Kiss kiss bang bang

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Kiss kiss bang bang es una comedia de detectives que juro haber visto hace unos años, pero de la que no recordaba ni un solo argumento, ni un solo fotograma. Picado por el orgullo la he vuelto a ver esta noche, que ha sido, por añadidura, la primera noche del invierno, con el vaho en la ventana y la calefacción puesta a todo trapo. Una ocasión especial que otros años celebraba con una obra maestra, o con una película de postín, para darle la bienvenida a los pijamas gruesos y a las sopas calientes, que son el atrezo básico del buen cinéfilo apoltronado en el sofá. 

    Este año, sin embargo, el frío ha venido de improviso, indetectado por los telediarios, a eso de las nueve y media de la noche, como quien recibe la visita de un familiar que no nos anunció su llegada. He visto Kiss kiss bang bang sin ponerme las mejores galas, ni cocinarme el menú más apropiado, y eso ya me ha dejado algo descolocado. Al final, ha resultado ser una patochada con cierta gracia, nada más. Una de esas moderneces en las que el personaje principal habla directamente con el espectador para preguntarle qué tal le va, a ver si se va coscando de la trama.




            El narrador excéntrico es Robert Downey Jr., que es un tipo de expresividad peculiar que siempre cae bien en cualquier película. Por muy mala que sea la función, siempre está él, subiendo la nota, animando la fiesta, poniendo un mohín de ironía o de cachondeo. La chica de turno es Michelle Monaghan, y yo, incomprensiblemente, no la recordaba, porque mira que es guapa esta mujer. Michelle Monaghan casi me funde la pantalla cuando aparece por primera vez en Kiss kiss bang bang, porque mi televisor es HD, pero no Full HD, que todavía no se habían inventado cuando lo compré, o estaban carísimos por la época, y no tengo píxeles suficientes para recoger tanta hermosura y tanta sonrisa. Mi escuálido ejército de puntitos no daba abasto para configurar su piel y su carne, y por un momento la imagen tembló, y los píxeles titubearon, y Michelle Monaghan casi desapareció de mi vida, en una pérdida irremediable.  Demasiada mujer para tan cavernícola tecnología. 


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El consejero

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El consejero comienza con una escena de cama que parece suceder en el Cielo que nos aguarda. O que al menos aguarda a los fieles musulmanes de la yihad, con las vírgenes, y la gran orgía de las barbas y los velos, pero que nos han prohibido, ay, por haber nacido en estos pagos, a los que fuimos bautizados como católicos sin dar nuestro consentimiento. 

            Bajo unas sábanas blancas que parecen las nubes angélicas del feliz retozar, Michael Fassbender y Penélope Cruz se lamen los genitales arrancándose gemidos y promesas de amor eternas. No es, desde luego, el video amateur que alguien anónimo sube a los servidores del Youporn. Fassbender es un hombre viril y proporcionado, con pintaza de amante veterano y cumplidor. Y Penélope, como todos sabemos, es una mujer que anega los cuerpos cavernosos con sólo mirarla y verla sonreír. Quiero decir que el sexo inicial de El consejero es un softporn de muy alta calidad, muy bien rodado, casi como un HD de la misma página de Youporn, de esos que llaman Art Erótica o Passion Lovers, un clip muy estimulante que nos deja clavados en el sofá a ver si la cosa se repite. 


            Embriagado de amor, el personaje de Fassbender, que es el consejero que da título a la película, coge el primer vuelo hacia Ámsterdam para comprar un diamante que valga lo que valen esos orgasmos pletóricos. Un diamante de muchos quilates, purísimo, brillantísimo, pulido hasta la última micra detectable con el monóculo de los joyeros. Porque ella, Penélope, que lo vuelve loco en la cama, y es la envidia de los hombres en los restaurantes, se merece lo más selecto de la pedrería internacional. Pero el diamante, claro está, no lo regalan con las tapas de los yogures, y el consejero, que ejerce de chanchullero para un traficante del Río Grande, se deja enredar en un oscuro negocio para pagarse el caprichito. 

