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Fargo. Temporada 4

🌟🌟🌟🌟


Al final todo el mundo se muere. Es impepinable. Fargo, en eso, es un reflejo de la vida. Lo que pasa es que en Fargo, en cualquier temporada, todo el mundo se muere antes de tiempo, barrido por un huracán de violencia. Llega un estúpido, o un psicópata, o simplemente se conocen dos personas que no deberían conocerse, y todo el ecosistema se desequilibra, se derrumba, y termina por extinguirse hasta el Tato, depredadores y depredados, hasta que sólo quedan las señoras que miraban por los visillos.

    En el mejor episodio de la cuarta temporada, un tornado de las planicies de Norteamérica se lleva al pistolero malo y al pistolero bondadoso, los dos juntos en el azar de una ventolera. En otras temporadas de Fargo, era un OVNI el que interrumpía la acción para impartir justicia en forma de suerte, como un crupier supertecnológico de Las Vegas. Parece una gran gilipollez, pero no lo es. El tornado y el OVNI son metáforas de la potra, de la casualidad, de la flor en el culo, perfumada o venenosa.  En eso Fargo también es como la vida: el mérito no pinta gran cosa, y la moral muchísimo menos. El 99 por ciento del éxito consiste en estar en el sitio adecuado, en el momento justo, con la jeta que se requería. Lo mismo para el amor que para el trabajo. También vale para llevarte el último iPod que quedaba en  la tienda.

    La cuarta temporada de Fargo decidió alejarse geográficamente de Fargo, a ver qué pasaba, fuera del calorcillo del hogar, y ha salido una trama pues eso, un poco gélida, un poco desabrida. Esta vez, el espectador medio, el que decía David Simon que se jodiera si no tenía paciencia para esperar un desarrollo, ha tenido que disfrazarse del santo Job, a ver a dónde iba tanto personaje principal y secundario. Tanto tipo guadianesco también. Los dos últimos episodios lo han dejado todo atado y bien atado, como no podía ser menos, en ese generalísimo de las series que es Noah Hawley. En el remate del último episodio ha tendido incluso un puente con la segunda temporada... Hubo gente en internet que lo vio venir. Yo nunca me cosco de esas cosas.




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Moonrise Kingdom

🌟🌟🌟🌟

Hay dos razones por las que me gusta mucho Moonrise Kingdom sin haberme gustado nunca, especialmente, Wes Anderson, que es un director tan rarito y original que a veces me cuesta mucho seguirle, y no sé muy bien en qué tono cuenta sus historias, si con la ternura del humorista chorra o con el humor del sensiblero avergonzado.

    El primer mérito de Moonrise Kingdom es que sus protagonistas, Sam y Suzy, son dos rapaces que vienen a ilustrar una teoría que yo expongo mucho por los bares, a los amigos, y por los foros de internet, a los amores imposibles: que la madurez no es un rasgo de carácter que se aprenda o que se adquiera con el tiempo, sino que viene inscrito de algún modo en el código genético. Hereditario pues. La gente nace madura o no nace tal, y punto. Y a quien Dios se la da, San Pedro se la bendice. La gente que asegura haber madurado tras los golpes de la vida y los infortunios del destino, en realidad está descubriendo una madurez que ya preexistía, quizá escondida en algún sitio, o se está engañando a sí misma, y cree poseer una madurez que en realidad no va a disfrutar jamás. Mi teoría, por tanto, asegura que hay niños de doce años como Sam y Suzy que tienen las cosas muy claras, el aplomo y el coraje, y también tipos como yo que, con treinta y cinco castañas más en el cesto, todavía no acierta a desenredar sus propios pensamientos, ni a convertirse en hombres de acción.



    La otra razón por la que me gusta mucho Moonrise Kingdom es que la película, contada en sinopsis, es la historia de un chico gafotas y torpón que en el momento más bajo de su autoestima, harto ya del campamento de los Boy Scouts y de las humillaciones continuas que allí son costumbre, conoce a la chica de sus sueños. Pero lejos de ser rechazado, y de sufrir una nueva humillación -esta más dolorosa todavía-, ella, Suzie, que por su belleza había nacido destinada a ser la novia del matón oficial, o del guaperas picaflor, le corresponde con su amor en una fiesta de los sentimientos. El problema es que ambos se han enamorado como adultos antes de tiempo, justo al borde de la edad reproductiva, y mucho antes de la independencia económica, y eso, claro está, trae conflictos irremediables.


