Green Book

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En los viejos tiempos de la sabana, el lenguaje humano, que provenía del piar de los pájaros y del gruñir de los monos, alertaba del león que se acercaba y de la lluvia que sobrevenía. Servía para cazar el mamut en coordinación, y para comunicar que uno andaba enamorado de la señorita Mármol. Indicaciones básicas para la supervivencia. Pero luego, con la inflación del neocórtex, el lenguaje se hipertrofió, se fue por las ramas cuando nosotros ya habíamos bajado de ellas, y se convirtió en un parloteo de peluquería de señoras, o de taberna de paisanos. No existe otro animal en la Creación que necesite estar todo el tiempo hablando. Los chimpancés, los perretes, los pájaros del campo, pueden compartir la misma rama o el mismo jardín sin pronunciar ni pío ni guau. Sin embargo, el silencio que se instala entre dos personas se percibe como un retortijón, como una amenaza insondable, y no hay apenas amistades ni matrimonios que sobrevivan a ratos prolongados sin tener que soltar algo inaplazable.






    En Estados Unidos, en los años 60, un italiano macarra y un negro refinado apenas tenían nada que decirse. Los buenos días, si acaso, en la cola del pan. Y con las miradas tiesas, por si acaso... Vecinos de Nueva York pero extraterrestres de planetas distintos. Pero confinados en un coche que cruza el país camino del sur, ambos se convierten, a los diez minutos de arrancar, casi sin haber llegado todavía al puente de Brooklyn, en dos hombres estresados que no soportan el silencio. Hermanos de la desazón. Al principio prueban con la música de la radio para asesinar la inquietud, pero quien oye música en compañía termina hablando de música en compañía, y con ese pie, los buddy amigos pasan al tema del pollo frito, de la belleza del paisaje, de las anécdotas personales, y a medida que se adentran en los territorios de la vieja Confederación, Tony el guardaespaldas y Shirley el pianista construyen una amistad con los ladrillos de la cháchara, que son muchos, si la autopista es larga.