            Empieza bien, y tiene buena pinta, El consejero, pero sólo si le quitas el sonido, porque sus personajes, cuando abren la boca, pierden cualquier verosimilitud, y se convierten en recitadores de textos y prédicas que no vienen a cuento. Mientras follan, o disparan, o conducen los todoterrenos por el desierto, la cosa va bien, pero cuando hablan en las mansiones o en los aeropuertos se vuelven actores de teatro,  profesores de filosofía, curas subidos al púlpito. Parlotean como los personajes de las novelas, y el cine no es una novela. Existe una convención literaria y una convención cinematográfica, y el bueno del guionista las ha mezclado y confundido.  Los pocos diálogos que se entienden tienen sustancia, enjundia, un sentido gris de la existencia que a mí me seduce y me convence. Pero no pegan, no cuelan, están fuera de contexto. Lo del matarife recitando a Machado, o lo del joyero buscando la vida en el fondo de un diamante, da  un poco de cosa, un poco de repelús.




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American Graffiti


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Ahora que el niño duerme, voy a confesar que la mejor película de George Lucas no es La guerra de las galaxias, sino American Graffiti. Porque los cineastas, al igual que los escritores, suelen pergeñar sus mejores obras cuando escriben sobre lo que vivieron, en primera persona, aunque luego lo deformen en aras del drama, y le cambien el nombre a las personas reales. Uno no vivió los años sesenta en California, pero entiende que George Lucas está contando algo muy verdadero, muy personal, en estas aventuras nocturnas de los rapaciños al volante. American Graffiti es el retrato agridulce de su adolescencia, de cuando George rulaba por el villorrio buscando chicas para el magreo, y amigos para la cuchipanda, y hamburguesas para el body. De cuando dejaba atrás la felicidad despreocupada y encaraba la universidad, el futuro, el abismo. 

    Uno no tiene nada en común con estos americanos del rockabilly y los coches de James Dean. Nada salvo el gusto desmedido e insano por las hamburguesas bien grandes y grasientas. Uno creció en otro país, en otra época, casi en otro planeta, con los curas de León, sin coches que conducir, sin chicas que seducir, sin coleguis con los que emborracharse a los diecisiete años. Uno era más parecido a esos panolis que salen en El club de los poetas muertos, tan pulcros, tan estudiosos, tan presionados. Tan inmaduros. Pero uno, con esas salvedades, se reconoce en los personajes de George Lucas: el batiburrillo de hormonas, el miedo a crecer, la conciencia dolorosa del tiempo que se va. Hay temas universales que se comprenden en cualquier tiempo y en cualquier cultura. En esta galaxia y en otras muy lejanas, que luego imaginó George Lucas para convertirnos en frikis de por vida. 




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Todas las mujeres

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Hace cuatro años, en el canal de pago TNT, Mariano Barroso estrenó una serie titulada Todas las mujeres que solo vimos el Tato y yo. La serie era cojonuda, extraña, muy alejada de cualquier culebrón de los que copan el prime time. Un experimento ideal  para los paladares exquisitos de quienes apoquinamos un servicio. Pero la audiencia, al constatar que no había ni tiros ni persecuciones, ni psicópatas ni tías en bolas, decidió pasar del asunto. La serie pasó por TNT con más pena que gloria. Creo que luego la echaron por los canales convencionales, a altas horas de la madrugada, para hacerle la competencia a los adivinos tronados y a los anuncios del Whisper XL. El año pasado, en un intento de reflotar el invento, Mariano Barroso refundió los seis episodios en una película de estreno en salas comerciales. Le salió un largometraje de hora y media que ganó por fin varios premios y alabanzas, pero que se dejó en la sala de montaje otra hora y media de espectáculo actoral, y de diálogos impagables.


             Todas las mujeres cuenta las desventuras laborales y sexuales de Nacho, un veterinario que decide robarle cinco novillos a su suegro para venderlos de extranjis, y sacarse una pasta gansa para los vicios. Descubierto en el empeño, y antes de enfrentarse a la justicia de los picoletos, Nacho, que es un tipo solitario y sin amigos, tira de agenda para solicitar ayuda a las mujeres de su vida. Por su cabaña en el campo desfilarán esposa y amantes, madre y abogadas. Eduard Fernández se come las escenas a bocados, en una representación patética del cuarentón venido a menos, del macho hispánico que se descubre derrotado por la vida. Fernández es un actor bestial, brutal, de los que se vacía en cada película. De los que te crees a pies juntillas en cada gesto y en cada palabra. Yo he fundado un club de admiradores heterosexuales en este pueblo y de momento, conmigo, ya somos uno. 

