Ártico

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Si yo, en una aventura improbable -que podría ser que la mujer de mi vida fuera finalmente lapona, o groenlandesa, viviera aislada en un iglú, y yo tras conocerla por internet, e intercambiar muchos besos virtuales, no tuviera otro remedio que sacarme el título de piloto y volar a su encuentro con una avioneta que sobrevolara los hielos mientras yo ardo de deseo en la carlinga- si yo, digo, terminara aterrizando de emergencia en mitad del Ártico a cien kilómetros exactos de donde Jesucristo perdió el mechero, y tuviera que empezar a ingeniármelas para sobrevivir con las cuatro chocolatinas que iban en la guantera -¿hay guantera en los aviones?- y poner en marcha el aparato de radio para que vinieran a rescatarme -yo que me lío incluso con el mando a distancia de la tele-, lo más seguro es que terminara convertido en fiambre congelado a los pocos días del accidente, torpe, impaciente, abrumado por la fatalidad. Perdería el primer día cagándome en todo, incluso en lo más sagrado, allí que no hay nadie para condenar tales juramentos, y en ese esfuerzo inútil de arreglar cuentas con el destino se me irían un porrón de energías. Al día siguiente, como Mads Mikkelsen en la película, recordaría que bajo el hielo ártico no hay tierra, sino mar, y que por allí pululan peces con una capa de grasa que los protege de la congelación. Improvisaría una caña con los cachivaches del avión y me pondría al asunto, usando de cebo a saber qué, porque moscas y gusanos no forman parte de la fauna polar, y sólo la fortuna de un primer pez que se abalanzara sobre el anzuelo desnudo me otorgaría medio pescado para comer y medio pescado para usar como carnaza. Sería un buen comienzo, sí, pero resulta que yo nunca he pescado, ni cazado, que jamás he practicado nada relacionado con la supervivencia en la naturaleza, yo que siempre he preferido el supermercado, y el frigorífico, el lado comodón de la vida. Algo se torcería en la pesca, y algo se jodería en la radio, y la ventisca pertinaz impediría que me sobrevolaran los rescates, y si encima, como sucede en Ártico, tuviera que hacerme cargo de una mujer también estrellada con su avión -quizá otra usuaria de Meetic que también vino a conocer a su lapón, o a su groenlandés, harta ya de los machos ibéricos- la situación ya se volvería inmanejable para este bloquero tan inútil como poco aventurero.