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María Antonieta

🌟🌟🌟🌟

La primera vez que vi María Antonieta, la película de Sofía Coppola, me llevé un cabreo monumental porque a los espectadores se nos hurtaba el final de esta gran pija que fue reina de Francia, o de esta gran reina que fue pija de Francia, lo mismo da. ¿Para qué hacer una película sobre María Antonieta si al final no se hace pedagogía de su vida? ¿Para qué meterse en estos perifollos de los cortesanos si no es con la intención de ridiculizarlos, de ponerlos a parir, de sentir la conciencia de clase bullendo en nuestra sangre?  

Diez años antes, en esa película olvidada que es Ridicule, Patrice Leconte nos había mostrado la maldad, el egoísmo, la estrechez de miras de estos personajes y personajas que sostenían el entramado del Antiguo Régimen. Frívolos, malévolos, supersticiosos, dañinos, indiferentes al sufrimiento de todo aquél que no perteneciera a su estirpe. Así era la nobleza –no muy diferente de la de ahora- que Leconte retrataba sin piedad, con estilo refinado y puñetero. Sofía Coppola, en cambio, en su película de vívidos colores y músicas del pop, se limitaba a filmar el dispendio, el privilegio, la vida disipada. Un videoclip sobre los borbones en el palacio de Versalles. No había intención crítica, ni propósito aleccionador, ni rastro de moraleja.



         Hoy que la he vuelto a ver, quizá porque me pilla de otro humor, quizá porque mis razonamientos han salido por otro lado, veleidosos y nunca congruentes, he comprendido el punto de vista de la hijísima de don Francis. ¿Quién era, después de todo, María Antonieta? Una niña alejada de la realidad que se crio en un palacio de Viena y a la que, con catorce años, envían a Francia para desposarse con el Delfín, tomando habitaciones en un palacio todavía más grande y luminoso. Una frívola educada en la frivolidad. Una manirrota enseñada en el dispendio. Una caprichosa consentida en todos sus deseos. Una reina de su tiempo que saltando de jardín en jardín jamás coincidió con un vasallo muerto de hambre, con una madre ajada de niño desnutrido. María Antonieta era una muñeca de carne y hueso preservada en sus castillos de jugar y reírse. Una pobre imbécil, o una pobre desinformada, según se mire. El primer hombre desdentado y sucio que vio en su vida lo conoció camino del cadalso, cuando ya era demasiado tarde para comprender, o para apiadarse de los menos afortunados. 



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Academia Rushmore

🌟🌟🌟

Me sucedió ayer con Suspense. Y me ha vuelto a suceder hoy con Academia Rushmore. Nada que no sea la belleza de las actrices acude a estos dedos que teclean, a esta mente veraniega que se me ha quedado en blanco, despojada del espíritu literario, abrasada, resudada, incapaz de articular un discurso coherente, responsable con mis escasos -pero eximios- lectores. El crítico de cine se ha ido de vacaciones, cansado ya de perorar en el desierto, y ahora ocupa su lugar el sátiro de agosto, que sólo se fija en las mujeres -y no en las actrices, machista y avergonzado-, buscando resquicios de carne, puntuando los rostros bonitos, haciendo memorias y estableciendo listas de preferidas. Debe de ser Max, el entrañable antropoide que vive en mi patio interior, que aprovecha mis siestas para encender el ordenador, y que anda priápico perdido, jugando a todas horas con la careta del carnero.


Hoy he descubierto que lo que hace años me pareció incomprensible, o absurdo, en Academia Rushmore, ahora me resulta familiar, extrañamente personal, como si repensar mi propia adolescencia ya no fuera una tarea farragosa y doliente. Como si hubieran cedido algunas reticencias, y se hubiesen abierto algunas compuertas. Daría para mucho escribir, este redescubrimiento de la propia adolescencia en la figura de Max Fisher, alumno gafotas y solitario, enamorado contumaz de la chica equivocada e inaccesible. Daría para hablar del paso de la edad, del proceso de aprendizaje, de los traumas que se quedaron y los traumas que se fueron curando. Pero ya digo que nada crítico o ilustrado sale estos días de mi redactar. Academia Rushmore, en manos de otro cinéfilo más inquisitivo, de otro literato más arrebatado, daría incluso para una novela que continuara las andanzas de Max Fisher. Yo, en cambio, me he pasado la película entera amando a Olivia Williams cuando salía en pantalla, y echándola de menos cuando no estaba, y los pensamientos profundos, que los tuve, se han ido diluyendo en este magma espeso del deseo, que borbotea y aúlla, y se regodea. Una vergüenza de comportamiento; un descontrol del raciocinio; un ejemplo más de que esto va camino de convertirse no en un diario personal, ni en un dietario de cinéfilo, sino en la consigna rutinaria, a medias poética y a medias marrana, de mis amores por las mujeres virtuales y preciosas, como Olivia Williams, en aquella flor de su edad.




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