Primer

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Primer es una de las películas más fascinantes e incomprensibles que he visto en mi larga vida de culo sedentario. Su creador, Shane Carruth, es un coetáneo mío que aprovechó el tiempo de su juventud para hacerse ingeniero y matemático, y no como otros, que hemos dilapidado los cursos escolares persiguiendo balones de reglamento y amores imposibles. La verdadera pasión del señor Carruth era, sin embargo, hacer películas, porque él nació en un parto del que se aprovechó hasta la placenta, y en el año 2004, en el festival de Sundance, presentó una película sobre viajes en el tiempo que sólo él y sus compañeros de universidad podían entender y aplaudir. 

    Mientras escribía el guion, Shane Carruth debió de pensar lo mismo que dijo David Simon cuando la HBO, decepcionada por la baja audiencia de The Wire, le recriminó la complejidad de sus tramas: "Que se joda el espectador medio".




            Con Primer, desde luego, el espectador medio va bien jodido. Dos jóvenes americanos de esos que trastean en los garajes descubren, por pura chiripa, que han desarrollado una máquina para viajar en el tiempo. Un cacharro de planchas de metal y cables infinitos que les permitirá revivir los acontecimientos del día y alterarlos en su beneficio. El primer día, por supuesto,  Abe y Aaron ojean el índice Dow Jones, esperan unas horas y se introducen en la máquina para invertir un pastizal en las acciones más jugosas del día. Hasta ahí -y llevamos más o menos cuarenta y cinco minutos- el espectador medio no va demasiado jodido. Al contrario: asiste fascinado a la jerga técnica aunque no la comprenda del todo, porque intuimos que la cháchara sólo es el envoltorio pseudocientífico de esta idea genial. Los así menguados tampoco entendemos el funcionamiento de los microondas, o de los teléfonos móviles, y sin embargo les damos un uso diario sin saber nada de ondas electromagnéticas. Tampoco sabíamos cómo funcionaba la hipervelocidad del Halcón Milenario y nos quedábamos embobados cuando las estrellas se juntaban de golpe en el horizonte. 

   El problema de Primer viene después, cuando el señor Carruth decide que hay que soltar lastre de espectadores, y empieza a jugar con las paradojas temporales, y con las paradojas de las paradojas, las recontraparadojas. Abe y Aarón pierden el control de sus intenciones y empiezan a poblar el espacio-tiempo de clones que van tomando decisiones por su cuenta, y se monta tal galimatías, tal tifostio de Abes y Aarones que viene y van, traicionándose o contradiciéndose, que uno, de pronto, se acuerda de los José Aurelios y José Arcadios de "Cien años de soledad" que también enredaban lo suyo, si no ibas leyendo con suma atención, y tomando notas en un cuaderno aparte. 



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Caja de luz de luna

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En Caja de luz de luna, Al Fountain, que es un ingeniero industrial al que todo le sonríe en la vida, se enfrenta al espejo una mala tarde de verano y descubre, acongojado, que le ha salido una primera cana en el cabello, justo por encima de la oreja. Al es un tipo que ronda los cuarenta años, y debería estar preparado para este desenlace fatal de la melanina. Un trance que otros empezamos a sufrir a edades más tempranas, abrasados por el estrés y por la mala alimentación. No voy a decir que los canosos prematuros nos alegremos de las nieves prematuras , pero no montamos, desde luego, este dramón existencial que el señor Fountain desencadena en la película, y que sirve de hilo conductor para que los cuarentones reflexionemos sobre el devenir de la vida, y sobre la realidad lacrimosa de la decadencia. 





            Tengo que confesar que yo, lejos de entregarme a la depresión, celebré el nacimiento de mis canas como una oportunidad en el mercado de las mujeres, pues mis escarchas surgieron inicialmente en las sienes, y en pocos meses ya lucía esas patillas plateadas que algunas incautas confunden con la madurez, y con el buen juicio del portador. Así, felipegonzaleado, empecé a a notar que algunas hembras me miraban un segundo de más en las colas del supermercado, y en las barras de los bares, y aunque estas miradas nunca dieron paso a la conversación que precede a la aventura, porque la verdad es que tampoco está uno para glorias de rechupete, yo me sentía, por fin, después de veinte años de espera, un hombre objeto.

