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The Batman

🌟🌟🌟


De niño yo quería ser Batman cuando jugábamos a superhéroes. Y supongo que no era por casualidad: Batman era el superhéroe sin superpoderes; el que perdería la pelea contra cualquier amiguete de la Marvel, o de DC Comics, si llegaran a enfadarse. Si se convirtieran –por ejemplo- en unos superhéroes de izquierdas disputándose una relevancia o un sillón municipal. Batman –o The Batman, como le llaman ahora- podría aguantar un rato las acometidas, pero nada más. No tendría nada que hacer contra los hostiones subatómicos, los rayos flamígeros, las miradas asesinas...

Había otro Juan Palomo en el mundo de los superhéroes que todo se lo guisaba y todo se lo comía sin venir de ningún planeta lejano, ni haber sido traspasado por ninguna radiación. Era Tony Stark, que se convertía en Iron Man embutiéndose en corazas que apatrullaban la ciudad. Pero nosotros, de pequeños -hablo de hace 40 años o más- sólo conocíamos a Tony Stark de manera tangencial, y por eso nadie elegía su papel cuando salíamos a la calle a jugar al burrismo –la calle de León, cerrada, sin coches, de barriada pre-suburbial- y nos repartíamos los papeles.

Batman molaba. Y sigue molando, aunque la película sea tan oscura y tan soporífera que a veces no le ves, o solo le adivinas. Mola su aire siniestro, nocturno, de gótico estilizado. Un tipo parco en palabras pero musculado en el pecho. Y su mentón, que las deja patidifusas, o acojonados, bajo la máscara de murciélago. Y los picachos como antenas, como agujas de catedrales, que yo por mi parte siempre preferí largos y afilados. Batman molaba, ya digo, y además tenía unos gadgets de la hostia, y el Batmóvil que furrulaba. Pero al final nadie le escogía por aquello de ganar la batalla decisiva antes de subir a merendar: la Masa era más fuerte, Spiderman más escurridizo, Supermán más de todo... Y Thor era un dios invencible armado de su Mjölnir.

Batman, a fin de cuentas, solo era un millonario que jugaba a los superhéroes como hacíamos nosotros, en los ratos libres, entre que salía de un consejo de administración y llegaba al cocktail de otros millonarios con bellas señoritas.





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Tenet

🌟🌟🌟


Christopher Nolan se ha tomado al pie de la letra aquello que dijo una vez David Simon, el de la series de HBO: “¡Que se joda el espectador medio!” David Simon lo dijo porque una vez le acusaron de ser un poco premioso en el desarrollo de sus tramas. Sus series, ciertamente, tienen cien personajes inquietos y eléctricos, y hace falta armarse de paciencia para llegar a los episodios finales, donde al final todos encajan maravillosamente. Pero Christopher Nolan va por otro lado con eso del “espectador medio”. Él ha decidido prescindir del tipo sin estudios superiores, sin inteligencia de MENSA, sin paciencia  de santo Job. Me recuerda mucho a Miguel Induráin cuando subía los puertos. Nolan de Villava ya llevaba varias películas subiendo a ritmo, dejando rezagados a los sprinters y a los fondones. En “Origen” y en “Interstellar” ya hubo muchos que dimitieron en las primeras rampas de la física, y se dedicaron a contemplar el paisaje de los valles. Ahora, en “Tenet”, Miguel Nolan ha decidido que ha llegado la hora de acelerar la marcheta, y en un repecho al 20% de paradoja temporal ha decidido que ya no le siga nadie: sólo los que van dopados hasta las cejas, en la serpiente multicolor.

    Quiero decir que “Tenet” no se entiende, y que cuando la explican, se entiende menos todavía. Qué bien habría quedado Antonio Ozores en un papel secundario, de agente encubierto de la CIA por ejemplo, explicando lo de las flechas del tiempo con su farfulla del “Un, dos, tres”: “.... ¡no hija no!”. Yo he resistido el primer acelerón -creo-, pero en el segundo he soltado un juramento en voz alta y me he dedicado a contemplar el fondo moral de los personajes. Uno está, de alguna manera inconfesable, con el malo de la película: lo malo no es morirse, sino que todo el mundo se quede aquí, viendo lo que tú ya no verás. Si nos fuéramos todos al mismo tiempo, pues bueno... De todos modos, este pensamiento misántropo, que se pude albergar dos o tres veces en la vida, sólo puede pensarse seriamente si uno no tiene hijos, y él, Kenneth Branaghosky, tiene uno, el muy cabronazo y muy maléfico...

    Lo otro, lo de que las generaciones del futuro tengan la posibilidad de mandarnos a tomar por el culo retrospectivamente, con ingeniería positrónica y retrocronológica, a modo de venganza por nuestro comportamiento medioambiental, también lo entiendo perfectamente. Faltaría más. Y estos plastas de la CIA queriendo salvarnos a toda costa... Si no fuera por mi hijo, ya te digo.



