Wes Anderson como a los malabaristas del circo o a las patinadoras de Bielorrusia, pero el esfuerzo es terrible y muy poco gratificante. No soy capaz de encontrarle una sola pega a su última marcianada, El gran hotel Budapest, que tiene la gracia de una aventura de Tintín y el desparpajo visual de un niño metido a cineasta. La trama fluye, los actores cumplen, la extravagancia no molesta... Me gustaría, de verdad, entregarme al adjetivo grandilocuente, y al aplauso sin interrupción. Pero el otro yo que habita esta pensión se iba a mosquear mucho, y me iba a boicotear los escritos.  Este otro fulano no termina de verle la gracia a los experimentos. No se acomoda a estas sintaxis narrativas. El sentido del humor de Wes Anderson le entra por un oído y le sale por el otro. No le hacen gracia los chistes, y los actores le parecen amanerados y tontorrones. La paz de mi interior, la concordia de mis egos, el buen convivir de mi patio de vecinos, requiere que mi entusiasmo por El gran hotel Budapest sea reflejado aquí tibio y discreto. Como una señorita bien educada que aplaude tímidamente desde su palco.




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Poderosa Afrodita

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En Poderosa Afrodita, Lenny y Amanda adoptan un hijo de madre desconocida al que llamarán Max. Lenny es un afamado reportero deportivo; Amanda, una exitosa galerista de arte. Ambos son personas cultas e inteligentes, neoyorquinos de clase alta que viven en un céntrico apartamento repleto de libros. Max, sin embargo, exhibe una inteligencia impropia superior, de superdotado. Amanda acepta este hecho como un regalo de la fortuna, y decide no darle más vueltas, pero Lenny, intrigado, necesita saber. Cuando contempla los juegos de Max en el salón, una parte de él sonríe complacido, y otra rumia una duda que le carcome las entrañas. ¿De dónde habrá salido ese crío inteligentísimo? ¿Quién es la madre que lo entregó en adopción? ¿Quién es el padre que vive escondido en la mitad de esos genes prodigiosos? 

Si Lenny hubiese creído en el poder mágico de la educación, se habría atribuido el mérito de haber criado a un hijo tan inteligente. Cosa de poner música de Mozart a todas horas, de leer juntos los cuentos infantiles, de hablarle al chiquillo con un vocabulario amplio y una sintaxis impecable. Así piensan muchos de los padres que caminan orgullosos por el ancho mundo, presumiendo de hijos estudiosos, y de hijas brillantísimas. Así piensan, también, los padres apesadumbrados, culpados a sí mismos, a los que finalmente les salió un hijo medio bobo, carne de cañón en el mercado laboral, semianalfabeto y cariñoso. Lenny, en cambio, cree en la lotería vital de los genes. Se alegra de que Max sea un niño listo, pero no se siente partícipe de la fiesta. Al adoptarlo le regaló un hogar confortable, un buen colegio, una seguridad económica... Una familia que se preocupa por él. Son grandes cosas, desde luego. ¿Pero la inteligencia? Eso es otra cosa. Max la lleva cosida a los cromosomas; no tiene nada que ver con Lenny, ni con Amanda. Tendrían que encerrarlo en un sótano oscuro, aislado del mundo, durante años, para corromper sus facultades. Ser unos padres de película de terror, para cercenar el futuro espléndido que le aguarda. Sin embargo, en el polo opuesto de las atenciones, los efectos sobre la inteligencia son escasos. Lo que no da natura, tataratura. Como dice el periodista científico Matt Ridley en uno de sus libros: 

Los padres son como la vitamina C; siempre que sea apropiada, un poco más o menos no tiene un efecto visible a largo plazo”. 





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