Una joven prometedora

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Dice mi amigo que si él fuera mujer saldría a la calle con una pistola en el bolso. Una de pega, pero que acojone de verdad. Una réplica exacta del Colt 45 traída de Taiwán.

Mi amigo se mueve por la vida nocturna y sabe lo que se cuece. No hay mujer que salga sola, o que se quede sola en la barra del pub, que no reciba una invitación para abandonar esa soledad. Mi amigo me asegura que enseñaría la pistola a cualquiera que se acercara; que le daría igual el baboso que el educado, el que se retira a la primera que el que insiste en molestar. El buenazo que el crápula; el borracho que el cortés; el malhablado que el bienhablado. Todos iguales, dice él. Me asegura que al primer “Hola, ¿estás sola?”, al primer “¿Estudias o trabajas?”, al primer “¿Qué hace una chica como tú en un sitio como éste?”, enseñaría la pistola entre la abertura del bolso, con disimulo, haciendo como que va a coger el pañuelo o el teléfono móvil. Siendo un hombre al que ningún hombre se le insinuó jamás, lo tiene todo muy coreografiado, y muy argumentado.

Yo creo que mi amigo se pasa tres veranos, pero tampoco le quito del todo la razón. Los hombres somos inasequibles al desaliento. Unos pelmazos. Unos cerdos, diría él. Yo no digo tanto. Cerdos los hay, desde luego, pero no todos los rabos están rizados en las huestes de la noche. También hay hombres decentes que simplemente ligan a la antigua, sin app, face to face, rompiendo el hielo con una pregunta de cortesía. Yo nunca fui de esos por pura timidez. Ni de los otros, de los cerdos, por pura constitución.

Y luego están, para cerrar la taxonomía de los hombres, los abusadores. Los violadores. Los peligrosos de verdad. Los que no distinguen el sí del no; la predisposición del corte de mangas. Los que se follarían a la mujer dormida, a la mujer borracha, a la mujer enferma. A la mujer que grita... Los tipos que persigue Cassie en la madrugada. Los que arruinaron su vida. La vergüenza de nuestro género. Los que necesitarían un Colt en la frente, pero uno de verdad, para remeterse la minga en el pantalón, y no volver a sacarla sin permiso de la autoridad competente.





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How to with John Wilson. Temporada 1

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La vida está aquí al lado, tras la ventana. Cualquier rincón del mundo contiene el mundo entero y se basta para comprenderlo. Para diseccionar a los seres humanos no es necesario viajar a la India de movida espiritual, a ver si nos alcanza la revelación que lo ponga todo patas arriba. No existe tal cosa. Puede que allí el paisaje sea diferente y que los mercados huelan a especies y estallen de colores; pero los seres humanos, aunque disimulen, son exactamente los mismos. No creo que mi vecino de enfrente sea muy distinto que ese barbudo que medita en la orilla derecha del Ganges. El misterio antropológico es el mismo allí que en La Pedanía, o que en Nueva York. Y ni siquiera es un misterio: la gente es rara, y tiene problemas, y la chapuza reina por doquier. Y el amor verdadero es la conquista definitiva.

John Wilson, el documentalista, ha comprendido que a todos nos devoran los pequeños problemas cotidianos. Si pudiéramos establecer un porcentaje de posesión, como en los partidos de fútbol, descubriríamos que nos pasamos un 85% de la vida peleando contra pequeñas incomodidades domésticas y callejeras. Y que solo cuando hemos resuelto estas cosas -la burocracia, la cita médica, los cacharros, el perrete, cruzar la avenida... -nos ponemos a pensar en el amor y en la muerte. En el legado que dejaremos a nuestros hijos, pobrecitos...

Pero John Wilson, aunque a veces parezca un poco despistado, no pierde el foco de lo sustancial. Él no olvida que las relaciones son importantes; que el planeta es importante. Que convivir en paz es una aspiración posible en sociedades civilizadas como la suya

Viendo su extrañísima puesta en escena he recordado esta cita del “Diario” de Jules Renard: “El exceso de la sátira es inútil: basta con mostrar las cosas como son. Ya son bastante ridículas por sí mismas”.