            Sí, amigos, es así de triste. Para mí, que nunca fui un triunfador, las canas no marcaron la frontera entre el éxito sexual y los primeros achaques de la pitopausia. Las canas dieron comienzo a mi pequeña edad de oro, de la que no he sacado gran partido, eso es verdad, porque pelean en mi contra otros graves defectos. Este blog, por ejemplo, que tampoco ayuda mucho a tal empeño, siempre al borde de la charlotada, de la exposición impúdica de mis entretelas.  Y es que salvando las sienes encaladas, no hay mucho más que ofrecer. Con la edad, mis miradas no se han vuelto más sabias, ni mis ademanes más contenidos, ni mis opiniones más moderadas. No he dominado mis impulsos, no he refrenado mis estupideces, no he sustituido la grasa por la finura, ni la torpeza por la mesura. Soy un adolescente atrapado en el cuerpo de un hombre maduro, y las mujeres más inteligentes lo saben, o lo adivinan, y me borran rápidamente de sus agendas mentales. Mis cabellos canos sólo pueden engañar a las más bobas, a las más superficiales, y a las mujeres que no deseo. Sea como sea, a mis canas les debo lo poco que conservo de mi orgullo masculino. Sin ellas ya no sería hombre, sino fantasma, pasado, premuerto. Gracias a que me salen cada vez más, y cada vez más lustrosas, todavía sueño y fantaseo. Al contrario que Al Fountain, nunca lloro delante del espejo cuando descubro una nueva.



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Otra Tierra

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En la película Otra tierra, un planeta idéntico al nuestro aparece de pronto en el cielo, con los mismos mares, los mismos continentes, la misma luna orbitando pesadamente a su alrededor. Los astrónomos de nuestro planeta, ahora rebautizado como Tierra 1, establecen comunicación por radio con los habitantes de la denominada Tierra 2, y comprueban, atónitos, que también las personas vivimos repetidas en el nuevo astro, con los mismos recuerdos, y con la misma voz que responde a las preguntas. Tierra 2, para bien y para mal, es la imagen especular de lo que ocurre en la Tierra 1, con el mismo Papa, la misma contaminación, la misma Charlize Theron dejando turulatos a los cinéfilos del ancho mundo.

            Tras conocer el hallazgo, mucha gente de la Tierra 1 vive presa de la inquietud y del miedo. La existencia de Tierra 2 implica que hace dos mil años también hubo otro Jesús predicando en otra Judea, con lo cual habría dos Hijos únicos del mismo Dios, o quizá dos dioses gobernando cada uno su dominio particular, al igual que los emperadores romanos se repartieron el Imperio de Oriente y el de Occidente. Tierra 2 es la negación de las Sagradas Escrituras, y el principio del fin... Otros terrícolas, en cambio, como Rhoda, la protagonista de la película, viven fascinados con la idea de viajar a Tierra 2 para encontrarse consigo mismos, en la cafetería duplicada de la esquina, y charlar con esa persona que comparte al cien por cien sus gustos e inquietudes. Una oportunidad única para conocerse a sí mismo,, por fin, en el sentido estricto de la expresión, sin necesidad de filosofías socráticas ni de libros de autoayuda. 




    Algunos científicos sostienen que en Tierra 2 suceden exactamente las mismas cosas que aquí, en el mismo orden causal y cronológico, y que, por tanto, existe otra Rhoda que también planea el mismo viaje hacia Tierra 1, con lo cual ambas coincidirían en el trayecto, y terminarían por chocar en mitad del espacio, tal vez para morir ambas en el accidente, o para fundirse molecularmente en una sola Rhoda verdadera. Pero hay un científico que aboga por la teoría del Espejo Roto, según la cual, en el mismo instante en que nosotros los vimos y ellos nos vieron, las líneas temporales gemelas se rompieron, y cada planeta tomó sus propios derroteros. Como en la película ya han pasado cuatro años desde el encuentro sideral, Rhoda,  arrepentida de sí misma y de su vida, sueña con conocer a la otra Rhoda que triunfó en los estudios, que conoció al chico adecuado, que no cometió el error imperdonable que cercenó sus sueños de raíz. Sueña, quizá, con presentarse en Tierra 2, asesinar a su doble afortunada y usurpar su vida como en La invasión de los ladrones de cuerpos, abandonando la triste existencia a la que ha sido condenada en Tierra 1.


            Como se ve, Otra tierra es una película de altos vuelos filosóficos, de profundos debates sobre la incertidumbre de ser uno irrepetible. A mí, personalmente, no me gustaría encontrarme con mi doble paseando por la calle. No sabría qué decirme, ni cómo saludarme. Si ya es un incordio hacerlo con el vecino, o con el conocido del bar, cuánto más fastidio sería toparse con nuestra viva fotocopia, que nos conoce al dedillo, que sabe nuestras flaquezas, que podría avergonzarnos con sólo tres ágiles estocadas del florete lingual. Pero claro: si yo le rehuyera, él me rehuiría también, pues ambos seríamos el mismo tipejo acobardado y tristón,  y nos haríamos los suecos para agachar la cabeza y torcer ligeramente hacia la derecha. Y luego, con un poco de suerte, no volver a encontrarnos jamás. 