    Las actrices que acompañan a Fernández en Todas las mujeres también le dan una réplica contundente. Hay entre ellas, además, para satisfacción del antropoide que ve conmigo la televisión, unos cuantos bellezones que alegran mucho la función. Aquí descubrí a Michelle Jenner teñida de morena antes de que las marujas interesadas en la Historia la conocieran teñida de rubia. Ahí conocí a esta actriz llamada Marta Larralde que siempre anda en series que no veo, y en películas que no descargo, como si los dioses de la cinefilia hubiesen decidido mantenernos en la distancia y en la incomprensión. Max, mi antropoide, al que muchos recordarán de otros romances anteriores, se lo ha pasado pipa con el espectáculo de Todas las mujeres. Al final de la función hemos aplaudido al unísono, pero creo que no hemos valorado las mismas cosas en la película de Barroso.




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La mujer invisible

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Charles Dickens tenía 46 años cuando una buena mañana entró sin llamar en los aposentos de su esposa Katherine y la descubrió desnuda en mitad de sus abluciones. No era costumbre, en la época victoriana, que los esposos se conocieran el cuerpo sin ropajes. Incluso los ayuntamientos carnales se hacían con los camisones puestos, interponiendo capas de lino entre las pieles pecadoras. Así que Dickens se quedó de piedra cuando descubrió aquellas lorzas desparramándose por los costados, unas sobre otras, como jardines grasientos de un zigurat babilónico. Katherine le había dado diez hijos en sus muchos años de matrimonio, y últimamente abusaba de las pastas y de los puddings en el té con las amigas. Esta Katherine descomunal se había comido a la dulce Katherine de los otros tiempos, de cuando eran jóvenes y se perseguían por los jardines; de cuando se rozaban las manos en la intimidad del dormitorio y un escalofrío de amor les obligaba a superponerse sobre el colchón para consumar el casto acto de la procreación. 

         No es que Dickens fuese precisamente un Adonis de las letras británicas, con esas barbas de orate y ese aspecto desaseado de los hombres decimonónicos, pero él era un hombre afamado al que sus lectoras agasajaban por doquier. Y así, de entre sus múltiples seguidoras, Dickens hizo pito pito gorgorito y convirtió en su amante a la joven Ellen Ternan, actriz de teatro aficionada que bebía los vientos por su literatura. En los retratos de la época, Ellen aparece como una mujer de rostro afilado, rasgos delicados y boca de fresa. No es una mujer fea. No, al menos, el monstruo que uno siempre espera en estos retratos del siglo XIX, con jóvenes que ya eran viejunas a los veinte años y maduritas que ya eran cadáveres antes de morir. Pero aquí, en La mujer invisible, que es la película que narra estas aventuras románticas de Charles Dickens, los productores prefirieron una belleza más rotunda, más moderna, que asegurase un mínimo en taquilla por si al final salía un muermazo de dormir a las ovejas. Como casi ocurrió... La actriz elegida para el papel se llama Felicity Jones, y no se parece en nada a la Ellen Ternan verdadera: sus gracias son los pomulazos, los ojazos, los labios voluptuosos. Véase que estoy hablando de una belleza superlativa, sobresaliente, de las de quedarte sin palabras en un blog. De las de quedarte, otra vez, enamorado de un holograma.




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Big Bad Wolves

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En algún sitio leí que Big Bad Wolves era, para Quentin Tarantino, la mejor película del año pasado. Y hoy, traicionado por este domingo sin fútbol que me devoraba el ánimo, me dejé llevar por la compulsión del cinéfilo y navegué por la costa de los bucaneros para robar una copia ilegítima. De haberme parado a pensar cinco segundos, sólo cinco segundos, me habría ahorrado este mal rato de aburrimiento argumental, y de snuff movie asqueante. Se me pasó, una vez más, que Tarantino es el hombre que come mierda y caga pepitas de oro. El hombre de la gran quijada siempre alimentó su cinefilia con el cine de peor calidad, con el más cutre, con el más desquiciado, con el que no tiene ni pies ni cabeza pero sirve para echarte unas risas con los colegas, o para achuchar a la novia en los momentos de gran susto. El aparato digestivo de Tarantino es único en el mundo, colocado del revés por un capricho genético irrepetible: lo suyo es comer mierda y luego defecarla en forma de platos exquisitos. A Quentin hay que seguirle en sus películas, que son casi siempre enjundiosas, y en las entrevistas, donde es un tipo original y divertido. Pero no, ay, tonto de mí, cómo pude olvidarlo, en las recomendaciones que hace para la peña.







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THX 1138

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En la sociedad futurista que George Lucas imaginó para THX 1138, los humanos son como abejas obreras encerradas en un inmenso panal. Todo el mundo viste con túnicas blancas, lleva el pelo rapado y vive en minúsculos apartamentos cerca del trabajo. No tienen más objetivo en la vida que trabajar, y que reponer fuerzas y energías para seguir trabajando. 

