Ártico

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Si yo, en una aventura improbable -que podría ser que la mujer de mi vida fuera finalmente lapona, o groenlandesa, viviera aislada en un iglú, y yo tras conocerla por internet, e intercambiar muchos besos virtuales, no tuviera otro remedio que sacarme el título de piloto y volar a su encuentro con una avioneta que sobrevolara los hielos mientras yo ardo de deseo en la carlinga- si yo, digo, terminara aterrizando de emergencia en mitad del Ártico a cien kilómetros exactos de donde Jesucristo perdió el mechero, y tuviera que empezar a ingeniármelas para sobrevivir con las cuatro chocolatinas que iban en la guantera -¿hay guantera en los aviones?- y poner en marcha el aparato de radio para que vinieran a rescatarme -yo que me lío incluso con el mando a distancia de la tele-, lo más seguro es que terminara convertido en fiambre congelado a los pocos días del accidente, torpe, impaciente, abrumado por la fatalidad. Perdería el primer día cagándome en todo, incluso en lo más sagrado, allí que no hay nadie para condenar tales juramentos, y en ese esfuerzo inútil de arreglar cuentas con el destino se me irían un porrón de energías. Al día siguiente, como Mads Mikkelsen en la película, recordaría que bajo el hielo ártico no hay tierra, sino mar, y que por allí pululan peces con una capa de grasa que los protege de la congelación. Improvisaría una caña con los cachivaches del avión y me pondría al asunto, usando de cebo a saber qué, porque moscas y gusanos no forman parte de la fauna polar, y sólo la fortuna de un primer pez que se abalanzara sobre el anzuelo desnudo me otorgaría medio pescado para comer y medio pescado para usar como carnaza. Sería un buen comienzo, sí, pero resulta que yo nunca he pescado, ni cazado, que jamás he practicado nada relacionado con la supervivencia en la naturaleza, yo que siempre he preferido el supermercado, y el frigorífico, el lado comodón de la vida. Algo se torcería en la pesca, y algo se jodería en la radio, y la ventisca pertinaz impediría que me sobrevolaran los rescates, y si encima, como sucede en Ártico, tuviera que hacerme cargo de una mujer también estrellada con su avión -quizá otra usuaria de Meetic que también vino a conocer a su lapón, o a su groenlandés, harta ya de los machos ibéricos- la situación ya se volvería inmanejable para este bloquero tan inútil como poco aventurero.




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La invasión de los ladrones de cuerpos

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Tuvo que ser por 1981, o por 1982, pero un lunes por la noche, eso seguro, porque era el día que mi padre tenía su día de descanso, y era costumbre en mi casa cenar todos juntos frente a la tele, viendo una película en el salón, en la mesa redonda que no estaba hecha para dar gusto a todos, unos cenando frente a la pantalla y otros torciendo tanto el cuello que al final de la película te daba la tortícolis, o la tontícolis, que decía mi padre, todo el puto día quejándoos…

    Los lunes por la noche, en La 2, que entonces llamábamos la Segunda Cadena o el UHF, -que a mí aquello me sonaba a nombre de equipo nórdico, el UHF Goteborg o el UHF Oslo- Chicho Ibáñez Serrador emitía películas de miedo en Mis terrores favoritos, clásicos que el mismo prologaba con unas performances que vistas ahora parecen algo ridículas, sentado en un sofá y acariciando un gato, hablando con el acento malvado de los archienemigos de James Bond.  A mi padre le pirraban aquellas películas en blanco y negro porque las había visto en su juventud, en los cines de León, o ya de mayor, en el mismo cine donde trabajaba 6 días a la semana, fines de semana incluidos, que nosotros jamás conocimos lo que era el domingueo o el viaje al pueblo de vacaciones.



    Dado que nosotros vivíamos tres pisos por debajo de la antena colectiva, y que a decir de los técnicos no podíamos ver el UHF porque los de arriba nos “chupaban” la señal, mi padre improvisó una antena que consistía en un aro de cobre insertado en un bloque de mármol que vivía a la intemperie, en el poyete de la ventana, para captar los electromagnetismos que luego en la tele se convertían en películas como La invasión de los ladrones de cuerpos. A mí, a esa tierna edad de 9 o 10 años, las películas de Chicho me producían luego pesadillas en la cama. Esa noche, la de los ladrones de cuerpos, creo que fue la primera de mi vida que pasé en vela, antes de las depresiones y los desamores, convencido de que si me dormía, aunque sólo fuera un instante, la vaina que sin duda latía bajo la cama daría a luz a mi sustituto, un Alvarito Rodríguez idéntico a mí, con sus gafas y su tontuna, pero no yo, el de verdad, el que quería seguir viviendo aunque a la mañana siguiente hubiera que ir la colegio, un chaval que sería fagocitado, o disuelto, o sacado por la ventana camino del cementerio, eso no se sabe muy bien, porque en la película, que es un clásico, pero es cutre a más no poder, tampoco explican las cosas con mucha coherencia.