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Boogie Nights

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Se ha puesto de moda, en las revistas de cine, preguntar al entrevistado por el alias que habría elegido en caso de haber trabajado en una película porno. Algunos improvisan cualquier chorrada para salir del paso, y disparan nombres sin gracia ni salero. Otros, en cambio, que tal vez han leído el cuestionario con anterioridad, y saben a lo que vienen, traen a la entrevista respuestas muy cachondas y muy bien pensadas. Yo también le dedico unos cuantos segundos a la pregunta, cada vez que me la topo, como si fuera el entrevistado molón haciendo promoción de mi película, pero nunca se me ha ocurrido una gracieta que dejara sonrientes a los lectores y seducidas a las lectoras. 

    Aunque Max -que es el antropoide que vive dentro de mí- desearía que yo me hubiese dedicado al noble oficio del bombeo seminal, uno, que es el homúnculo encargado de poner cordura en este gallinero de mis instintos, nunca se vio en semejante papel. Nunca hubo oportunidad, ni intención, ni centímetros suficientes en caso de haberse presentado al cásting en Madrid, que me imagino, que son allí. He de confesar, para los que leen mis escritos y piensan que soy un réprobo al estilo del Marqués de Sade, encerrado en este manicomio autoimpuesto de mi habitación, que ni siquiera he protagonizado uno de esos vídeos amateur que pueblan las páginas gratuitas en internet, una de esas cutreces con polvos llenos de pelos y lorzas disimuladas por las sombras. Para qué, digo yo, si no hay cuerpo que enseñar, ni gimnasias de las que presumir, ni técnicas novedosas que legar a las próximas generaciones de pornógrafos. 




Con estas consideraciones he ido rellenando las escasas distracciones que permite el ritmo endiablado de Boogie Nights, la película de Paul Thomas Anderson. Es imposible no verla sin que uno se pierda en estos enredos mentales, porque las neuronas espejo no descansan mientras la película está en marcha, y contemplar las tribulaciones de un actor porno e imaginarse uno de la misma guisa, puesto en acción, forman parte de la misma experiencia, de la misma conciencia, como sales indisolubles en el magma del pensamiento. Si Eddie Adams, el chico de los treinta centímetros de Boogie Nights, encontró su apodo sonoro en "Dirk Diggler", yo sigo sin encontrar el alias que hubiese hecho justicia a mis artes amatorias. Algo de un oso en invierno, quizá, por las grasas y por los pelos, pero no acabo de acertar con la sonoridad.
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Viva la libertá

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En Viva la libertá, Enrico Oliveri, que es el ficticio líder de la oposición italiana, sufre una crisis personal que lo llevará a desaparecer de la escena para refugiarse en París, de incógnito, en el apartamento de una ex amante de la juventud. Enrico, que es un político de la izquierda derrotada y derrotista, ya no sabe qué prometerles a sus votantes. Su propio discurso le suena cansino y apagado. Habla ante las multitudes o ante los miembros del partido y se le olvidan las palabras, o se le apaga la voz, desengañado de sus propios argumentos. Enrico, que ya peina canas y no tiene ni un pelo de tonto, sabe que la realidad es terca, que los votantes son volubles, que la izquierda que él representa está cargada de razones morales pero está condenada al fracaso, porque en Italia siguen mandando los curas, los banqueros, los berlusconis que siempre han sido y serán.





            Para que la opinión pública no sepa que este hombre ha desaparecido sin dejar rastro, sus colaboradores deciden llamar a su hermano gemelo para que lo suplante en las apariciones públicas, al menos durante unos días, hasta que se les ocurra una solución mejor. Giovanni, el hermano, acaba de salir del hospital psiquiátrico, y sufre un trastorno bipolar que trata con antipsicóticos. Aquí la película cobra vida, e interés, pues ya me estaba quedando dormido en el sofá. Giovanni, en su primera comparecencia ante los medios, dice varias cosas muy bien dichas, sentencias de sentido común que no son ni de izquierdas ni de derechas, sino la respuesta honrada y cabal a las necesidades reales de la gente trabajadora, parada, subcontratada, pensionada, explotada, marginada. Aunque luego muchos de ellos -alineados, engañados, estupidizados- voten alegremente por el partido de los ricos. Uno piensa, en ese momento de la película, que Viva la libertá va a convertirse en una soflama política de mucha enjundia y mucha actualidad. Pero las intenciones de Roberto Andó, guionista y director de la función, son muy diferentes. A diferencia de sus espectadores concienciados, él prefiere centrarse en los relatos íntimos y románticos. Cuando más interesante se pone la historia política del hermano loco, él decide llevarnos a París, a la ciudad del amor, para que conozcamos -y qué cojones nos importa- el pasado sentimental de Enrico el desertor. Para melancolías del amor ya tenemos otras películas, y otras obras poéticas.