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El sustituto

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En 1982, en España, había tantos fachas como ahora. Pero aquellos, aunque nos parezca imposible, eran aún más peligrosos porque iban armados hasta los dientes y tenían muchas ganas de fusilar. Planteaban golpes de estado, o los daban, o amenazaban con palabras muy serias en las cartas que enviaban a los periódicos. Pero como se les iba la fuerza por la boca, o por los cojones, votaban mucho menos y por eso no tenían representación en el Parlamento. Entre los nostálgicos del franquismo y los ultras de los estadios no daban ni para otorgar un escaño a Fuerza Nueva, que tuvo que disolverse y repensarse. Los fachas de 1982 preferían votar a Fraga con la nariz tapada o, mejor todavía, quedarse en casa el día de las elecciones. Votar, para ellos, era un acto impuro. Habían ganado la guerra precisamente para no tener que votar.

Los fachas tardaron cuarenta años en cruzar el Gran Desierto del Orgullo. Pero una vez superados los miedos y los complejos, se presentaron entre nosotros, al otro lado de las arenas. Los dábamos por perdidos y resulta que llegaron bien frescos y alimentados. Supongo que los empresarios les iban lanzando víveres desde sus gráciles avionetas... Los fachas se han sacudido el polvo, se han reorganizado como ficción democrática, y ya votan a mansalva y muy orgullosos. Ser facha es horrible, pero es horrible para nosotros, claro, no para ellos, que alardean de su condición. En algunos círculos ser facha es la moda, lo in, lo que se lleva...  Ser facha es la nueva hombría de los matones, y la nueva memez de las estúpidas. El dios católico los cría y ellos se juntan.

Lo que ya casi no queda en España son nazis escondidos. La pura biología los ha ido cremando uno a uno en los crematorios civilizados. Hablo de los nazis puros, claro, los alemanorros que lucharon por Hitler con gran entusiasmo y nunca renegaron de su mensaje. Porque nazis, en España, por desgracia, sigue habiendo unos cuantos. Producto nacional. La mayoría son unos imbéciles que no saben ni lo que significa la palabra nazi.




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Robocop

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Hubo quien dijo que “Robocop” era la glorificación del fascismo americano, y que Paul Verhoeven hacía apología de la violencia y la testosterona. En 1987 yo tenía quince años y me lo creí. La película molaba, desde luego, pero el mensaje de sus responsables parecía evidente: la delincuencia callejera tenía que combatirse a tiro limpio, sin demasiadas contemplaciones. Un único aviso de detención y ¡pum!, a tomar por el culo. Si Concepción Arenal dijo aquello de “odia el delito y compadece al delincuente”, allí, en el Departamento de Policía de Detroit, el mensaje era odiar las dos cosas por igual. La única diferencia entre Robocop y Harry el sucio era la armadura de titanio, y el sustento alimenticio: para el primero el potito, y para el segundo la hamburguesa.  

Y estaba, además, la cuestión laboral, que en la película no salía, pero que todos barruntábamos. Con quince años ya sabíamos que la policía no solo combatía la delincuencia -que está muy bien- sino que también reprimía las protestas de los trabajadores -que está muy mal-, y no se nos escapaba que Robocop podía ser un tío muy simpático cuando emasculaba a los violadores, pero también un hijo de perra cuando le enviaban a disparar al parado de la fábrica, o al desahuciado del hogar, que en Detroit tenían que ser muchos y misérrimos. “Madero, es la fuerza policial/ madero, al servicio del capital...”, que cantaban los de Arma X. Y Robocop era el madero por excelencia. El number one. El segurata acorazado de los tipos trajeados.

Hoy he vuelto a ver “Robocop” y he comprendido lo que entonces no comprendí: que Verhoeven -que luego resultó ser un izquierdista infiltrado en Hollywood- estaba haciendo cachondeo de la tontuna americana. La violencia que entonces me deslumbró ya solo es exageración que mueve un poco a la risa. Casi un episodio de “La hora chanante”.... El fascismo que finalmente denunciaba Paul Verhoeven no era la fascinación por el gatillo, sino el régimen empresarial que produce la miseria. La violencia extrema y sociopática que se aplica en los consejos de administración, sin sangres ni balaceras. No inmediatas, al menos.




