Snookermanía

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Hubo un tiempo en que quise ser escritor, vividor, amante de las mil mujeres... Para ello necesitaba dotes naturales y tiempo en mi reloj. De dotes iba jodido, pero el tiempo, gracias a mi trabajo, me sobraba. Y hablo en pasado porque el tiempo se evaporó hace quince años cuando una tarde pusimos Eurosport y descubrimos a estos tipos jugando a un billar raro, de bolas pequeñas que recorrían una mesa inabarcable. El retoño, que por entonces tenía ocho años, se quedó a mi lado en el sofá también traspasado por el descubrimiento. De pronto éramos dos conquistadores españoles atisbando terra incognita en el país de los británicos: un paisaje verdísimo que era la mesa, y unos druidas con frac que eran los artistas, y unos aborígenes silenciosos que poblaban las gradas hipnotizadas. 

Nos pusimos a descifrar las reglas del juego sin saber que ya estábamos atrapados en él. Mi hijo ahora tiene un permiso carcelario y entra y sale del snooker a su antojo, pero yo, que tampoco tengo muchas cabras que ordeñar, sigo atado a este deporte como un reo a su bola de hierro. Cuando llega el Mundial o algún torneo de los importantes -y casi todos son importantes- suspendo toda actividad social o creadora y me desmadejo en el sofá como hacen los heroinómanos tras la dosis. No veo películas, no busco amantes, no escribo estas sandeces... Aprovecho los tiempos muertos para sacar a Eddie o hacer un poco de ejercicio y ya está. Hoy, por ejemplo, he regresado a la vida después de tres semanas encerrado en mi celda, pendiente del resultado del Mundial. 

En “Snookermanía” se cuenta que hace poco éramos cuatro gatos de las catacumbas y ahora ya se apuntan hasta los famosos para disertar: el Ubago, y el Maldonado, y Javier Ares, y hasta la abuela de los Alcántara,  Está bien que así sea. Solo así, con el interés creciente, puede que algún día nos pongan una mesa de snooker en La Pedanía, o en las cercanías, para poder emular a los magos del salón. La otra opción es comprar una mesa propia para ponerla en el chalet. Pero para tener chalet hay que escribir una novela de éxito y yo -ya digo- me paso la vida viendo la geometría de las bolas. 





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Historias para no contar

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“Como dijo alguna vez Enric González: pruebe a ser completamente sincero y antes de que acabe el día se habrá quedado sin amigos, sin pareja y sin trabajo”. 

Esto lo escribía Xacobe Pato en sus diarios y tiene toda la puta razón. Él y Enric González, claro. Sin mentir no se puede ir a ningún lado. La mentira es el aceite de la vida, como aquel que necesitaba el niño Lorenzo. La mentira engrasa la cadena de la bicicleta para seguir dando pedales. Sin ella, saltan los cambios en cualquier cuesta y te quedas tirado hasta que venga el coche escoba. La mentira es una adaptación evolutiva. Mienten hasta los escarabajos de la patata, con sus cerebros de gominola, así que imagínate el Homo sapiens, que tiene más neuronas que estrellas hay en la galaxia. De hecho, yo estoy con los filólogos que aseguran que el lenguaje se inventó para mentir, y que lo secundario es escribir un poema o pedir que te pasen la sal en la comida. O esta condena de escribir entradas en Internet , a ver si los cazatalentos se animan y las señoritas se derriten.

Pero la mentira, como todos los pecados recopilados por la Santa Madre Iglesia, también tiene sus gradaciones. Existe la mentira mortal que merece el infierno y la mentira venial que se perdona con un polvo marital o con una cerveza bien fresquita. Ya que todos somos mentirosos por necesidad, al menos nos queda la decencia -a los decentes- de reconocer que mentimos cuando hacemos examen de conciencia. O de no protestar mucho cuando nos pillan in fraganti. Que te mientan tiene un pase; que te perseveren en la mentira ya toca mucho los cojones.

Yo, padre, lo confieso, he mentido mucho. Pero solo mentirijillas, o mentiras piadosas, de esas que se perdonan con un Padrenuestro y tres Avemarías. De las mentiras gordas no creo haber soltado ninguna. Pero claro: también existe el autoengaño, la mentira que uno mismo se cuenta, y que es la más insidiosa de todas.

Todas la historias que se cuentan en esta película van de parejas que se mienten o que se han mentido alguna vez. Todo venial, urbanita, muy moderno. Por eso es una comedia. De lo contrario, hubiera sido una película de Ingmar Bergman con muchos gritos y susurros tenebrosos. 