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La mujer de rojo

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Este vicio pueril de ver películas horribles sólo porque la actriz de turno está más buena que el pan empezó, creo recordar, con La mujer de rojo, allá por las navidades del año ochenta y tantos. Antes de ver a Kelly LeBrock en la enorme pantalla del cine Emperador, mis amigos y yo nos habíamos enamorado de ella en los afiches de los Próximos Estrenos, y en los tráilers que pasaban continuamente por la televisión. Allí aparecía una mujer nunca vista por estos lares, perfecta en el rostro y en el body, la anglosajona perfecta que jamás veríamos por las calles frías del villorrio. La banda sonora de Stevie Wonder, que sonaba a todas horas en Los 40 Principales, nos hacía cierta gracia, pero no mucha, y sólo tarareábamos los estribillos más reconocibles en nuestro inglés macarrónico del instituto. Ai yast col tusei ailobiu, y fonéticas así, cantábamos.... 

    Nosotros fuimos al cine para ver a Kelly LeBrock, no para escuchar las canciones de Stevie Wonder en el caldo audiovisual donde fueron cocidas. Kelly era la estrella fulgurante del momento, la tía más buena del planeta, el sueño erótico de cualquier heterosexual criado bajo el yugo estético del imperio americano. Con un poco de suerte, si ella perseveraba en el oficio, y nosotros manteníamos la devoción, la señorita LeBrock se convertiría en el mito erótico de nuestra adolescencia entera y venidera. Ella reunía todas las bellezas necesarias para erigirse en nuestra diosa, en nuestra musa, en nuestra referencia definitiva para estos asuntos de la privacidad, como nuestros mayores se quedaron colgados de Sofía Loren, o de Ann Margret. Fuimos al cine para venerarla como a una virgen carente de virginidad, pues de rojo diabólico y fueguino vestía. 


 


         Luego resultó que Kelly LeBrock no salía gran cosa en la película, apenas tres apariciones en las que enseñaba piernaza y algún esbozo castísimo de su silueta pectoral. Ese malvado de Gene Wilder, que tenía pinta de ser un imbécil integral también fuera de los platós, había utilizado a nuestra amada como reclamo publicitario para hacer sus patochadas de caídas grotescas. Kelly LeBrock había sido reducida a un macguffin, a un instrumento, a un medio divino para la consecución de un fin terrenal. Un crimen, y un pecado, y una sinvergonzonería. Nunca más volvimos a ver una película dirigida o protagonizada por este panoli del pelo rizoso y la mirada licuada. 

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Supersalidos

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Que la vida social es una farsa ya lo sabían los antiguos griegos, y supongo que los antiguos sumerios también, como añadiría Javier Cansado. Desde que me levanto por la mañana hasta que llega la hora de la película, no dejo de interpretar este papel de cuarentón abrumado por la vida. Tengo, además, para mayor disimulo, unas sienes plateadas que los dioses me regalaron por un cumpleaños, y unas gafas de pasta que me hacen parecer más inteligente de lo que soy. Y este gesto adusto que algunos confunden con la profundidad de pensamiento, y que sólo es bostezo y ganas de salir pitando de la escena. Mis poses no provienen de  la maldad del narcisista, ni del cálculo del tramposo, sino del humilde anhelo de quien desea sobrevivir sin problemas, y que lo le dejen en paz el mayor tiempo posible. 