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Moonrise Kingdom

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Hay dos razones por las que me gusta mucho Moonrise Kingdom sin haberme gustado nunca, especialmente, Wes Anderson, que es un director tan rarito y original que a veces me cuesta mucho seguirle, y no sé muy bien en qué tono cuenta sus historias, si con la ternura del humorista chorra o con el humor del sensiblero avergonzado.

    El primer mérito de Moonrise Kingdom es que sus protagonistas, Sam y Suzy, son dos rapaces que vienen a ilustrar una teoría que yo expongo mucho por los bares, a los amigos, y por los foros de internet, a los amores imposibles: que la madurez no es un rasgo de carácter que se aprenda o que se adquiera con el tiempo, sino que viene inscrito de algún modo en el código genético. Hereditario pues. La gente nace madura o no nace tal, y punto. Y a quien Dios se la da, San Pedro se la bendice. La gente que asegura haber madurado tras los golpes de la vida y los infortunios del destino, en realidad está descubriendo una madurez que ya preexistía, quizá escondida en algún sitio, o se está engañando a sí misma, y cree poseer una madurez que en realidad no va a disfrutar jamás. Mi teoría, por tanto, asegura que hay niños de doce años como Sam y Suzy que tienen las cosas muy claras, el aplomo y el coraje, y también tipos como yo que, con treinta y cinco castañas más en el cesto, todavía no acierta a desenredar sus propios pensamientos, ni a convertirse en hombres de acción.



    La otra razón por la que me gusta mucho Moonrise Kingdom es que la película, contada en sinopsis, es la historia de un chico gafotas y torpón que en el momento más bajo de su autoestima, harto ya del campamento de los Boy Scouts y de las humillaciones continuas que allí son costumbre, conoce a la chica de sus sueños. Pero lejos de ser rechazado, y de sufrir una nueva humillación -esta más dolorosa todavía-, ella, Suzie, que por su belleza había nacido destinada a ser la novia del matón oficial, o del guaperas picaflor, le corresponde con su amor en una fiesta de los sentimientos. El problema es que ambos se han enamorado como adultos antes de tiempo, justo al borde de la edad reproductiva, y mucho antes de la independencia económica, y eso, claro está, trae conflictos irremediables.


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Del revés

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Del revés… Los chavales se lo pasaron en grande con la película, las piruetas y los hostiones, y además aprendieron algo de psicología con los colorines de las emociones básicas, y los mapas del tesoro donde se esconden los recuerdos. Pero todo ello subliminalmente, claro, con mucha maestría de los guionistas, y del director, que en Pixar siempre fueron muy hábiles para esas cosas, porque si los chavales llegan a enterarse de que estaban en el cine aprendiendo cosas de clase, en su tiempo sagrado del asueto, hubieran quemado las butacas con los mecheros que guardaban en los bolsillos. O eso es, al menos, lo que hacían los cafres de mi barrio, a su edad…  



    A su lado, mientras tanto, los padres y las madres se tomaban el título como una alegoría de su propia vida: del revés el matrimonio, el sueldo, la lorza que se expande. El reloj de arena, volteado otra vez, que va desgranando la arena finita, tic, tac… El título arraigó, hizo fortuna, y ahora mismo, en las redes sociales del amor, hay muchas mujeres que lo han adoptado como nombre de guerra, Del Revés, o Delrevés. En la bocana de los cuarenta años, o ya amarradas a esa edad, te cuentan sus divorcios, sus ataduras, el derrumbe de sus ilusiones… Están tal cual, del revés, dadas la vuelta, como noqueadas, como cuando te despiertas de una pesadilla muy convulsa y apareces con los pies en el cabecero de la cama, y la cabeza donde los pies, sin saber muy bien que autobús onírico acaba de atropellarte.