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En bandeja de plata

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El título original, “The Fortune Cookie”, es la galleta de la suerte que en los chinos de provincias jamás nos ponen junto al platillo de la cuenta. El retoño y yo comimos una vez en un chino prestigioso de Barcelona y tampoco nos la pusieron, con la ilusión que nos hacía comulgar con esa hostia oriental que lleva dentro un gran consejo o un buen augurio. Puede que nos vieran tal cara de palurdos que prefirieron ahorrársela para dársela a otros comensales. Hay gente que lleva el destino escrito en la cara y ninguna galleta va a mejorárselo por muy confuciana que sea su sabiduría.

La película de Billy Wilder, en todo caso, no va de restaurantes chinos, sino de un cuñado que enreda al otro para intentar engañar al seguro fingiendo una lesión neurológica. Hacia la mitad de la película, Jack Lemmon, el fingidor, que en el fondo es un tipo legal pero vive tan enamorado de su ex mujer que cree que así podrá recuperarla, abre una galleta de la fortuna que en Estados Unidos nunca te escaquean y lee:

“ Puedes engañar a todas las personas una parte del tiempo y a algunas personas todo el tiempo, pero no puedes engañar a todas las personas todo el tiempo”.

En la película -y en internet- dicen que la pronunció Abraham Lincoln en un famoso discurso, y si non è vero è ben trovato, porque Lincoln dijo muchas cosas que han quedado en los frontispicios de las universidades y en las antesalas de los palacios. Jack Lemmon, al leer el papelito enrollado, comprenderá que tarde o temprano van a cazarle en la impostura y a partir de ahí ya todo serán dudas y arrepentimientos.

Yo, por mi parte, mientras veía estas malevolencias de Wilder y Diamond, me iba acordando de algunas compañeras de trabajo que también se pasan la vida engañando al seguro, en este caso a la Junta de Castilla y León. No es que engañen exactamente, pero vamos, que se las arreglan para que los lunes y los viernes siempre les caiga encima alguna dolencia o algún impedimento para no ir a trabajar. Ellas sí que llevan años, incluso décadas, engañando a todo el mundo, y todo el tiempo. O casi.



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Monster's Ball

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Yo no soy un cerdo como los demás, que recuerdan los polvos pero no las tramas que sostenían las películas. Yo pongo los cinco sentidos cuando la película es medianamente interesante, y el sexto, que es la vara de zahorí, no acapara los recuerdos aunque sea un ente voraz e indomable. 

A los otros cerdícolas les preguntas, por ejemplo, de qué iba “La vida de Adèle” o “Huevos de oro” y no sabrían qué responderte. Solo recuerdan el lote que se pegaba la susodicha con Léa Seydoux, o el doble lote que se marcaba Javier Bardem con las dos mujeres de su vida. Yo, sin embargo, podría recitar aquellas tramas ante un tribunal inquisidor para justificar que mi erección también era fruto de la cinefilia, y no solamente un efecto volcánico de la escena. 

Quiero decir que yo, cuando me empalmo viendo una buena película, es más por amor al arte que por exigencias del guion.

Sin embargo, para rebaja de mi autoestima, y para alegría de Max, que es mi antropoide interior y que mantiene conmigo una dura pugna por el mando, tengo que reconocer que de “Monster’s Ball” solo recordaba el polvo entre Billy Bob y Halle Berry. Dos actores que en aquel lejano 2001 -no el de la odisea del espacio, sino el pedestre y ramplón que a todos nos defraudó- eran los perejiles de todas las salsas. No había película que no contara con alguno de estos dos pecadores de la pradera, y ahora ya ves, andan desaparecidos, o muy mayorones para según qué papeles. O enredados en la enésima serie de TV que producen las plataformas como ristras de chorizos. A saber...

Me molestó mucho no recordar nada más que aquel polvazo -que luego en realidad fueron dos- cuando descubrí “Monster`s Ball” en la parrilla de películas viejunas del Movistar +. Así que la grabé, y me puse a verla, y fui descubriendo para mi tristeza que no era capaz de anticipar ninguna escena al hilo de la anterior. El apagón de mi memoria era total y preocupante. ¿Él se quedaba finalmente con la chica...? Cuestión baladí cuando lo trágico era comprobar que yo también caigo en estas desmemorias de pornógrafo. Un cerdícola sin pedigrí.



