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The last of us

🌟🌟🌟


Lo próximo van a ser los piojos. No sé si en la vida real -como sucedió con el coronavirus- o en la vida de ficción -como pasa con el hongo Cordyceps en “The last of us”. Pero van a ser los piojos, eso sin duda. Lo sé porque tengo información privilegiada. Clasificada por el Gobierno. El lapsus de un sanitario me puso en alerta hace ya varios años. Desde entonces se acabaron las existencias de Filvit champú (Filvit, champú, Filvit mamá, porque más vale Filvit que tenerse que rascar) en las estanterías de los supermercados más cercanos. Porque yo lo compro todo... El loco del Filvit, me llaman todos por La Pedanía, esos hombres y esas mujeres que podrían ser víctimas del próximo bicho que terminase con la humanidad. Ja, ja, lo que me iba a reír yo de ellos, paseando entre sus cadáveres, con todo el pueblo a mi disposición, huertos y frutales, chalets con piscina y bares sin vigilancia.

Todo esto -lo juro- es una true story que daría para el episodio piloto de una serie. Sucedió en mi aula del colegio, ante mis propios ojos incrédulos...

 En una revisión rutinaria, nuestro enfermero M. descubrió piojos en la cabeza de un alumno.

- ¿Le enviaremos a casa, no? -dije yo, conocedor de los protocolos anti-contagio.

- No -me respondió él- Son piojos muy pequeñitos. Apenas se ven. 

- Pero los piojos son pequeños de por sí, ¿no? Si no serían como cuervos, o como los pterodáctilos de “Jurassic Park” -le objeté.

Pero el sanitario no celebró mi gracia. Es más: compuso un gesto preocupado, como si yo hubiera dado en el clavo de una pesadilla zoológica que podría cernirse sobre la humanidad. Imaginé, de pronto, que millones de piojos como el primo de Zumosol, provenientes del mar de China o de las estepas siberianas, surcaban los cielos como Stukas dispuestos a colonizar nuestras cabezas: a picotearlas, a descranearlas, a introducirse en nuestro centro de control y convertirnos en piojos ambulantes de dos patas. La "Metamorfosis" de Kafka al fin... Todos como Gregorio Samsa. Una pesadilla de la hostia. 

Pero yo tengo Filvit de sobra, para sobrevivir largos años entre la desolación y el silencio. Y lo del silencio, la verdad, iba a estar de puta madre. 





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The Mandalorian. Temporada 3

🌟🌟🌟🌟


Eddie y yo somos el Grogu y el Mando de La Pedanía. Yo soy grandote, y ancho de espadas, y también muy parco en palabras, mientras que Eddie es pequeñín, con las orejas también retráctiles y puntiagudas, y se deshace en cariños con todo el mundo que le saluda. 

Aunque Eddie vaya con su correa y no subido en un medio huevo, yo creo que nos parecemos mucho a los héroes de Star Wars cuando paseamos por la calle. De todos modos, aquí nadie sabe de la existencia del mandaloriano ni de su mascota. Ni siquiera saben que existe una galaxia lejana donde estas aventuras trepidantes sucedieron hace la hostia de años. Es posible que el camino de Santiago -que pasa por aquí- no tenga nada que ver con el Camino de Mandalore.

Eddie, mi pequeñín, no es tan listo como Grogu o como el maestro Yoda, que según la Star Wars Wiki -qué haría yo sin ella- pertenecen a una “especie tridáctil desconocida”, pero muy sintonizada con los derroteros de la Fuerza. Eddie es un perrete mestizo, proveniente de mil leches, que no recorre los caminos de la Fuerza sino los senderos que discurren entre viñedos y cerezos, donde él sigue los rastros y deja su impronta orgánica sin rastro de midiclorianos. La Fuerza, además, aunque él hubiera nacido con esos bichitos prodigiosos, no llega a estos pagos de La Pedanía, como no llega tampoco la fibra óptica porque tres garrulos con boina se oponen a que los cables pasen por sus fachadas. Puede que ese mismo rabo de la boina sea el que altere el espacio electromagnético para que la Fuerza salga rebotada e ilumine otras poblaciones aledañas.

Yo, por mi parte, solo llevo el casco cuando pedaleo con la bicicleta, y camino por ahí sin una armadura de Beskar que me proteja. Para aislarme de la atmósfera inclemente llevo ropas muy modestas, de andar por casa, compradas en las rebajas del Carrefour. Una vez tuve una novia que me vistió de arriba abajo -no en el Bershka, sino en el Springfield de al lado- porque decía que yo era pintón y no sé qué, y que así estaba más guapo, incluso más mandaloriano, cuando venía a visitarme. 




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El libro de Boba Fett

🌟🌟🌟🌟


“Tú antes molabas, tío”, le dijo Samuel L. Jackson a Robert de Niro en “Jackie Brown”, antes de descerrajarle un tiro. Pero aquí, como somos contrarios a la violencia aunque nos gusten mucho las series de mamporros, no vamos a descerrajarle un tiro al pobre Boba Fett. Porque además Boba es un amiguete, un viejo conocido de la galaxia. Pero sí vamos a decirle que antes molaba, pero que ya no. Las cosas como son.

En la trilogía original, Boba Fett le robaba plano incluso a Darth Vader cuando compartían el fotograma. Boba era el mercenario que capturó a Han Solo justo cuando más falta nos hacía su bravura, a los rebeldes republicanos. El final de “El imperio contraataca” fue un funeral en la platea por culpa suya. Salimos del cine pensando que nos habían estafado. Creo que fue justo ahí cuando perdimos la inocencia infantil. Si una película de Hollywood podía acabar mal -¡si una película de Star Wars podía acabar mal!- es que la vida, ay, también podía torcerse en cualquier momento, y terminar en una horrible decepción. ¿Dónde estaba el triunfo del Bien y la derrota del Mal? ¿Dónde la sonrisa de Luke Skywalker y sus muchachos? Puto Boba Fett...

Y sin embargo, cuando salieron los muñequitos coleccionables, hubo hostias por conseguir primero el de Boba, que era el que más molaba, con su casco, su pose desafiante, su identidad no revelada. Boba era un secundario de lujo que decía “As you wish” en una línea de diálogo memorable y luego se caía de la barcaza de Jabba para ser pre-digerido por el Sarlacc. Pero conquistó nuestros corazones infantiles, y por eso, cuarenta años después, nos hemos vestido de gala para el estreno de su biopic: su resurrección entre las arenas, y su reconversión en mafioso de buen corazón. Boba Soprano de Tatooine...

Pero no: no mola. Desprovisto del casco, Boba ha perdido el carisma, el misterio, el mojo. Sus andanzas no nos interesan. Boba era en realidad un señor mayor, y algo gordo, y un poco lento de entendederas. Los responsables se han apiadado de nosotros a partir del episodio 5 y nos han devuelto al Mandaloriano y a Grogu. Y a Luke Sywalker... Esto ya es otra cosa. Ellos sí que molan. Cantidad.





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The Mandalorian. Temporada 2

🌟🌟🌟🌟🌟


La mejor serie del año es, digan lo que digan por ahí, The Mandalorian. A varios años-luz de las demás. Tantos como pársecs nos separan de Mandalore. Lo que pasa es que si uno viniera aquí, al foro público, a confesar el entusiasmo, le caerían las chanzas y las sonrisas compasivas. Los fanáticos pondrían un corazón, los no creyentes me ignorarían por cortesía, y la mayoría ni siquiera sabrían responder quién narices es el mandaloriano.  Así que prefiero no escribir nada. Que queden para mí solo, las emociones, y para los allegados en la Fuerza. Voy a hacer como que tecleo, pero esta vez lo haré en el vacío. Dejaré este folio en blanco para rellenarlo con alguna crítica de serie menor, de película segundona, algo que no pueda ni compararse con las aventuras de Mando y Grogu por la galaxia muy lejana.

   Pero quizá me engaño, quién sabe. Quizá me estoy dejando llevar por el frikismo, por el infantilismo, por el entreguismo a George Lucas y sus padawans que trabajan en Hollywood. No digo que no. Puede que The Mandalorian sólo sea eso: un producto para frikis, diseñado para engatusarnos, y que en realidad, visto con ojos racionales, de habitante de esta galaxia tan presente y tan cercana, todo sea humo, gaseosa, parafernalia. Guiño para iniciados. Conozco a más de una mujer que sentada a mi lado, en el sofá, se habría quedado fría, indiferente, incomprendiéndome por el rabillo del ojo, pensando para sus adentros -o quizá para sus afueras decepcionadas: “¿Qué estoy haciendo yo con este tipo?”

    Puede ser, sí. Pero esto es lo que hay. Refugiado en mi salón, donde ya no tengo que fingir que soy un tipo medio culto con aspiraciones intelectuales, lo mío es esto: los Jedis, los mandalorianos, los mini Yodas que han olvidado su poderío de la hostia... Ayer era la una de la madrugada y yo estaba en WhatsApp hablando con otros dos seres adultos desnudados de su adultez. Nos confesábamos la inquietud del día, las emociones, lo mucho que hemos llorado con esa despedida tan esperada como puñetera... Los tres habíamos visto el último episodio de la temporada y teníamos que desahogarnos con algún cofrade de la hermandad. This is the way... Además, Luke Skywalker había regresado a nuestras vidas, y eso, para nosotros, es más importante que el regreso anual de Jesucristo, que ya está al caer por estas fechas. Nuestro Luke no multiplica los panes y los peces, y ni falta que le hace. Él destroza Dark Troopers con sólo apretar el puño en el aire. Ahí es nada.





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The Mandalorian. Temporada 1


🌟🌟🌟🌟🌟

Llevo cuarenta y tantos años recorriendo los caminos de la Fuerza. Viajando en el puente aéreo que une la provincia de León con la galaxia muy lejana donde el Imperio y la República se disputaban los sistemas habitados. Donde los Sith y los Jedi se destripaban con las espadas láser que aquí en la Tierra nadie ha patentado todavía, porque serían el juguete más vendido de la historia, eso seguro, pero al mismo tiempo el más mortífero. Padres e hijos asesinándose sin querer, con la tontería... Llevo cuarenta y tantos años de carnet, de militancia, de proselitismo entre los amigos que pasan de Star Wars y prefieren ver las películas de Stallone, o las óperas de Puccini. Desde 1977 que no he parado de ver, de leer, de comprar, de contribuir a la fortuna millonaria de George Lucas bronceado en su rancho.  La de veces que habré soñado, y seguiré soñando, con subirme al Halcón Milenario si algún día aterrizara en este miserable planeta a coger provisiones, o a trapichear un poco de carbonita.

    Cuatro décadas de infantilismo y de tontuna, sí, y lo que te rondaré, morena, porque a estas alturas puedo asegurar que moriré embarcado en uno de esos viajes interestelares, frente a la tele, revisitando las películas, o asomándome a las series.. Quizá mañana mismo, quién sabe, de cualquier aneurisma traidor, mientras veo las aventuras de Mando, el mandaloriano, que es un primo de Boba Fett que se gana los garbanzos en el mundo caótico que dejó la muerte de Darth Vader, y el triunfo paleolítico de los osos amorosos. O tal vez dentro de treinta años, con suerte, de alguna cosa menos traicionera,  cuando alguien esté rodando en Hollywood la quinta trilogía sobre la familia Skywalker, o Disney + haya desarrollado la enésima serie que repase los mundos imaginados por el tío George.

 Será así, más o menos, porque el negocio no tiene pinta de detenerse. Del mismo modo que mi generación adoctrinó a sus hijos en las sabidurías de la Fuerza, ellos, nuestros padawans, adoctrinarán a los suyos en este frikismo que recorre las generaciones como la sangre fluye por nuestras venas. El día que con cinco años entré en el cine Pasaje a ver "La Guerra de las Galaxias", nadie imaginaba que aquello sólo era la primera aventura de una saga sempiterna y multiplanetaria. Una fuente inagotable que iba a saciarnos la sed el resto de nuestra vida. Aquel fue verdaderamente el día de mi segundo bautismo. El que borró todas las huellas que pudo haber dejado el primero.


                              

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Triple frontera

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La mezcla de testosterona y adrenalina en sangre debe de ser irresistible para los soldados que una vez sirvieron en el ejército americano. O eso es, al menos, lo que se empeñan en contarnos en las películas, porque en ellas los licenciados que no han sucumbido al estrés postraumático, o que no han perdido una pierna en las largas Guerras Americanas, se apuntan a cualquier plan que les proponga un excompañero si la cosa va de retomar el subfusil y cargarse a unos malotes que acumulan fajos de billetes en la mansión o en la jaima.  El Equipo A, por muy deleznable e insostenible que nos parezca ahora, creó todo un subgénero en la ficción americana.



    Tras dejar el ejército, o ser dejados por él, estos ex marines vagan por la vida civil alcohólicos o fumados, divorciados y mal follados, pendencieros y desaseados, ganando cuatro dólares en trabajos infectos que deberían hacer los pinches de los mexicanos, maldiciendo entre dientes al gobierno, a los liberales, a los mariconazos de Washington que una vez los enviaron al desierto de Atomarporelculistán, y que ahora no les pagan una pensión digna para seguir trasegando la cerveza y cumplir con la manutención de los hijos. Es un personaje arquetípico, de manual de cinéfilo, que en Triple Frontera se reproduce hasta cuatro veces, pues cuatro son, como los evangelistas del M-16, los ex combatientes que siguen al tal Santiago García, alías “Pope”, en su misión suicida de asaltar la fortaleza narcotraficante en un país sudamericano que nunca se nombra. A Pope, la verdad sea dicha, le tiran más las dos tetas de Yvonne, que es una hermosa infiltrada en la casa del narco, que las cien carretas de dinero que les ha prometido a sus compinches, de tal modo que él todo lo ve factible, realizable, cuestión de echarle un par de huevos y de poner un poco de disciplina, excitado por el sexo presentido, y sólo al llegar allí, al fregado del combate, estos samuráis sin coleta se darán cuenta de que la cosa es mucho más peliaguda de lo que parecía, la madre que lo parió, al Pope de los cojones…


