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¡Qué verde era mi valle!

🌟🌟🌟🌟

Ni el valle es verde ni el cabello de Maureen O´Hara es pelirrojo. ¿Una estafa? Pues no: sucede que la película está rodada en blanco y negro y que los colores los tenemos que imaginar. Todos menos el gris de los cielos, y el negro del carbón, que serían los mismos en colorines. ¿Sería correcto colorear la película como proponía el archimalvado de Ted Turner? Mira...: al próximo que vuelva a insinuarlo lo metemos en el ascensor de la mina y lo dejamos a mil metros de profundidad hasta que rectifique su taradez.

Lo de que el valle no sea verde lo puedo perdonar; lo del cabello ceniciento de Maureen O’Hara ya no tanto. Yo también estoy enamorado de Angharad -no te jode- y no me gusta verla con el cabello apagado mientras ese pastor protestante la disfruta en Technicolor. Para él la explosión de la naturaleza y para mí la sombra en la caverna de Platón. No lo veo justo. 

Por lo demás, “¡Qué verde era mi valle!” es una película estimable, cojonuda, aunque no tanto como aseguran los johnfordianos. Hay cosas que conmueven y otras que ya producen un poco de rubor. Pero va, venga, peccata minuta.. Lo más fascinante -aparte de la belleza de Maureen O`Hara, a la que hoy no dudo en proclamar la mujer de mi vida- es esa manera de narrar que tenía John Ford. ¡Es la economía, estúpido!: contar cosas muy complejas en apenas tres planos encadenados, sin necesidad de rodar cosas dislocadas ni de acuchillarlas luego en el montaje.

La sangre de los mineros es roja como la bandera de la revolución, y aunque en la película parezca tinta de calamar, nos indigna del mismo modo al derramarse. El patriarca de los Morgan clama indignado: “¡Socialismo!”, cuando sus hijos le explican que van a montar un sindicato para protestar por el sueldo de mierda y por las condiciones indignas de seguridad. Pero el patriarca de los Morgan es un tipo muy simple que identifica el color rojo con el diablo. El tonto útil de los curas... Te pasas toda la película deseándole lo peor, aunque John Ford trate de vendernos su bonhomía. Pero al final llega el karma, o el mismísimo diablo, a poner un poco de calma en nuestros corazones.







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Cautivos del mal

🌟🌟🌟🌟

Hubo gente que nos quiso mucho y nos malogró. Y gente que no nos quiso nada y nos aupó. La caricia, a veces, nos tiró al suelo, y la zancadilla nos hizo saltar como Bob Beamon. Es todo un poco confuso... Recordamos con desagrado a la gente egoísta que sólo nos ayudó porque en el mismo esfuerzo se ayudaban a sí mismos. Personajes de nuestras pesadillas -maestros, amantes, jefes del trabajo- que al abandonarnos nos hicieron sufrir, y nos dejaron tirados con una cornada, o con un intento de renuncia definitivo. Pero luego, al revivir, comprendimos que gracias a su traición estábamos de pronto en un escalón superior, con cicatriz, pero rehechos, reforzados incluso, para volver a aventurarnos en la jungla de vivir.




    Cautivos del mal es un título resonante, difícil de olvidar, para nombrar una película en la que no hay ni cautivos ni malvado. Hay un tipo egocéntrico, eso sí, el personaje de Kirk Douglas, que partiendo de la nada se convierte en un productor de Hollywood que todo lo convierte en éxito y en taquillazo, como un rey Midas de California. Jonathan Shields es capaz de encontrar la flor del talento donde otros sólo ven cardos borriqueros, y así, fichando los jugadores que otros no quieren fichar, y encima a precio de saldo, va rodeándose de escritores que firman guiones enjundiosos, de directores que saben llevar el tempo de una historia. De actrices bellísimas que yacían en un charco de alcohol, en un basurero de autodesprecio, y que gracias a sus lisonjas mezcladas con gritos sacaron el orgullo, alzaron la cabeza y se plantaron ante la cámara para dar un recital de lloros y sonrisas. “¡Ahí queda eso, hijo de puta!”… Como yo, en aquellos exámenes de mi escolaridad, cuando clavaba los contenidos con una furia grafológica incontenible: “¡Ahí queda eso, so cabrón, o so cabrona…!”.

    El Jonathan Shields de Cautivos del mal es un tipo que va a lo suyo: al orgullo, al dólar, al autobombo. Pero yendo a lo suyo, te lleva consigo en su globo con vistas panorámicas. Cuando se cansa de ti te pone unas alas y te tira por la borda. ¿Es bueno, es malo? Es imposible de definir. Las películas antiguas no eran en blanco y negro, como suele decirse, sino en infinitos matices de grises. No eran así por casualidad cuando el color ya estaba inventado.



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