Colin de cuentas. Temporada 1

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En las antípodas todo es idéntico a lo autóctono, cantaba Javier Krahe. Quizá por eso nos gusta tanto “Colin de cuentas” a pesar de la distancia. Porque es todo igual y nos vemos reflejados. Y aunque nuestras antípodas estén realmente en Nueva Zelanda y no en Australia -que es donde vive el perrito Colin con sus amos enamorados- tanto monta monta tanto la Commonwealth de los australes. 

La guerra de los sexos es universal y conoce muy pocas variaciones. En Australia también hay mucha desconfianza, mucho recelo a la hora de emparejarse. El mundo -según a quien escuches, claro- está lleno de agresores lunáticos o de locas peligrosas. Las probabilidades de sacar un mal número en la lotería se ha centuplicado en los últimos tiempos. En Australia también son muchos los que ya han optado por la castidad laica o por la masturbación asistida por los chips. No es mal negocio. Lo que pierdes en piel lo ganas en tranquilidad. Un polvo ya no compensa los mil peligros que acechan por ahí. Nueve de cada diez ofertas que reciben las mujeres son de salidos requemados; nueve de cada diez ofertas que recibimos los hombres son de prostitutas más o menos encriptadas. Un amor verdadero se ha vuelto tan raro como un trébol de cuatro hojas. Un prodigio de la naturaleza. Una mutación en el ADN de la vieja normalidad. Es una probabilidad ente 10.000, según dicen las enciclopedias. 

Y ya no te digo nada si el amor tiene que brotar entre un hombre y una mujer separados por una generación y mil películas no compartidas. Entonces el trébol metafórico ya no es de cuatro hojas, sino de siete, o de noventa y seis. Son azares que ya casi pertenecen a la ficción, o a la ciencia-ficción. A las comedias románticas como "Colin de cuentas ".

Cuando Ashley -la chica de treinta años - le pregunta a Gordon -el cuarentón interesante- quién coño son esos Harry y Sally que siempre discuten sobre la amistad entre hombres y mujeres, yo mismo recordé que cuando era usuario de las redes del amor colocaba un margen de esperanza de diez años para abajo, cegado por el orgullo y engañado por Hollywood. Nunca respondió nadie, claro.



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A real pain

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“A real pain” es una road movie en la que ambos personajes, cuando regresan a casa, siguen siendo exactamente las mismas personas, lo que, en puridad, atenta contra las normas del subgénero. Una road movie canónica exigiría que los viajeros regresaran cambiados por dentro y si puede ser para bien: conversos a alguna religión o imbuidos de humanismo. Más amigos de sus amigos o preocupados al fin por el cambio climático.

La vida real, sin embargo, se parece mucho más a esta película, y por eso me gusta mucho “A real pain”. El asombro, el descubrimiento, el golpe de realidad..., mientras viajamos podemos llegar a sentir que la vida queda suspendida y nosotros aplazados; que hemos integrado nuevas certezas sobre la gran miseria o la mísera felicidad. Pero todo eso apenas sobrevive unas horas o unos días al aterrizaje de regreso. Nadie cambia por viajar a Irlanda en vacaciones o por seguir la ruta 66 de las películas. Por visitar, incluso, como hacen estos dos primos de la película, el campo de concentración nazi del que escapó su abuela polaca. La impresión puede ser brutal, causarte un “dolor real”, pero en todo caso servirá para reafirmar lo que ya pensabas sobre la dualidad de las personas. Y si encuentras algo nuevo y transformador es porque ya lo buscabas con ahínco.

Recuerdo que mi madre y yo fuimos una vez a Valderas, a la Tierra de Campos, a ver lo que quedaba de las antiguas posesiones de mi abuelo. Es decir: la casucha y la huerta. Estábamos de paso, en las fiestas de un pueblo cercano, y un amigo nos acercó en su coche como si fuera el taxista de la película. A mi madre y a mí, como a los dos primos de “A real pain”, también nos cambió el destino una guerra devastadora y todo lo que vino después. En nuestro caso no el Holocausto, pero sí las rencillas, el año del hambre, el éxodo rural... Ante la casa -de adobe y ya en ruinas- nosotros también nos quedamos un poco como Jesse Eisenberg y Kieran Culkin en la película: con cara de tontos, esperando una revelación luminosa que al final no se produjo.