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Frasier. Temporada 1

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Las mejores comedias de nuestra vida esconden una visión muy turbia de los seres humanos. “Seinfeld”, por ejemplo, delataba lo inmaduros que somos a pesar de los años en el carnet, y de las canas en el body. Bien pensado era una comedia terrible, y por eso nos reíamos tanto con un temblor de culpabilidad. “Cheers” enmascaraba con sonrisas que allí todo el mundo era alcohólico o estaba en vías de serlo. “Veep” y “Vota Juan” nos recordaron que los políticos no pintan nada y que además suelen ser unos imbéciles de tomo y lomo. “The Office” era la crónica de unos imbéciles atrapados en la oficina y de un listo que los observaba: un decorado universal. “Matrimonio con hijos” sacaba sonrisas brillantes de un estercolero donde se pudría la sagrada institución... Que cada uno vaya añadiendo sus series favoritas.

“Frasier” es el recordatorio descojonante de que estamos todos locos. Y por locos quiero decir neuróticos, maniáticos, desnortados... Y también locos de verdad, claro, de manicomio, o diagnosticados sin internar, o que viven entre nosotros silbando con disimulo aunque lleven un embudo sobre la cabeza. El mensaje sustancial de “Frasier” es que para curarte no puedes ni confiar en los loqueros, porque puede que estén mucho peor que tú. Aquí nadie se salva. Psiquiatra el último... Tú llamas a la consulta radiofónica del doctor Frasier, o acudes a la consulta presencial del doctor Niles, y puede que sean ellos los que demanden de ti un consejo y una terapia, aunque luego te cobren un pastizal por la sesión. Ellos visten trajes muy caros, y beben vinos muy exclusivos, y no pueden ser demasiado generosos con la clientela.

¿El padre? Un bonachón que bebe demasiada cerveza delante de la tele ¿Dafne? Una mujer bellísima que se derrite con un simple beso entre los omoplatos. pero que tiene, ay, una pedrada muy poco recomendable ¿Roz? Una mujer encantadora que pierde el oremus persiguiendo los pantalones menos recomendables de la ciudad. Y así todo...

Solo nos queda Eddie, el perrete, como único garante de la estabilidad emocional.





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Con faldas y a lo loco

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-    Cariño, he de ser sincero contigo. Tú y yo no podemos casarnos.

-    ¿Por qué no?

-    Pues, primero porque no soy rubio natural. Vamos, es que ni soy rubio, como puedes comprobar. Y jamás me teñiría de rubio si me lo pidieras.

-    No me importa.

-    Y no fumo. ¡No fumo nada! Aunque me gustaría, ¿sabes?, porque cuando me pongo nervioso, en lugar de meter un pitillo en la boca y entretenerla, digo cosas de las que al final siempre me arrepiento. Los fumadores son más elegantes por eso, porque se callan mientras fuman.

-    Me es igual.

-    ¡Tengo un horrible pasado! Como todo el mundo. No con una saxofonista, pero casi.

-    Te lo perdono.

-    Nunca podré tener hijos. Más hijos, quiero decir. Y aunque pudiera, ya no sería su padre, sino su abuelo.

-    Los adoptaremos.

-    No me comprendes, cariño. No soy un hombre. Soy un medio hombre que llora con las películas, que se emociona con los violines, que no tiene carnet de conducir. Que no sabe nada de mecánica y no podría arreglarte ni un enchufe miserable. Que no tiene aspiraciones de gourmet ni habilidades de cocinero. Que se pasa la vida viendo fútbol, y leyendo y escribiendo, y soñando pájaros. Un perfecto inútil.

-    Bueno, nadie es perfecto.





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Un héroe

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Da la casualidad de que he visto “CODA” el martes, y “Un héroe” el miércoles, y así, tan consecutivas las dos, y tan contradictorias, me parece haber hecho un viaje relámpago entre dos planetas muy diferentes. Dos planetas habitados por la misma raza humana que sobrevive y que se desvela, pero que en verdad se parecen como un huevo a una castaña. Como un sueño a una realidad.

