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Si yo quisiera abrir una librería en esta pedanía remota del ayuntamiento provinciano, los vecinos pensarían, simplemente, que me he vuelto tarumba. La última boutade del maestro que hace veinte años llegó de la capital. Me mirarían raro, pero me dejarían hacer. En el fondo no son mala gente: sólo extraños para uno. Y uno para todos.
Si yo quisiera abrir una librería en esta pedanía remota del ayuntamiento provinciano, los vecinos pensarían, simplemente, que me he vuelto tarumba. La última boutade del maestro que hace veinte años llegó de la capital. Me mirarían raro, pero me dejarían hacer. En el fondo no son mala gente: sólo extraños para uno. Y uno para todos.
El primer día se asomarían por curiosidad, sin poner los pies dentro del local, como si el suelo fuera a darles una descarga eléctrica. Como haría yo, sin ir más lejos, si alguien montara un sex-shop junto a la panadería de la señora Tomasa. Mi vecinos, por la librería, asomarían la boina, o la punta de la cachava, y me saludarían cortésmente antes de salir pitando a sus asuntos del regadío, o de la poda de los árboles. Quién coño iba a comprar un libro en un pueblo en el que nadie lee. En el que además no es necesario leer porque aquí triunfa la sabiduría ancestral del huerto cultivado, del árbol frutal, de las viñas que producen su uva con la regularidad de los siglos. Y buenos chalets que se gastan, y unos todoterrenos de la hostia, y unas motos del copón para los hijos, estos supuestos iletrados. Y buenos pisos para las hijas en la capital, y buenos ahorros para irse de mariscada quince días a Galicia cada verano. El dinero cae de los árboles por estos pagos y todo el mundo se siente satisfecho con la vida. No hace falta leer ningún libro para sentirse realizado. Para qué demonios los perifollos de los poetas, o los circunloquios de los filósofos. El último libro expuesto al público que se vio por estos lares fue la guía telefónica, de gran utilidad en aquellos tiempos de teléfonos sin agenda y sin internet.