    Para que nadie caiga en la tentación del sindicalismo y pida un día libre a la semana, o una jornada laboral de ocho horas, las fuerzas del orden mantienen a la población drogada con pastillas. Los obreros han de seguir un régimen obligatorio a la hora de las comidas, y están controlados por funcionarios que cuentan las píldoras y monitorizan las ingestas. Es así como los mantienen en un estado ficticio de placidez, en el que nada se anhela ni se desea. Luego, por si las moscas, para detectar a los cripto-comunistas que se las guardan bajo la lengua y las escupen en el retrete, los obreros son electroencefalogramados en controles rutinarios o sorpresivos, para saber quién lleva las ondas cerebrales acompasadas y quién tiene la cabeza en otro sitio, imaginando liberaciones de la clase obrera y asaltos a los palacios de invierno. 

     Las relaciones sexuales están prohibidas con severísimos castigos. El sexo confunde y atonta; crea vínculos afectivos, ensueños idiotas, y la economía se resiente con tanta mandanga del corazón. Si la ciudad produjera pañales o chupetes ya sería otro cantar.  Los capataces cambiarían las pastillas por otras para que los obreros follaran como locos y dieran salida al stock de productos, produciendo clientes pequeñitos. Pero en esta colmena futurista sólo se fabrican robots-policías, que van armados con picanas y tienen un andar muy torpe. Unos auténticos inútiles con cara de metal y corazón de plutonio. 

            THX 1138, el personaje, es un obrero especializado que vivía feliz en su distopía laboral hasta que es expulsado del paraíso terrenal. LUH, que así se llama nuestra Eva del futuro, le cambia unas pastillas por otras para dejarlo turulato y poder acostarse con él. LUH va ciega de hormonas, quién sabe si por un error en su medicación, o si por un defecto genético en su cerebelo, aí que pito-pito-gorgorito, decide liar al pobre de THX para frotar carne contra carne, y pelo contra pelo. Nuestro héroe se lo pasa pipa en el primer revolcón, porque además LUH es una mujer hermosa de piel blanquísima y un mar infinito de pecas. Justo la mujer que a mí también me vuelve loco en esta distopía real del siglo XXI, donde uno vive igualmente drogado y esclavizado por el trabajo, y el pito tambièn se arrastra melancólico y mustio. 






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Lenny


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Hace cincuenta años, en Estados Unidos, y ya no te digo nada en nuestra España nacionalcatólica, los humoristas sólo podían contar chistes sobre suegras o sobre gangosos. Ninguna palabra soez estaba permitida en las ondas o en los escenarios. El sexo, como mucho, era eso, y las partes anatómicas, esto y aquello. En España bastaba con que aludieras al tema, sin mencionarlo siquiera, para que te agarrasen un par de guardias civiles, te soltaran un par de hostias en el calabozo, y luego te enviaran al cura castrense para ser recibido en sagrada confesión, ser absuelto de los pecados y volver al redil de los hijos de Dios. A la mañana siguiente regresabas a la vida civil con el ojo morado y el alma blanca lavada con Ariel. 

En Estados Unidos la libertad de expresión era mayor: podías usar eufemismos, circunloquios, sustituir los términos problemáticos por palabras inventadas. Pero si mencionabas la palabra prohibida, te podían caer meses e incluso años de cárcel. Un tipo como Louis C. K. llevaría varias cadenas perpetuas consecutivas. Antes que él, en los años 60, hubo un cómico pionero en violar estas normas que ahora nos producen la risa y la perplejidad. Se llamaba Lenny Bruce, y no se cortaba un pelo cuando salía a los escenarios. Hoy en día, sus monólogos serían apropiados incluso para los monaguillos, o para las amas de casa, pero entonces escandalizaban a las autoridades y a los comités de buenas costumbres. Lenny decía chupapollas, y coño, y hay que joderse, y el público, en los garitos nocturnos, se partía el culo mientras esperaba que la policía irrumpiera en cualquier momento. En Lenny, que es la película que Bob Fosse dedicó a su figura, asistimos al auge y caída de este peculiar personaje. De cómo saltó a la fama y de cómo arruinó su suerte en los enfrentamientos con la ley, y en sus problemas con las drogas. Lenny Bruce era un tipo impulsivo y libertino, de una lengua mordaz y de una inteligencia punzante. No era un simple provocador, ni un simple malhablado. 





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