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A complete unknown

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Las canciones de Bob Dylan pertenecen a la generación de nuestros padres. Al menos a los padres que soñaban con cambiar el mundo o con tirarse a Fulanita con la pose de cantautor angloparlante. Y la moto haciendo brum-brum en la madrugada. Es el rollo “poeta maldito”, o “gilipollas interesante”, que sigue triunfando entre el mujerío aunque ya sean otros los trovadores.  

El otro día, por ejemplo, Carlos Boyero decía que “A complete unknown” le había tocado el alma a pesar de que le cae muy gordo -como a todos- Timothée Chalamet, y que en un par de momentos se había emocionado porque recordó los sueños de entonces y los polvos de antaño. En cada éxito de Dylan cantado por Chalamet, Boyero invocaba una mujer amada, una fiesta inolvidable o un ideal frustrado. Un esplendor en la hierba de la Casa de Campo o de las praderas de Newport, en Rhode Island, donde al parecer Bob Dylan perpetró su gran herejía electrificada. Un anatema de la hostia para los musicólogos, y casi el tema central de la película, pero una tragedia de importancia muy relativa para los ignorantes. Es como si un día rodaran un biopic sobre Carlo Ancelotti pervirtiendo el 4-3-3 y yo me indignara mucho en la platea mientras otros se encogen de hombros y se distraen con el teléfono. 

Yo, a diferencia de Carlos Boyero y sus coétaneos, transito por la película como el que asiste a un curso de verano. No vengo a recobrar nada, sino a adquirir un poco de cultura. Y a terminar el día con una distracción de los pesares. En “A complete unknown” me mata por un lado la curiosidad cinéfila y por otro la vergüenza de un desconocimiento casi absoluto. Antes de ver la película, Dylan era para mí lo que Serrat sigue siendo -pongamos por caso- para la generación de mi hijo: un completo desconocido del que ha oído hablar a los vejestorios. Un poeta de canciones cursilonas que parecen todas la misma repetida. 

Gracias a la película, yo ya no soltaría tal blasfemia sobre Bob Dylan, pero habría que ver otras cosas sobre el personaje para profundizar en el misterio "A complete unknown", aun siendo estimable, da exactamente lo que promete en el título. 





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The Brutalist

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1. 

Yo venía predispuesto a que “The Brutalist” no me gustara. Me pasa con algunas películas y a veces también con algunas personas: que prefiero, de entrada, aunque parezca contraintuitivo, que me caigan mal para que no me rompan un prejuicio o no me provoquen un conflicto de intereses. 

Yo no quería que ninguna película nominada a los Oscar me emocionara más que “Anora”, que es mi niña mimada, o la niña de mis ojos. Mi damisela del Toboso. Y con “The Brutalist” me estaba temiendo lo peor: “¿Y si me gusta más que "Anora" y tengo que retractarme de mis juramentos de amor eterno, de la defensa a ultranza de mi Ani sobre el Puente de los Caballeros?”

Al final “The Brutalist” me gustó, cachis la mar, pero no tanto como para dejarme preocupado. La película es rara de cojones, barroca en las formas y arriesgada en los argumentos, y quizá haga falta un nuevo visionado dentro de dos o tres años para valorarla como se merece. Será entonces cuando averigüemos si es una obra maestra adelantada a su tiempo o una rareza que se instalará en nuestras estanterías aguardando un tercer visionado ya en el ocaso de nuestras vidas.


2.

Adrien Brody -al que estos días estaba viendo en “Tiempo de victoria” interpretando a Pat Riley en un universo paralelo- borda su papel de arquitecto judío que sobrevivió al horror del Holocausto. El problema es que es el mismo personaje con el que ganó el Oscar por “El pianista” hace ya más de veinte años. Si hubieran metido al pianista en un barco y lo hubieran llevado a Nueva York en 1945 para ganarse la vida como compositor traumatizado, “The Brutalist” hubiera sido exactamente la misma película. Cambias un edificio raro por una sinfonía dodecafónica y a correr.


3. 

