1917
El imperio de la luz
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Me habían vendido -o quise comprar- que “El imperio de la luz” era una película sobre un cine similar al cine Pasaje de mi infancia, con su pantalla galáctica y sus butacones, sus porteros y sus acomodadores. El proyeccionista en la cabina y la fila para los mancos. Una historia sobre su gloria, su decadencia, su asesinato a manos de un centro comercial amparado por la ley.
Y así empieza, de hecho, la película, siguiendo a los trabajadores que lo ponen todo en marcha antes de abrir las puertas para que los cinéfilos, los aburridos, los que van a pasar el rato o a buscar el sentido de su vida, traspasen la puerta de esa quinta dimensión. Porque está el espacio-tiempo por un lado y el cine por el otro, que es una experiencia distinta y aún no descrita por las ecuaciones.
En esos prolegómenos yo siento una nostalgia que tiene muy poco de bonita y sí mucho de paraíso perdido. Mi padre era el portero de aquel cine de León que ya no existe, suplantado por un DIA, y yo era el hijo que entraba gratis a las sesiones, y subía a la cabina como el niño de “Cinema Paradiso”, y levantaba las butacas al finalizar la proyección para entregar los objetos perdidos y meterme en el bolsillo las monedas caídas -por las posturas, por los sobresaltos, por los escarceos sexuales- que nunca se devolvían. Porque las monedas pertenecían todas al rey, o a Franco, que eran los sátrapas que ponían su jeta para marcarlas. Y a esos, por mis muertos, y por orden soviética de mi padre, no se les devolvían ni los buenos días.
Pero esto, ya digo, es solo el principio. Una vez presentado el cine físico -que luego ya no es más que decorado- lo que queda son las aventurillas de sus trabajadores, que están más vistas que el TBO o producen vergüenza ajena. La prota es una esquizofrénica a la que el cine no le conviene mucho como terapia. Porque yo, al menos, sé dónde empieza la realidad y donde termina la ficción, aunque a veces las fronteras sean difusas y problemáticas. Pero esta mujer ha encontrado en el cine la disociación de su disociación, y así ya son cuatro, y no dos, las personalidades que ha de enfrentar Olivia Colman con su oficio de disociarse.
La solución final
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Los nazis eran unos sociópatas
siniestros. Pero eran eficaces de cojones. Eso no se puede discutir. Tampoco que
vestían unos abrigos de invierno estilosos y molones. Ahí marcaron tendencia. Puede que la
eterna fascinación del cine por los nazis tenga mucho que ver con su estética
negra, de cuero reluciente, que hacía el contraste perfecto con la nieve de los
campos.
Alguno dirá: pues al
final perdieron la guerra, tan eficaces como dices. Pero la perdieron no por torpes, sino por
iluminados. Con el rollo de la supremacía aria pensaron que jamás iban a perder
una batalla y abrieron demasiados frentes de combate. Eran ellos contra el
mundo, y al final el mundo les aplastó. Mientras
sus jerarcas vivían alejados de la realidad, aferrados a la ideología y a los
prejuicios, los funcionarios del Estado, los Eichmann y compañía, engrasaban la
maquinaria y mantenían el día al día de la guerra sin cuartel. Eran ellos los que tenían
los pies en el suelo y tomaban decisiones prácticas, ahogados por la economía
propia y por los bombardeos de los aliados, muy lejos de cualquier delirio megalómano.
En la conferencia de Wansee, estos funcionarios cuadriculados condenaron a muerte a millones de personas. En apenas dos horas, bajo la mirada gélida de Heydrich, que zanjaba cualquier conato de discusión improductiva, se coordinaron varias estructuras del Reich para proceder a la matanza sistemática de judíos: la Cancillería, los ministerios, los protectorados, las SS, el ejército... Al asco infinito que producen estos hijos de puta se superpone la admiración por su método de trabajo: no pierden ni un minuto, ofrecen números claros, aportan soluciones viables, no dejan que nadie desbarre, elevan protestas razonables... Son unos asesinos implacables.
Y yo, que estoy acostumbrado a las reuniones de mi colegio, donde todo es pérdida de tiempo y verborrea de verdulería, y lo que podría durar quince minutos se alarga una hora y pico sin llegar muchas veces a la solución, pienso que sería recomendable proyectar en la sala de audiovisuales “La solución final” no como “Jornadas de cine histórico”, sino como “Curso de gestión eficaz para la coordinación docente”.
El topo
No sé muy bien por qué, en la deriva ociosa de estos días, he terminado releyendo las viejas novelas de John le Carré y Graham Greene, ambientadas en los tiempos de la Guerra Fría. Quizá porque la Guerra Fría sigue sin descongelarse entre chinos y americanos, entre europeos del norte y europeos del sur, y en esta crisis las viejas tácticas de intoxicación y propaganda han vuelto a ponerse de moda, y se guerrea mucho más en los despachos burocráticos que en los cuarteles de la OTAN.
El discurso del Rey
Viendo la primera temporada de “The Crown”, tardé ocho episodios en encontrar un rasgo en la personalidad de Isabel de Windsor -una debilidad, un defecto, una menudencia del carácter- que me permitiera considerarla una igual, una hermana del sufrimiento. Algo que rasgara la cortina que nos separaba como plebeyo de España y como reina de Inglaterra. Acortar la distancia entre quien merece una serie de televisión por todo lo alto y quien, la verdad sea dicha, también se merecería al menos una miniserie, Álvaro Rodríguez, “The Clown”, pero por otras circunstancias tragicómicas que ahora no vienen al caso…
Fuera de juego
Decía Bill Shankly –o dicen que dijo- que el fútbol no era una cuestión de vida o muerte, sino algo mucho más importante. Quizá exageraba, el viejo Shank, pero no demasiado. El fútbol nos impregna, nos define, nos atraviesa de la cabeza a los pies, como un rayo vallecano, o de otro sito.