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En 1982, en España, había
tantos fachas como ahora. Pero aquellos, aunque nos parezca imposible, eran aún
más peligrosos porque iban armados hasta los dientes y tenían muchas ganas de fusilar.
Planteaban golpes de estado, o los daban, o amenazaban con palabras muy serias en
las cartas que enviaban a los periódicos. Pero como se les iba la fuerza por la
boca, o por los cojones, votaban mucho menos y por eso no tenían representación
en el Parlamento. Entre los nostálgicos del franquismo y los ultras de los
estadios no daban ni para otorgar un escaño a Fuerza Nueva, que tuvo que
disolverse y repensarse. Los fachas de 1982 preferían votar a Fraga con la
nariz tapada o, mejor todavía, quedarse en casa el día de las elecciones.
Votar, para ellos, era un acto impuro. Habían ganado la guerra precisamente
para no tener que votar.
Los fachas tardaron cuarenta
años en cruzar el Gran Desierto del Orgullo. Pero una vez superados los miedos
y los complejos, se presentaron entre nosotros, al otro lado de las arenas. Los
dábamos por perdidos y resulta que llegaron bien frescos y alimentados. Supongo
que los empresarios les iban lanzando víveres desde sus gráciles avionetas... Los
fachas se han sacudido el polvo, se han reorganizado como ficción democrática,
y ya votan a mansalva y muy orgullosos. Ser facha es horrible, pero es horrible
para nosotros, claro, no para ellos, que alardean de su condición. En algunos
círculos ser facha es la moda, lo in, lo que se lleva... Ser facha es la nueva hombría de los matones, y
la nueva memez de las estúpidas. El dios católico los cría y ellos se juntan.
Lo que ya casi no queda
en España son nazis escondidos. La pura biología los ha ido cremando uno a uno en
los crematorios civilizados. Hablo de los nazis puros, claro, los alemanorros
que lucharon por Hitler con gran entusiasmo y nunca renegaron de su mensaje. Porque
nazis, en España, por desgracia, sigue habiendo unos cuantos. Producto
nacional. La mayoría son unos imbéciles que no saben ni lo que significa la palabra
nazi.
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