    Yo también estoy del revés, por supuesto, igual de cuarentón y de derrumbado, y aunque por las mañanas todo aparece en su sitio, y el espejo no desmiente la estructura, yo noto el vuelco en las tripas, que jamás han vuelto a su posición natural, con el píloro en el cardias, y el cardias en el píloro, haciendo una digestión inversa de la contrariedad, y del terror a la soledad. Y claro, así tengo el plexo solar, que es el vecino sensible del chalet pareado, todo el día irritado, en tensión, generando eso que ahora llaman el estrés emocional, y que toda la vida fueron las angustias y las flojeras. Las que trae el desamor.


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Lluvia negra

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Y tras la explosión de Little Boy sobre Hiroshima -y los muertos desintegrados, los muertos abrasados, y los muertos que se murieron un rato después- vino la lluvia negra, la lluvia radioactiva que cayó sobre Hiroshima y tres días más tarde sobre Nagasaki, porque los americanos, ya se sabe, tuvieron un par de huevos para lanzar las bombas atómicas sobre la población civil, uno para cada una, que además, si lo piensas bien, los artefactos, tenían la forma de sus cojonazos alimentados con mantequilla de cacahuete, descolgándose sobre los tejados...

    Los habitantes de Hiroshima que vivían alejados del centro no perecieron al instante, ni sufrieron graves heridas o quemaduras, pero quedaron contaminados con las partículas que caían del cielo, una mezcla de hollín, isótopos y restos humanos. Don Mariano, el nuestro, transustanciado en Marianiko Rajoyochi, ministro del Interior de Japón, hubiera dicho que llovían “hilillos de plastilina” muy fina, imperceptibles, y muy sanos para la salud, además. Propaganda roja y tal…  Años después, los hiroshimitas más desafortunados empezaron a sentirse débiles, a resentirse de todo, a padecer bultos y tumores. La radioactividad mata despacio, como la pobreza, o como la soledad, y a veces, como ellas, te va pudriendo por dentro sin que casi te des cuenta.



    Yasuko es una joven en edad de merecer, guapa, muy educada, con ese punto siempre tan erótico de las japonesas delicadas,  y su tío anda buscándole marido entre los jóvenes más prometedores de su generación. Pero Yasuko, ay, estuvo expuesta durante días a la lluvia negra, y aunque los hombres que la pretenden no piensan demasiado en esas cosas, porque cuando la ven pierden el oremus y lo único que quieren es llevársela a la cama, los suegros potenciales nunca ven claro el matrimonio, porque temen que ella sea infértil, o que vaya a dar a luz un recién nacido deforme, con cuatro dedos, como los habitantes de Springfield, Los Simpson, y sus vecinos, que no por casualidad también viven pegados a una central nuclear.



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El Infierno (El Narco)


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En algunos sitios la película se titula El narco, y en otros, El infierno. El mismo amigo que me la recomendó, en la terraza del bar, dudaba entre ambas referencias, y fue todo un descojono vernos a los dos, ya cuarentones largos, sacando nuestros móviles para permanecer varios minutos en silencio, como adolescentes con acné, enredados en la búsqueda. Mi cuate y yo somos así, adoptados digitales, que no nativos, y a veces nos hacemos un lío con las herramientas de búsqueda. Pero al final dimos con el quid -que en México dirían que dieron con la chingada- y por títulos distintos caímos en el mismo paraje donde los narcos se acribillan en el infierno, que de ahí el doble sentido de todo.



    Benny García es un pobre diablo que de joven se marchó a Los United a fabricarse una fortuna, engañado por la publicidad, pero en veinte años de exilio ilegal jamás pasó de los oficios subalternos. Corre el año 2010 y Donald Trump es sólo un millonario bocazas que vive en su torre de Nueva York, pero Benny huele la tormenta, los malos tiempos, y decide regresar a su terruño a ver si encuentra una chamba con la que ganarse la vida dignamente. Pero en todo desierto, ay, existe un diablo de la tentación, y aquí, entre los cactus y las rodadoras, al bueno de Benny se le aparece su cuñada, viuda de su hermano muerto en las balaceras. La Cuñada -que ni nombre tiene en la película- es una mujer bellísima, bronceada, de pechos suculentos, y contra todo pronóstico se queda prendada de Benny, que no tiene ni media hostia, bajito y bigotón como el Sam Bigotes de Bugs Bunny. En las alegrías del orgasmo, Benny le promete el oro y el moro, el futuro reconquistado en Los United, la salvación del chamaco del sobrino, que ya anda enredado en asuntos callejeros con pistolas que no disparan de fogueo. Pero claro, en el Infierno sólo hay un modo de conseguir el dinero necesario para huir: enrolarse en una banda de narcotraficantes, una elegida al azar, la del amigo Cochiloco por ejemplo, y allí ir ascendiendo en las graduaciones del oficio, desde recadero primero a matarife mayor…



