Baron Noir. Temporada 1

🌟🌟🌟🌟

La idea que subyace en cualquier serie que cuente los entresijos de la política, es que el votante medio es una persona medio idiota y manipulable. Un desinformado que si escucha el discurso correcto en el momento adecuado, saliendo por la boca de un candidato prediseñado, será capaz de votar en contra de sus propios intereses. Porque en verdad no se entera, o no quiere enterarse, o no lee la prensa, o si la lee no profundiza en lo que pone. Mochufa, que diría el otro... Y lo más triste es que esto no es una cosa de la ficción, de Baron Noir y otras por el estilo, sino realidad palpable y doliente cada vez que llega el momento de ir a votar. Los votantes, tomados así, en general, como masa amorfa, somos lemmings estúpidos que cada domingo electoral nos ponemos en fila delante del acantilado para suicidarnos.



    Philippe Rickwaert, en Baron Noir, es el demiurgo político que todo lo que toca lo convierte en corrupción, o en mentira, o en traición al compañero que ya no sigue la estrategia. Ante el dilema maquiavélico de elegir entre el fin y los medios, Rickwaert no pierde ni una décima de segundo en considerar tal majadería. En un aula de Filosofía o de Politología, él podría pasarse horas debatiendo sobre el asunto, si fuera menester, pero ahí fuera, en el barro de la política, peleando cada hueso con los otros perros del callejón, el fin lo es todo, y el medio no conoce moral.

    La dualidad que seguramente parte el alma de Rickwaert no es ésa, sino la contradicción de servir a la clase obrera sabiendo que la clase obrera es de natural poco instruida y visceral, y que en su mayoría no votan al Partido Socialista para construir un mundo mejor y más justo, sino para ver si ellos les sufragan la compra de un Audi, y la posesión de un chalet, como sus vecinos más ricos que votan a la derecha. Y que si la cosa viene torcida, y el socialismo se va por peteneras, no van a dudar ni un minuto en votar al Frente Nacional de los Le Pen, aunque está en las antípodas de la moral. El verdadero drama de Philippe Rickwaert es el de seguir siendo un socialista de verdad en un mundo lleno de socialistas de mentira. Y tener que dejarse las pestañas, y la honradez, para que no se vayan a comprar a la tienda de al lado productos peores, y hasta nocivos para la salud.



Leer más...

Sinceramente Louis CK

Hace unos meses, en la radio, le escuché decir a Juan José Millás que las personas no envejecen gradualmente como si bajaran una rampa, sino que lo hacen descendiendo escalones, de tal modo que un día te las encuentras y están como siempre, o de puta madre, y al mes siguiente te las vuelves a encontrar y ya cargan con los años que estaban esperando que una desgracia, o que una enfermedad, les abriera la puerta del castillo.



    Yo mismo, no hace mucho, me miré un día ante el delator y me vi de golpe con los casi cincuenta años que me corresponden, arrugoso, canoso, desmejorado, cuando el día antes todavía lucía un rostro que aún se podía presentar en sociedad. Y más aún: ayer me reencontré con el cómico Louis C.K. después de dos años de ostracismo y es como si a él le hubiera caído encima una década completa. Supongo que es el castigo que los dioses le enviaron... Yo le tenía mucho cariño a este hombre. Me reía mucho con sus ocurrencias porque es el tipo de cachondo que siempre me seduce, jugando con los límites, con la provocación, con la ofensa a los ofendiditos… Una de sus vetas preferidas, de la que extraía chistes y anécdotas sin fin, era su virtuosismo con la masturbación, y mira tú por dónde, por la polla murió el pez, masturbándose donde no debía, y ante quien no se atrevía a denegárselo.

    Louis C. K. reconoció los hechos, desapareció tras la cortina y todos sus admiradores, sorprendidos y defraudados, asumimos que el tipo había cumplido su periplo profesional. ¿Borrar su serie del disco duro del ordenador? Eso nunca. Pero verla, a modo de homenaje, tampoco. Sin embargo, ayer descubrí en internet que había vuelto a los escenarios con un monólogo titulado “Sinceramente Louis CK” y me picó la curiosidad. Y por qué no decirlo: una cierta melancolía. Me noté incómodo durante los diez primeros minutos. Como si yo no debiera de estar ahí, en el sofá, riéndole la gracia al personaje. Pero luego me fui diluyendo en las sonrisas, y luego en las carcajadas, porque el tipo sigue en plena forma, y al llegar al minuto 50 de la actuación, cuando ya sólo quedaban diez para el final, Louis empezó, de verdad, a sincerarse... Pero a su modo, claro, con ironías, autoironías, cilicios entre disculpas. Había mujeres entre el público que se partían de risa con sus tonterías. ¿Justifica eso que los hombres ya podíamos liberarnos de la vergüenza de sonreír? No lo sé. Ha sido todo muy confuso. ¿Los amigos dejan de ser amigos cuando hacen cosas terribles?