La moraleja de la película, supongo, es que el capitalismo es un régimen más amable que cualquier totalitarismo siempre que estés dispuesto a dejarte sodomizar por el empresario de turno, ya sea metafóricamente -que es lo más habitual- o literalmente -que es donde suele llegar el trauma y el despertar de la conciencia proletaria. Antes de eso, por lo que se ve, ya no.




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Flow

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Al gato callejero que llevo meses alimentando le llamé “Gandolfini” porque es como un gángster de “Los Soprano” que viene a mi puerta para extorsionarme con sus maullidos. Yo creo que le queda de puta madre este homenaje a James Gandolfini, pero si el día de su bautizo yo hubiera visto esta película, el gatito ya no se llamaría así, sino “Flow”, en honor a ese gato tan negro como letón que también las pasa canutas para sobrevivir. 

A mi gatete, al principio, porque era tan chiquitín que no se valía por sí mismo y yo no daba ni dos dólares por su supervivencia, no me atreví a ponerle nombre. No por vagancia, sino por no encariñarme demasiado. Es lo que hacían nuestros antepasados cuando los neonatos tenían sólo una posibilidad entre dos de sobrevivir.  “Gandolfini” también pudo haberse llamado “Don Gato”, como aquel felino de Hanna-Barbera que también vivía en la calle y tenía una jeta kilométrica. Pero “Don Gato”, en los dibujos, era un adulto malandrín, y mi gatete, el pobre, un pequeñín inocentón. 

Apareció un día en el callejón, abandonado, con los párpados todavía pegados por las legañas. Se escondía en el gallinero de mi vecino y sólo asomaba las garras para defenderse, y la boca para alimentarse. Eddie, mi perrete, al principio le ladraba con ganas de camorra, pero luego se acostumbró tanto a su presencia que cuando “Gandolfini” empezó a darse paseos por el callejón, los dos se olisquearon la pipa de la paz y se lanzaron algún que otro zarpazo  de armisticio. 

Después de dos intentos fracasados de adopción y de un invierno casi tan crudo como el de Letonia, “Gandolfini” -o "Flow"- sigue vivo y coleando, bien alimentado y tan listo como el hambre, sorteando los peligros del mundo animal y del mundo de los humanos. Aquí todavía no ha llegado el Diluvio Universal pero tampoco lo descarto. Todas las mañanas me lo encuentro sobre el felpudo del portal, estirándose y haciéndose dueño del cotarro, superviviente de una noche más que sólo los gatos y los fantasmas protagonizan por aquí.




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Muertos S. L. Temporada 2

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A veces, en el colegio, alrededor de la máquina del café, las maestras más veteranas me animan a escribir una novela -o un guion para la tele, ya puestos- que cuente las mil movidas verdaderas pero inverosímiles que aquí, como en “Muertos S. L.”, son el pan nuestro de cada día. 

- Esto es un filón -me dicen para convencerme.

Y tienen razón. Por este colegio de educación especial pululan los funcionarios más excéntricos, los abraza-árboles más singulares, los católicos más ultramontanos de la comarca... Lo pongo todo en masculino para que nadie se ofenda. Es como si un extraño magnetismo atrajera al profesorado más descarriado de nuestro mundillo: el que se quedó con las teorías más locas de la psicología y las curaciones más milagrosas de Santa Toribia de la Sobarriba. 

Si rascas un poco, no hay nadie normal en esta plantilla. Ni yo mismo, para empezar. El mero hecho de trabajar aquí ya te señala  como un elemento sospechoso. La gente sana, cuando viene trasladada por azares del destino o por desconocimiento de la causa, apenas tarda un curso o dos en levantar el vuelo para emigrar a tierras donde la locura es más rara y no se vuelve contagiosa.

Aunque yo fuera un escritor de verdad, capaz de reunir todo esto en un todo coherente y descojonante, el tema de nuestros alumnos -no de ellos exactamente, pobrecitos, sino de lo que se mueve a su alrededor- es prácticamente inabordable. Se pueden hacer chistes sobre el negocio de los muertos pero no sobre el negocio de las minusvalías que ahora se llaman “capacidades diferentes”. La película “Campeones” es la frontera exacta de lo permitido. En este asunto tan delicado sólo cabe la comedia amable, la historia de superación, la dedicación sacrosanta de los profesionales. El buen rollo y el mensaje optimista. La taza de Mr. