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Horizontes de grandeza

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Horizontes de grandeza es lo que yo tenía cuando retomé el sueño de escribir hará un par de años. El confinamiento hizo que los juntaletras nos creyéramos escritores solo porque ya teníamos tiempo para sentarnos ante el ordenador. “Yo lo que no tengo es tiempo, pero cosas que contar, buf, una jartá...”, se decía mucho en los círculos provincianos, antes de la pandemia. 

Mis horizontes de grandeza -que llegaron a ser tan vastos como el rancho de los Tirrell- ahora vuelven a ser los senderos de mi pueblo. Y es bueno que así sea, porque tras la experiencia he regresado a la vida tranquila de La Pedanía: la escritura de estas gilipolleces, y las lecturas en el soto, y los paseos con Eddie por los alrededores. El tiempo que ya no dedicaré a dar giras promocionales ni a quitarme a las mujeres de encima, lo aprovecharé para seguir las finales de la NBA, y el snooker, y las eliminatorias últimas de la Champions League, donde mi equipo, el Real Madrid, no tiene horizontes de grandeza, sino que ya es grande de por sí, y grande de cojones además. 

Si aquel chino no se hubiera comido el bocata de pangolín -ahora dicen que fue un filete de murciélago- yo no hubiera tenido tiempo para escribir esos recuerdos del Mundial 82 que ya no interesan ni a la generación que los vivió. Ni tampoco hubiera escrito ese anecdotario impublicable de mi paso por las aplicaciones del amor, una aventura que me dejó ilusiones rotas, sonrisas irónicas y certezas muy soberanas sobre lo ruines, mentirosos, simplones, básicamente neuróticos, que somos los seres humanos. Ellos y ellas por igual, querida Irene. Y elles. 

Anteayer, antes de ir a la feria del Libro a dármelas de escritor con libro publicado, cartel promocional y bolígrafo en ristre para firmar autógrafos -al final solo picaron tres conocidos que se vieron comprometidos- yo estaba en el salón de mi casa viendo, precisamente, “Horizontes de grandeza”, que es un película de paisajes muy bonitos y música que no se me va del tarareo, pero que es larga como un día sin pan, o como un rancho de los americanos, que hacen así con el brazo para enseñarte la extensión de sus posesiones y se te achinan los ojos como a aquel tragaldabas imprudente y puñetero. 




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