Leer más...

Vidas rebeldes

🌟🌟🌟🌟

Vidas rebeldes cuenta la historia de tres hombres que quieren tirarse a Marilyn Monroe. Como cualquier hombre heterosexual en 1960, supongo, americano o extranjero. El problema es que ninguno de estos tipos sabe lanzar la pelota como Joe DiMaggio, ni sabe escribir libros profundos como Arthur Miller, ni, por supuesto, dirige los destinos de la nación desde el Despacho Oval con una sonrisa Profidén. Gay, Guido y Perce -que ya tienen, de partida, unos nombres poco glamurosos para conquistar a este bellezón- son tres vaqueros que se ganan la vida como pueden, tres inadaptados sin afeitar en los desiertos de Nevada, que es el título original de la película, The Misfits, y no esta gilipollez que le pusieron en el mercado nacional. Tres excombatientes de la vida, y de la guerra, que cuando conocen a Marilyn Monroe -porque Norma Jean, en la película, hace de sí misma sin mucho disimulo- se ponen como tontos, como muy poéticos y excitados, y tratan de camelársela cada uno con sus virtudes y sus imposturas.



    El que parece llevarse el gato al agua es Gay, porque Guido es tan feo que luego hizo de feo oficial en El bueno, el feo y el malo, y Perce, el pobre, aunque es el más joven y guapo de los aspirantes, lleva tantas hostias en la cabeza, de otras tantas caídas en el rodeo, que a veces confunde a Marilyn Monroe con una vaca, o con un cactus del desierto, lo que ya es mucho confundir. Pero Gay, que se parece mucho a Clark Gable entrado en años, esconde cierta afición por cargarse a todo bicho viviente que se mueva por las cercanías, lo mismo simpáticos conejos que caballos salvajes, y Marilyn, que siente aversión por los machos armados con escopeta, comprenderá demasiado tarde para el amor, pero no demasiado tarde para salir corriendo, que Nevada sigue siendo el Far West sin civilizar, el confín todavía no hollado por los hombres sensibles y románticos.

    (Si todas las películas antiguas terminan siendo, con el paso del tiempo, una captura de fantasmas, The Misfits es quizá la sesión espiritista más famosa del celuloide. Una verdadera película maldita. Todos ellos, salvo Eli Wallach, se murieron poco después, o se fueron matando ya sin remedio, y casi conmueve el alma verlos ahí todavía, tan frágiles, pero todavía vivos).


Leer más...

Huérfanos de Brooklyn

🌟🌟🌟

Hay tres tipos de películas de detectives. En las primeras, por las argucias de la narración, el detective va acumulando certezas mientas el espectador permanece in albis, y la gracia consiste en ir pedaleando para no quedarse descolgado como un ciclista gordo, y llegar a la resolución del caso con un ¡oh! de admiración en el resuello.  En las segundas, y gracias a las trampas del guion, es el espectador el que camina sobre seguro y va desvelando los secretos mientras el detective -generalmente un panoli, o un cegarato, o un empalmado enamorado de la mujer fatal- va dando palos de ciego y se rasca la cabeza que lleva bajo el sombrero. Aquí la gracia consiste en ir riéndose un poco de él, muy ufanos en el sofá, como comadrejas astutas de toda la vida, hasta que el pavo por fin alcanza nuestra iluminación justo cuando ponen el The End.



    El tercer tipo de películas, que son las más chapuceras, o las más experimentales, o las dos cosas a la vez, son aquellas en las que el detective y el espectador van juntos de la mano en su ignorancia, y a veces salen obras maestras de la hostia y a veces tostones incomprensibles que te quitan las ganas de reincidir en el género durante meses. Huérfanos de Brooklyn -que es una traducción idiota del título original, “Huérfano de Brooklyn”, el apodo del protagonista- es una película de este tercer tipo, caótica, descabalada, como un puzle de 1000 piezas reconstruido por un niño de dos años que no sea un superdotado.

     Huérfanos de Brooklyn dura demasiado, se pierde en tontacas, se le notan mucho las referencias… Pero al principio sale Bruce Willis, y te alegras un montón con el reencuentro, y luego toda la película la lleva Edward Norton haciendo otra vez de tarado, como en El club de la lucha, y eso ya te predispone para bien, y luego sale Alec Baldwin, que impone, y Willem Dafoe, que ya resucitó tras lo de El faro, y hasta sale Omar, el de The Wire, el cara-rajada, tocando la trompeta como un ángel negro caído del cielo, en el club de jazz. Y si fueran otras, las jetas, la película sería para olvidar nada más terminar este escrito, pero así, con esta pandilla, con estos amigos de toda la vida, uno no acaba de atreverse a dar la tarde por perdida del todo.



Leer más...

Ema

🌟🌟🌟

Desde el día en que un niño gitano -por la porfía de un gol dudoso en el descampado- me lanzó una maldición que yo en principio me tomé a broma porque soy racionalista y descreído desde niño, vivo lastrado por varios males de ojo que me hacen la vida muy atravesada y a veces casi imposible. La gente piensa que soy un maniático, pero todas las cosas que denuncio son reales, verificables, y me pasa como a la gente que ve fantasmas o que avista OVNIS, que pasa por loca cuando en realidad sufren una maldición que tal vez ya ni recuerdan, o que ni siquiera oyeron, entre el ruido infernal de la feria de su pueblo.




    Ahora, por ejemplo, que es tiempo de vacaciones, cualquier lugar que yo elija como refugio será azotado por un calor insoportable, aunque la publicidad venda el destino como 100% libre de sol y "free melanoma". Podría ir al Polo Norte y se derretiría en las dos o tres semanas que yo pasara allí, perseguido por el Sol que siempre va suspendido sobre mi cabeza, geoestacionario, alvarostático. Damocles, le llamo yo, en este colegueo veraniego que me persigue desde la adolescencia. Donde yo voy nunca llueve, nunca refresca, se mueren las plantas de sed y los gatos de insolación, y para no liarla parda, y no acelerar el cambio climático de un modo peligroso, prefiero quedarme en latitudes de andar por casa, cantábricas, o atlánticas gallegas, para que estas comunidades se quiten la mala fama de estar siempre lloviendo, y soplando la galerna. Debería cobrarles, a los hosteleros, y a las consejerías de turismo, por mi presencia que atrae a los bañistas, y no al revés, ser cobrado por ellos, como es habitual, y a veces de un modo abusivo.


    La otra maldición que me persigue en vacaciones es que, vaya donde vaya, sea hotel, hostal, piso de lujo o piso de mierda, siempre hay un vecino loco que se pasa los diez o quince días de mi estancia dándole al martillo. Un pedazo de cabrón que me ve llegar desde su ventana con la maleta y el perrete, y decide, inspirado por mi triste figura, empezar a colocar el parqué, o realicatar el baño, o, simplemente, darle al martillo por diversión, o para hacer bíceps, y ahorrarse las mancuernas.

     Hoy he tenido que ver Ema, la película de Pablo Larraín, con las ventanas abiertas por el calor, y con un par de tapones en los oídos, por el vecino, y entre eso, y que en los arrabales de Valparaíso hablan un castellano que no es tal, sino un dialecto reguetonés masticado entre chicles, he de decir que no me he enterado prácticamente de nada. Bueno sí, de una cosa, que en realidad ya sabía: que el sexo es el motor del mundo, el arma definitiva, y que quienes niegan tal evidencia son como zorras despreciando las uvas de Samaniego.



Leer más...

El faro

🌟🌟🌟

Todavía hoy, cuando me preguntan qué quiero ser de mayor, respondo que farero, que es un oficio que siempre me sonó a misantropía, y a lejanía de los humanos. Vivir a orillas del mar, en el acantilado, donde sólo se aventuran los turistas despistados, y las furgonetas que traerían los víveres a mi puerta. Me gustaría ser farero, sí, si todavía estoy a tiempo, y quizá en mi calidad de funcionario aún pueda hacer una promoción interna, o convalidar estudios, o presentar una instancia ante mis superiores, no sé, algo así, aunque perteneciendo a la Junta de Castilla y León -que sólo tiene mares de cereales y océanos de secarrales-, veo difícil que me ubiquen en un faro que ilumine a los navegantes.



    Me cuentan, de todos modos, los hombres y las mujeres de la mar,  que los faros ya no son como los de antes, como los de la película insólita de esta tarde. Que ya funcionan casi solos, con muy poco mantenimiento, y que el Ministerio de Costas y Faros ya no paga a funcionarios para que vivan en ellos tumbados a la bartola casi todo el día, leyendo, fumando, dando paseos melancólicos, con la única tarea de cambiar la bombilla cuando se funde y de sacarle brillo a los cristales. Y me embarga, de nuevo, cuando escucho esas noticias, la sensación de haber nacido tarde, fuera de época, porque también me hubiera gustado ser, en su defecto, condenado a la vida de secano, un maestro rural, de los de  la vieja escuela, con barba y reloj de bolsillo, en aquella época no tan lejana en la que había colegios en los pueblos, y los vecinos te regalaban quesos y chorizos por Navidad, y eras el tuerto en el país de los ciegos -culturalmente hablando-, y el maestro era una figura respetada, admirada incluso, que formaba parte de las “fuerzas vivas” del lugar, junto al cura, al alcalde y al sargento de la Guardia Civil.

    De todos modos, lo que tengo muy claro, y desde esta tarde cinematográfica todavía más, es que si algún día cumplo mi sueño, seré un farero solitario, lobo estepario de mar, aunque termine hablando con las gaviotas, o con los balones de voleibol. Te toca un loco de compañero como cualquiera de estos dos, y ya tenemos el manicomio preparado, en el fin del mundo, donde nadie puede escuchar tus gritos de auxilio…




Leer más...

Heridas abiertas

🌟🌟

Al amigo que me recomendó Heridas abiertas le debía un par de comidas por dos apuestas perdidas (la bocaza, que me pierde, en asuntos de política nacional, y de favoritos para ganar la Copa de Europa). Pero ayer, mediado el séptimo capítulo de la serie, mucho antes de que se consumara este despropósito de paletos y psicóticas, le envié un mensaje anunciándole que ya sólo era una, la comida que le iba a pagar, y que la otra me la pasaba por el forro en descargo de estas ocho horas de heridas abiertas y bocas bostezantes.

    Y la cosa, la verdad, no empezaba nada mal, con Amy Adams paseando su belleza por la América Profunda, pelirroja y sin maquillar, con un jersey de andar por casa y unos vaqueros ceñidos que es todo lo que necesita para que no perdamos ripio de sus quehaceres. Amy, en la serie, es una periodista que regresa a su terruño para cubrir el asesinato truculento de dos chicas, y de paso, entre la investigación y la escritura, saludar al ex quarterback que la amó, a las arpías que fueron sus compañeras de instituto, y a la querida familia que ya desde la primera escena se ve que está tan podrida a millones como podrida está su alma, o su psique, o su despensa de los despojos.



    Al principio de Heridas abiertas la cosa promete, porque hay un crimen por resolver, una crónica periodística, y una tensión sexual sin resolver entre Amy Adams y el detective enviado desde Kansas City. Diálogos chispeantes, afilados, de doble y hasta triple sentido, casi como de Luz de luna, que ya es mucho decir. Uno piensa, en los primeros y prometedores episodios, que la disfuncionalidad de los Preaker-Crellin sólo va a ser el telón de fondo de la tragedia. El plato que se utiliza para presentar la comida y nada más. Pero resulta que no: a partir del tercer capítulo, los responsables del asunto dejan de engañarnos y confiesan que esto no va a ser, ni de coña, algo similar a True detective. El crimen se la sopla, el sexo se lo fuman, y al final, durante cinco episodios que son como cinco agostos a la solana, lo único que importa es saber quién está más grillado, más traumatizado, más ido de la puta olla, en esa familia sureña que ha construido su fortuna matando cerdos y aburriendo a las ovejas.



Leer más...

Los impostores

🌟🌟🌟

Lo bueno de tener una inteligencia menguada como la mía es que las películas de timadores siempre me sorprenden, incapaz de anticipar la desventura del estafado, o la argucia del estafador. Donde otros espectadores lo ven venir todo, y se aburren moderadamente, y sólo el orgullo de quien acierta los pronósticos los mantiene sentados en el sofá, yo soy como un niño simplón, bobalicón, que aplaude cada vez que el timador se sale con la suya, como un crío en el circo, alelado ante el mago. Disfruto el doble que los demás espectadores, eso sí, pero cuando hago reflexión serena de lo que he visto, me invade una desazón muy poco edificante, que me dura lo que tardo en pergeñar estos escritos.



    Quizá por eso, porque soy así de impresionable, he pasado un buen rato viendo Los impostores, que es una película de Ridley Scott que yo no sabía ni que existía hasta ayer por la mañana, cuando repasaba su filmografía. Supongo que en su día leí algo, o me dijeron algo, y me pudo más el desánimo que la intención, y con el tiempo olvidé incluso que existía tal película. Cosa rara, tratándose de mí, porque del mismo modo que podría engañarme cualquiera, con cualquier truco barato, luego no olvidaría jamás su jeta, o las palabras exactas que me dijo.

    Los impostores empieza muy bien, flirtea algo más de media hora con la sensiblería, y finalmente remonta el vuelo para alejarse del culebrón de sobremesa. No esperaba menos, en el maestro Ridley Scott. Los impostores no es una obra maestra, ni siquiera una gran película, pero el andamiaje se sostiene, los timos entretienen, e incluso Nicholas Cage, haciendo de Nicholas Cage, tiene un pase y un encanto. Lo que no me termina de cuadrar es el personaje de la cajera sonriente y guapísima, en la que su personaje va depositando poco a poco la esperanza de un futuro mejor. Creo que en realidad es un ángel que bajó del cielo para hacer una sustitución. No pega. Con lo que suelen cuidar los americanos, estas cosas del casting.



Leer más...