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El faro

🌟🌟🌟

Todavía hoy, cuando me preguntan qué quiero ser de mayor, respondo que farero, que es un oficio que siempre me sonó a misantropía, y a lejanía de los humanos. Vivir a orillas del mar, en el acantilado, donde sólo se aventuran los turistas despistados, y las furgonetas que traerían los víveres a mi puerta. Me gustaría ser farero, sí, si todavía estoy a tiempo, y quizá en mi calidad de funcionario aún pueda hacer una promoción interna, o convalidar estudios, o presentar una instancia ante mis superiores, no sé, algo así, aunque perteneciendo a la Junta de Castilla y León -que sólo tiene mares de cereales y océanos de secarrales-, veo difícil que me ubiquen en un faro que ilumine a los navegantes.



    Me cuentan, de todos modos, los hombres y las mujeres de la mar,  que los faros ya no son como los de antes, como los de la película insólita de esta tarde. Que ya funcionan casi solos, con muy poco mantenimiento, y que el Ministerio de Costas y Faros ya no paga a funcionarios para que vivan en ellos tumbados a la bartola casi todo el día, leyendo, fumando, dando paseos melancólicos, con la única tarea de cambiar la bombilla cuando se funde y de sacarle brillo a los cristales. Y me embarga, de nuevo, cuando escucho esas noticias, la sensación de haber nacido tarde, fuera de época, porque también me hubiera gustado ser, en su defecto, condenado a la vida de secano, un maestro rural, de los de  la vieja escuela, con barba y reloj de bolsillo, en aquella época no tan lejana en la que había colegios en los pueblos, y los vecinos te regalaban quesos y chorizos por Navidad, y eras el tuerto en el país de los ciegos -culturalmente hablando-, y el maestro era una figura respetada, admirada incluso, que formaba parte de las “fuerzas vivas” del lugar, junto al cura, al alcalde y al sargento de la Guardia Civil.

    De todos modos, lo que tengo muy claro, y desde esta tarde cinematográfica todavía más, es que si algún día cumplo mi sueño, seré un farero solitario, lobo estepario de mar, aunque termine hablando con las gaviotas, o con los balones de voleibol. Te toca un loco de compañero como cualquiera de estos dos, y ya tenemos el manicomio preparado, en el fin del mundo, donde nadie puede escuchar tus gritos de auxilio…




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Good Time

🌟🌟🌟

Si quieres ganar pasta, pasta gansa, y tienes la suerte de que Dios te ha dado un hermano como Dustin Hoffman en Rain Man, lo mejor que puedes hacer es subirlo al coche de un empujón y llevarle a Las Vegas mientras le explicas las cuatro reglas del asunto y vas ordeñando los casinos con mucho disimulo antes de devolverlo a la residencia que lo cuida con tanto mimo.

    Pero si tu hermano no es un savant brillante como Raymond Babbitt, sino un simple deficiente como Nick Nikas -que ya parece un nombre hiriente, como puesto adrede para el cachondeo- lo único que puedes hacer con él, tan cortico, tan poco agraciado, es robar un banco con caretas de goma y rezar para que entienda las dos o tres instrucciones que le has dado: que no dispare, que no te llame por tu nombre, que repita exactamente “¡Esto es un atraco!” y nada más. Que no improvise y meta la pata en cualquier exceso de adrenalina. Podrías dejarlo en casa, claro está, para que no estropeara el atraco, y luego contarle que te has ido al cine, o a la peluquería, y que has encontrado esa bolsa llena de billetes en la acera. Él se iba a creer cualquier cosa, pobrecico. Pero su presencia física es intimidatoria, como de oso peligroso, y eso viene bien para acojonar al personal de las ventanillas. Y además, oculto bajo la careta, nadie va a darse cuenta de que has ido a recogerlo a la institución especial diez minutos antes de dar el palo.


    Sucede, además, que Connie Nikas, el hermano inteligente, tampoco es muy inteligente que digamos, nada que ver con el Tom Cruise de Rain Man. Connie es más bien un listillo de barrio que se aturulla en las decisiones importantes, cuando los nervios se imponen a la razón. Y así, con esos mimbres, unidos por un apellido tan poco aristocrático, los dos hermanos realizan un atraco que en realidad, contra todo pronóstico, ejecutan a la perfección, sin complicaciones, sin muertos, con el dinero a buen recaudo en el maletín. Pero la desgracia siempre sobrevuela sobre los desgraciados, pues ésa es su definición, como una nube personalizada que siempre llueve sobre sus cabezas. Y lo que era un trabajo de diez minutos se convierte en una noche toledana que dura casi dos horas en nuestros televisores. Con muchas hostias, muchas decisiones equivocadas, muchas fatalidades que se van sucediendo a ritmo de speed y otras drogas variadas.. Lo de Good Time es, evidentemente, una ironía.




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Z. La ciudad perdida.

🌟🌟🌟

Cuando a principios del siglo XX el coronel Fawcett regresó de su expedición geográfica al Amazonas -donde había ido a trazar la frontera que separaba Bolivia de Brasil y sacar alguna tajada territorial para el Imperio Británico-, se presentó ante la Royal Geographical Society afirmando que había encontrado las ruinas de una ciudad perdida: una de cultura extrañamente avanzada, impropia de la selva que sólo poblaban los indios atrasados. La llamó Z porque según él la ciudad amazónica era la última pieza que completaba el puzle de las civilizaciones humanas.


    Nadie le creyó. La primera explicación plausible -que venía avalada, supuestamente, por los diarios de unos exploradores portugueses del siglo XVIII, a medio camino de la narración y la fantasía- es que tal ciudad, de existir, sería el vestigio de la civilización atlante que desapareció en las brumas de la historia. Tal vez El Dorado, que tan afanosamente buscaron los españoles y los portugueses en una fijación infructuosa que terminó convirtiéndose en un lugar común de la lengua. La segunda explicación es que los propios indios -tal vez una tribu especialmente dotada- fueron capaces de trascender su atraso secular al menos una vez en la historia, y crear una cultura que estuvo a la altura de otras que florecieron en lejanas latitudes y longitudes.


    Pero los miembros de la Royal Geographical Society no estaban dispuestos a admitir ninguna de las dos conjeturas. La primera opción era descabellada, mal documentada, prácticamente indemostrable. Y la segunda posibilidad era, sencillamente, imposible. A comienzos del siglo XX el racismo no era la palabra cargada de connotaciones que es ahora. Racista era, prácticamente, todo el mundo, y no sólo los antisemitas que ya en Alemania caldeaban el ambiente. Ni siquiera los círculos intelectuales se salvaban del prejuicio racista, que entonces no era considerado como tal, sino un científico saber, y un consenso racional. 

    Los indios, los negros, los melanesios.., todos esos humanos que habitaban zonas tropicales con mucho calor y muchos mosquitos eran genéticamente inferiores, y sólo había que comparar una ametralladora con una lanza para cargarse de razones. Para las mentes más avanzadas de la época, eso no justificaba la esclavitud, la explotación laboral, la esquilmación de los bienes y los territorios. Pero pretender, como pretendía el coronel Fawcett, que los indios fueran capaces de construir por sí solos una ciudad prodigiosa en el interior del Amazonas era casi como plantear una broma entre colegas de profesión.





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Cosmópolis

🌟

Me bastan diez minutos de Cosmópolis para saber que hoy voy a aburrirme mucho, y que tal vez no sea capaz de llegar hasta el final. Siento que mi atención se dispersa, y que mi interés se difumina como un pedo fallido. Las otras películas del nido no dejan de piar, reclamando mi atención. Creo que estoy alimentando al polluelo equivocado, y que me corroe la culpa del padre irresponsable. Entre malhumorado y sorprendido, asisto a esta rareza de los personajes trajeados que hablan en arameo, de las limusinas que vienen y van por la ciudad fantasmagórica. Y no me tranquiliza saber que es David Cronenberg quien pilota este avión con destino a lo ignoto. Este tipo es capaz de lo mejor y de lo peor, y esta vez vamos a estrellarnos contra el suelo apenas levantar el morro. Este canadiense lo mismo te regala un peliculón que te mete en un laberinto que sólo él entiende, con hombres raros, mujeres absurdas, surrealismos de Dalí o de Buñuel convertidos en narración personalísima. 

De pronto, cuando mi dedo índice ya acaricia el botón de stop, aparece en Cosmópolis una actriz de ensueño que interpreta a su joven esposa. Me quedo paralizado de la impresión, y el dedo se queda dormido sobre el stop, aplazando su justicia para mejor ocasión. Es ahora, al escribir estas líneas, cuando averiguo el nombre de esta mujer: se llama Sarah Gadon, y es tan preciosa que parece de fantasía, de piel irreal como el plástico, de cabello imposible como la muñeca Barbie. Durante cinco minutos, vivo convencido de que Cosmópolis es una película imprescindible, una obra maestra de nuestro tiempo. 

Pero a punto de empezar el segundo salmo, Sarah Gadon desaparece de la pantalla, y la realidad de Cosmópolis -ya sin la luz celestial de su presencia- vuelve a golpearme con toda su crudeza. Vuelven los tediosos monólogos sobre la naturaleza inevitable y maligna del capitalismo. Vuelve el experimento, el bostezo, la desazón de la vida sin esa mujer preciosa que me robaba el corazón. Pasan los minutos y ella no reaparece. Mi cuerpo se agita, se queja, se desploma. Llevamos cuarenta minutos de metraje y Sarah no está, ni se la espera. Es el The End. Al menos para mí.



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