            Nunca salgo de casa sin llevar un juego completo de máscaras, porque cada contexto requiere de una farsa, de un papel concreto con unas líneas de guion determinadas. Las máscaras son un fastidio, y un esfuerzo, y no dejo de contar las horas que faltan para volver a guardarlas en el armario, junto a los calzoncillos y los calcetines. Sólo cuando llego al sofá nocturno puedo despojarme de ellas, y volver a ser el hombre de la expresión sincera y natural. En la soledad de la habitación nadie me observa ni me calcula. Sólo los dioses de Invernalia, a los que elevo de vez en cuando mis plegarias. A solas con mi película puedo volver a ser el imbécil genuino de toda la vida. El niño, el adolescente, el inmaduro, el mentecato. Me entrego a la función diaria con el alma limpia y el corazón en la mano, como se entregan las monjas a Jesucristo, o las chavalas al chico rubio del instituto. Mis reacciones ante lo que veo son las únicas sinceras de toda la jornada. Si alguien pudiera verme por el ojo de la cerradura, accedería de inmediato al sanctasanctórum de mis verdaderos pensamientos. Otros se muestran tal como son cuando follan, o cuando conducen, o cuando toman tres copas de más con los amigos. Yo sólo soy yo mismo con un mando a distancia en la mano, y unos auriculares bien calados en los orejones. 

Hoy, por ejemplo, si alguien hubiera escuchado mis carcajadas mientras veía Supersalidos, habría comprendido inmediatamente que el adulto de cuarenta y dos años vive fuera de la habitación, en el pasillo, o en la cocina, preparando la comida de mañana, holograma falsario de mi triste realidad, y que es el adolescente irreductible quien se lo está pasando bomba con los chistes de guarrerías y las caricaturas de los penes. Nada ha cambiado desde los tiempos de Porky's, de cuando iba con los amigos al videoclub para echar unas risas y ver alguna teta subrepticia. Supersalidos es un Porky's más trabajado, más ocurrente, pero en esencia sigue siendo el mismo humor simplón y deslenguado, colegial y cochinoso. Nadie cambia, nadie madura, nadie se mueve ni un centímetro de sus posiciones iniciales. Sólo aprendemos a fingir y a disimular, para que nadie se ría de nosotros. Eso también lo sabían los griegos, y los sumerios antes que ellos, apunta por aquí don Javier. 


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Lo mejor de Eva

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Una película que se titula Lo mejor de Eva, siendo Leonor Watling la actriz que encarna a la tal Eva, se presta a varios chistes que mejor me dejo en el tintero, no sea que caigan por aquí los pornógrafos de la 10ª Compañía Aerotransportada. No sé si Leonor Watling es realmente tan hermosa como la ven mis ojos, pero es que ella, en una coincidencia casi de realismo mágico, es el trasunto imposible de una chica a la que yo amé hace tiempo en el invierno adolescente de León. La primera vez que vi a Leonor Watling en una pantalla, comiéndose una naranja a la remanguillé en aquel camastro de Son de mar, llegué a pensar que era la misma chica, reencontrada al cabo de los años, que había dejado la provincia para hacer carrera de actriz en los madriles. Leonor y la señorita X  eran como dos gotas de agua, como dos hermanas gemelas. Al menos vestidas, porque luego, en el desnudo corporal, no me vi capacitado para comparar, ya que nunca tuve la suerte de ver a mi amada de tal guisa. Ella fue más platónica que aristotélica, más soñada que tangible. Tuve que investigar mucho en el internet cutrísimo de aquel año 2001 -sí, el de la odisea en el espacio- para comprobar que ambas no eran la misma mujer, y que yo no había estado a unas pocas dioptrías y a unas pocas tartamudeces de enrollarme con la mujer más interesante de España, y de parte del extranjero.




           Comprenderán ustedes, por tanto, que no puedo perderme ninguna película de Leonor Watling, aunque venga precedida de críticas terribles, de luces rojas de advertencia, como esta que hoy nos ocupa, que es un thriller prometedor que luego se despeña por los acantilados del erotismo más previsible y tontorrón. Curiosamente, mientras Leonor permanece embutida en su traje de jueza implacable, la película se hace más llevadera que cuando llega el desmelene y el despelote. En Lo mejor de Eva, para contradicción de mi deseo, es más seductora la maja vestida que la maja desnuda. Será que estoy muy colgado de esta mujer, y que mi afecto por ella va más allá de lo lúbrico y lo carnal. 

    Tanto la quiero, y tanto la respeto, que no voy a maldecir aquí su fallida película. Tengo todo el derecho del mundo a no declarar en contra de Leonor, como un marido suertudo que la acompañara de noche y de día. En lo que a mí respecta, Lo mejor de Eva, con todos sus defectos, es una puta obra maestra. Y que vengan a por mí, los puristas, que los voy a recibir a hostia limpia, como un Bud Spencer encorajinado. Al cinéfilo interior, que empezó a protestar cuando la película hacía aguas, lo tengo amordazado dentro del armario. Mañana lo dejaré suelto, para que siga escribiendo aquí sus intelectualidades que nada nos importan.


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