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The Mandalorian. Temporada 3

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Eddie y yo somos el Grogu y el Mando de La Pedanía. Yo soy grandote, y ancho de espadas, y también muy parco en palabras, mientras que Eddie es pequeñín, con las orejas también retráctiles y puntiagudas, y se deshace en cariños con todo el mundo que le saluda. 

Aunque Eddie vaya con su correa y no subido en un medio huevo, yo creo que nos parecemos mucho a los héroes de Star Wars cuando paseamos por la calle. De todos modos, aquí nadie sabe de la existencia del mandaloriano ni de su mascota. Ni siquiera saben que existe una galaxia lejana donde estas aventuras trepidantes sucedieron hace la hostia de años. Es posible que el camino de Santiago -que pasa por aquí- no tenga nada que ver con el Camino de Mandalore.

Eddie, mi pequeñín, no es tan listo como Grogu o como el maestro Yoda, que según la Star Wars Wiki -qué haría yo sin ella- pertenecen a una “especie tridáctil desconocida”, pero muy sintonizada con los derroteros de la Fuerza. Eddie es un perrete mestizo, proveniente de mil leches, que no recorre los caminos de la Fuerza sino los senderos que discurren entre viñedos y cerezos, donde él sigue los rastros y deja su impronta orgánica sin rastro de midiclorianos. La Fuerza, además, aunque él hubiera nacido con esos bichitos prodigiosos, no llega a estos pagos de La Pedanía, como no llega tampoco la fibra óptica porque tres garrulos con boina se oponen a que los cables pasen por sus fachadas. Puede que ese mismo rabo de la boina sea el que altere el espacio electromagnético para que la Fuerza salga rebotada e ilumine otras poblaciones aledañas.

Yo, por mi parte, solo llevo el casco cuando pedaleo con la bicicleta, y camino por ahí sin una armadura de Beskar que me proteja. Para aislarme de la atmósfera inclemente llevo ropas muy modestas, de andar por casa, compradas en las rebajas del Carrefour. Una vez tuve una novia que me vistió de arriba abajo -no en el Bershka, sino en el Springfield de al lado- porque decía que yo era pintón y no sé qué, y que así estaba más guapo, incluso más mandaloriano, cuando venía a visitarme. 




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Mantícora

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De pequeños nos explicaron que se podía pecar de pensamiento, palabra, obra u omisión. Pecar de palabra, por ejemplo, era mentir o cagarse en Dios; pecar de obra era hacerse pajas o sisar cinco pesetas del monedero; pecar de omisión era no impedir que alguien cometiera precisamente un pecado; y pecar de pensamiento era mantener encendida la bombilla de los malos deseos, que en realidad ni se encendía ni se apagaba porque carecía de interruptor. Salvo en las almas muy puras y en los hipócritas consumados, el pecado mental es un runrún que nos acompaña desde que nos levantamos hasta que nos acostamos. Y a veces, incluso, continua dando po’l culo en los sueños, adoptando disfraces que el abuelo Sigmund fue el primero en denunciar.

Yo, por supuesto, peco mucho en cualquiera de las cuatro categorías. La lista sería muy larga, extensa de cojones, pero también es verdad que sería muy poco original: no tengo -creo- ninguna perversión inconfesable, ningún proyecto psicopático. Mis deseos sexuales viven dentro de la legalidad vigente y carezco del poder de hacer reales mis fantasías más vengativas. Aunque soy un bolchevique irredento, soy un pecador corriente y moliente, de segunda o tercera división. Un pecador de la pradera, que decía Chiquito de la Calzada. 

Lo más inconfesable que se me ocurre es que cuando un hijoputa pasa con la moto por delante de mi casa, a escape suelto y sin respetar el límite de velocidad, deseo que se estrelle contra el poste más cercano y le pasen cosas muy serias en el organismo. Quién tuviera, ay, el superpoder de la telequinesia en la punta de la frente... Pero nada más. Hasta ahí llega mi pecado cognitivo más mortal y condenable. Nada que ver con la podredumbre de este cejijunto que protagoniza “Mantícora”, yvque lleva dentro a un monstruo lascivo y desordenado. La novedad teológica que plantea la película es que quizá exista una quinta categoría del pecado gracias a las nuevas tecnologías. ¿Cómo denominarán, en el próximo concilio vaticano, a estas indecencias que se practican con un ser creado por ordenador?



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Horizontes de grandeza

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Horizontes de grandeza es lo que yo tenía cuando retomé el sueño de escribir hará un par de años. El confinamiento hizo que los juntaletras nos creyéramos escritores solo porque ya teníamos tiempo para sentarnos ante el ordenador. “Yo lo que no tengo es tiempo, pero cosas que contar, buf, una jartá...”, se decía mucho en los círculos provincianos, antes de la pandemia. 

Mis horizontes de grandeza -que llegaron a ser tan vastos como el rancho de los Tirrell- ahora vuelven a ser los senderos de mi pueblo. Y es bueno que así sea, porque tras la experiencia he regresado a la vida tranquila de La Pedanía: la escritura de estas gilipolleces, y las lecturas en el soto, y los paseos con Eddie por los alrededores. El tiempo que ya no dedicaré a dar giras promocionales ni a quitarme a las mujeres de encima, lo aprovecharé para seguir las finales de la NBA, y el snooker, y las eliminatorias últimas de la Champions League, donde mi equipo, el Real Madrid, no tiene horizontes de grandeza, sino que ya es grande de por sí, y grande de cojones además. 

Si aquel chino no se hubiera comido el bocata de pangolín -ahora dicen que fue un filete de murciélago- yo no hubiera tenido tiempo para escribir esos recuerdos del Mundial 82 que ya no interesan ni a la generación que los vivió. Ni tampoco hubiera escrito ese anecdotario impublicable de mi paso por las aplicaciones del amor, una aventura que me dejó ilusiones rotas, sonrisas irónicas y certezas muy soberanas sobre lo ruines, mentirosos, simplones, básicamente neuróticos, que somos los seres humanos. Ellos y ellas por igual, querida Irene. Y elles. 

Anteayer, antes de ir a la feria del Libro a dármelas de escritor con libro publicado, cartel promocional y bolígrafo en ristre para firmar autógrafos -al final solo picaron tres conocidos que se vieron comprometidos- yo estaba en el salón de mi casa viendo, precisamente, “Horizontes de grandeza”, que es un película de paisajes muy bonitos y música que no se me va del tarareo, pero que es larga como un día sin pan, o como un rancho de los americanos, que hacen así con el brazo para enseñarte la extensión de sus posesiones y se te achinan los ojos como a aquel tragaldabas imprudente y puñetero. 




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La tentación vive arriba

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El código Hays dictaba en 1955 lo que se podía ver o no en una pantalla de cine. Uno de sus mandamientos prohibía que el adulterio se mostrara como un acontecimiento erótico-festivo. Nada de adultos que juegan a los médicos alegremente. La cana al aire solo podía adivinarse, inferirse de ciertas miradas y dobles sentidos. Los amantes -esos pecadores de la pradera- tenían que aparecer en pantalla no demasiado felices, no radiantes como bobos o como bonobos. O, en caso de tal, después de la aventura, terminar comprendiendo que el matrimonio que conculcaban era el paraíso perdido al que debían regresar.

 “La tentación vive arriba” cuenta la juguetona historia del tipo que se queda de rodríguez en Nueva York y de la chica sin nombre que alquila el apartamento de sus vecinos. Los responsables de aplicar el código Hays reaccionaron con prontitud, y ahora, en los extras del DVD, pueden verse varias escenas originales que no entraron en el montaje final. Insinuaciones muy pícaras que escandalizaban a las viejas y sonrojaban a los guardianes de la moral. Wilder y Axelrod se dejaron las meninges en el empeño de salvar la esencia de su comedia: negociaron, idearon, dieron mil y una vueltas a los chistes, pero al final, para su desconsuelo, tuvieron que firmar un guion que se quedó muy lejos de sus pretensiones. 

Sin embargo, vista hoy en día, su película es inequívocamente provocativa. Escandalosa, diría yo. "La tentación vive arriba" se ha vuelto moderna de puro vieja. Al final no hacía falta enredar tanto con el guion: la mera presencia de Marilyn Monroe enciende la pantalla, y aunque el adulterio con su vecino finalmente no tenga lugar, el apartamento de Tom Ewell huele todo él a sexo y a deseo. Marilyn habla, sonríe, se contonea; se tropieza con muebles, tira macetas, derrama líquidos; se levanta la blusa para disfrutar un soplo de aire fresco. Sale a la calle y se deja levantar las faldas por el aire que llega del suburbano. En cada cosa que ella hace o que dice, el espectador del siglo XXI se queda igualmente alelado, como sus antepasados de hace más de sesenta años, que se rascaban la comezón de su séptimo aniversario en cines atestados de gente.



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