El de CODA tiene forma de melocotón y lo cubren nubes de algodón. Allí todo es posible y nadie es malo de corazón. Hay riñas, morritos, putaditas inocentes... La vida es un tránsito suave y feliz hacia la muerte. Los malos, de haberlos, son tipos desdentados, y fulanas reteñidas, tan evidentes como mentecatos, y mentecatas. El de Farhadi, en cambio, es un planeta ruidoso, contaminado, con las montañas peladas al fondo del paisaje. Como en la ciudad de Teherán en la Tierra primordial. En este planeta más feo las cosas se parecen mucho a las cosas de nuestro planeta: las personas son retorcidas, egoístas, insidiosas. Pero no por maldad, sino porque van a la suyo. La vida es un conflicto de intereses, y una escala de grises en el cielo. En el planeta de CODA, por el contrario, siempre luce el sol, y las nubes piden perdón cuando lo tapan un poquitín.

En el planeta de Farhadi los sueños siempre se quedan a medio camino, y el amor casi siempre se jode al abordarlo. Cuando no es un enredo, es un malentendido, o un engaño. O una mala suerte inconcebible. Y la gente, además, no suele ser honrada. Eso es un lujo que está al alcance de muy pocos. Los sordomudos de CODA están hechos de mazapán, y de mazapán integral, además, que es mejor para la salud. Producen estupor... En cambio, los iraníes de “Un héroe” son como usted y como yo: tienen que defender lo suyo, y cuando la vida se tuerce, la retuercen para enderezarla, y continuar.

Lo que sucede es que a veces, en el intento, la doblamos un poco de más y la partimos. Y nos partimos. Y se jode todo, o hay que esperar otra eternidad a que se arregle. Y así, en deshacer entuertos, y en remendar desgracias, se nos va el tiempo de la alegría.




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CODA

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A veces, la academia de Hollywood premia películas incomprensibles que luego con los años se descubren muy válidas, y nosotros, que no estábamos muy de acuerdo, tenemos que rectificar con un gruñido. Es como si esas películas se adelantaran a su tiempo y sólo ellos, los académicos, pudieran vislumbrar el futuro de nuestros gustos. Ahora mismo no me viene ninguna a la meninge, pero sé que existen porque este tema ya salió en una tertulia de los bares. Y además ahora tengo sueño, o jaqueca, en la resaca de la noche.

“CODA”, desde luego, no va a ser una de estas revelaciones tardías. Apostaría una yema completa de mi afamada vitalidad...  Como no lo fueron, tampoco, “Green Book”, o “Moonlight”, o “Doce años de esclavitud”. Ni “Gente corriente”, ni “Chicago”, ni “La forma del agua”... Películas todas que la historia devoró. Que el recuerdo metió en una caja del desván. Películas que ahora valen un euro y medio en los expositores de segunda mano. Películas que en su día vimos, digerimos y luego pasamos a otra cosa buscando emociones más fuertes. Aves de paso. Ni siquiera amores de fin de semana, pues ni amores llegaron a ser.

CODA no es que sea mala ni buena. Es que es... una nadería. Es una TV movie de Apple como podría ser una TV movie de Antena 3. Es inocente y boba. Bienintencionada y aburrida. No tiene chicha ni limoná. Es blanca como la nieve de las alturas. No hay grises, no hay laberintos, no hay nada retorcido. Y la vida, ya lo sabemos, siempre es retorcida... CODA es escapismo, pero escapismo tonto. CODA es en esencia un episodio doble de “Glee”, aquella serie de la chavalada que bailaba. Está el profesor hueso, y el amor de instituto, y la familia a contracorriente. No falta nada. Dios mío: CODA es tan previsible, tan anticipable... Tan ñoña. Tan bonita e inocua. Tan peligrosa, también, con su mensaje del you can get if you want...

 Ayer comentábamos en el café que la podíamos haber escrito cualquiera de nosotros, echando a volar la imaginación sobre un cuadernillo de notas. Luego supimos que CODA misma es el remake de una película francesa. Pues fíjate...




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