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Narcos. Temporada 2

🌟🌟🌟🌟

La lucha contra el narcotráfico es una de esas labores que realmente no mejoran el mundo. Sólo lo mantienen como está. Como el oficio de barrer las calles, o de fregar los platos, o de podar los árboles. Necesarios, en verdad, porque si no viviríamos anegados por la mierda, o enredados en una selva, pero poco gratificantes en realidad, porque lo que se limpia, o lo que se poda, siempre termina por resurgir. Así es el oficio de estos agentes de la ley, americanos y colombianos, políticos y militares, que en la segunda temporada de Narcos siguen a la caza y captura de Pablo Escobar. Tan obcecados están, tan seguros se ven de obtener la victoria final (que ya sólo depende de dar con las transmisiones que el Innombrable emite desde su última covacha)- que por un momento llegan a olvidar que el trono del crimen lo ocupará al instante, sin transición, como un mosquito que sustituye al palmoteado, otro tipo sin los mismos escrúpulos. Uno que también vivirá rodeado de matones en su mansión de lujo, inalcanzable para la ley en sus comienzos, tan carnicero y tan despiadado como el orondo de Medellín, con las mismas aspiraciones de enterrarse vivo en billetes y poner en jaque al mismísimo gobierno de Colombia si no le dejan realizarse como el puto jefe de la mandanga.

    No sé ahora cómo andará  la cosa. En la cronología de la serie, el cártel de Cali acaba de sustituir al cártel de Medellín como epicentro del negocio, y en la tercera temporada, los mismos barrenderos de la hojarasca trasladarán sus bártulos y sus gafas de sol a la nueva ciudad del pecado. Ahora, mientras escribo esto, en el año del señor de 2018, tal vez sea el cártel de Bogotá, o el de Cartagena de Indias -o quíén sabe, incluso, si el de Macondo, mitad real y mitad mágico, y por tanto más difícil de combatir- el que corta el bacalao además de las papelinas. Da igual. Los tipos que persiguieron a Pablo Escobar durante dos temporadas completas ya viven retirados, o están a punto de, y me darían la razón en esto de que su oficio es como fumigar cucarachas que vuelven a reproducirse como brotadas de un averno.


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Narcos

🌟🌟🌟🌟

Lo primero que llama la atención de Narcos es que el personaje de Pablo Escobar habla muy mal el castellano. En los primeros episodios uno llega a pensar que tal vez sea así el acento de los antioqueños, y más si son antioqueños atravesados por la sociopatía, y por la megalomanía: defectos del espíritu que confieren al habla un extraño matiz entre nasal y desacompasado, como le sucedía al Dr. Strangelove en Teléfono Rojo

    Pero luego te das cuenta de que hay otros antioqueños rodeando al gran capo de la droga -amigos de la infancia, o mercenarios grasientos- y ninguno habla de manera tan forzada, tan masticada, como si estuviera recibiendo los textos de un apuntador emboscado tras la cámara. Es entonces cuando uno averigua que el actor que encarna a don Pablo es un brasileño con nombre de defensa central del Botafogo, Wagner Moura, y que, por tanto, los responsables de Narcos han sacrificado la verosimilitud del habla para clavar el aspecto físico, la dejadez barrigona, la mirada gélida del tiburón que nada en las aguas dulces de la selva.

    Lo cierto es que este Pablo Escobar, dejando aparte sus atragantamientos fonéticos en las frases un pelín largas -–“Vamos a… cargar…nos a esos hiiijos depu…ta malnasidos”- si non e vero, está bien trovato de cojones. Y a partir de ahí, como un casteller de colombianos que se sustentara en esa recreación que te encoge los huevecillos, Narcos se erige como una serie implacable, didáctica, casi documental, con un casting perfecto de policías y ladrones, de amantes y esposas, de políticos de Bogotá y  de agentes de la DEA. Una serie casi perfecta, brutal, sanguinaria, que no se pierde ni un solo segundo por las carreteras secundarias del amor, o de la prole, cuando hay tantos millones en juego. Y tantos muertos en las zanjas. Entericos, o trozeados, según las conveniencias del mercado.



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