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La voz más alta

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Roger Ailes fue, para entendernos, el Jiménez Losantos del Partido Republicano. El hombre con aspecto de batracio y mirada de lobo que hizo de Fox News su criatura, su rancho, y también su lupanar particular. Y por ahí, por la boca del pene, murió el pez. Los dioses justicieros tendrían que haberle condenado por dejarnos en herencia a Donald Trump, al que Ailes sacó de las sombras de los mentecatos de la tele, de los millonarios sin escrúpulos, para convertirlo en presidente de los Estados Unidos, y en digno candidato al verdadero Damien Thorn anunciado en La Profecía, pero con el pelo teñido de naranja, y los tres seises de la bestia tatuados en el culo. Ailes, como Losantos, como cualquier gurú del conservadurismo, sabía que el cuerpo electoral es básicamente estúpido, miedoso, poco formado, y que bastan dos slogans machacones y tres consignas patrióticas para que la gente vote en contra de sus intereses, y prefiera que el rico siga expoliándole a tener que compartir el consultorio médico con un negro, o a que le toquen dos duros más del bolsillo para tener que reformar ese mismo consultorio. La gente es así, básica, primaria, de poco pensar, siempre con prisas, y  Ailes sabía que la doctrina que endilgaban sus “informativos” entraba mejor si la leía una mujer guapa, al estilo que gusta en América: rubia, de labios carnosos, y pechos altivos. Un poco como hacen aquí en los informativos de La Sexta, que siempre, desde el nacimiento de la cadena, presenta una mujer de bandera para endilgarnos ese progresismo que sólo es fuego artificial y nada de barricada. Me imagino -porque si no el tándem terrible de Ferreras y Pastor ya lo hubieran denunciado- que en La Sexta, más allá de una decisión empresarial, de marca, de lucha despiadada por el share, todo transcurre con absoluta corrección. En el despacho de Ailes, en cambio, el abuso, la amenaza, el intercambio de sexo a cambio de favores, fue práctica habitual durante años. Bastó que una mujer valiente, que ya estaba hasta los cojones de ser manoseada y violada, se dejará caer al vacío de una demanda con pocos visos de prosperar, para derrumbar en su caída a la siguiente mujer, y esta a la siguiente, en un juego de fichas de dominó que finalmente terminó con Roger Ailes, obligado a renunciar, acallado, muerto al poco tiempo en el ostracismo.



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Alanis

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Alanis es una prostituta de bajos vuelos que vive en el piso cutre de la madama, en el barrio periférico de Buenos Aires. El Paraíso, como se ve, queda bastante lejos de esta película… Alanis es la chica más joven y guapa del plantel, la Pretty Woman del cotarro, pero la clientela dista mucho de parecerse a Richard Gere -ni siquiera a un Richard Gere nacido en la Pampa que fuera como Ricardo Darín o Darío Grandinetti- así que vive resignada a su destino de prostituta profesional, desfogando al virgen, al infiel, al gordinflón, al asqueroso en general. Es improbable que un millonario montado a caballo venga a rescatarla del oficio, y a ella, la verdad, dentro de la sordidez, tampoco le va mal: con el sudor de su esfuerzo paga los derechos habitacionales, hace buenas migas con sus compañeras, y su hijo chiquitín -de padre que ya no sabe o no contesta- se va criando sin mayores traumas dentro del puticlub. Otra cosa será cuando el chaval se haga mayor, a ver quién se lo explica, pero mientras tanto aún quedan muchas tripas que convertir en corazón, allá en el camastro...



    De hecho, cuando una redada policial da al traste con el negocio -porque la Policía de Buenos Aires, al parecer, no se deja sobornar con una buena mamada- Alanis comprende que la vida siempre puede ir a peor, por muy desafortunada que una se crea. Condenada a vagar por las calles, con el teléfono móvil retenido, Alanis tendrá que pedir techo a las viejas amistades, y seguir trabajando a la intemperie para poder alimentar a su retoño. Pero si el puticlub era sórdido, la calle es, directamente, la puta jungla, y allí te puede ocurrir cualquier desventura. Y a Alanis le suceden unas cuantas en su vagar con el bolso al hombro: el hijo de puta -valga la redundancia- que no te paga el servicio, o la rival que defiende su territorio con uñas y dientes muy literales… Cuando el paraíso perdido de la protagonista es volver a las condiciones iniciales de la película, te das cuenta de que sigue habiendo gente muy jodida, muy humillada, en este mundo.


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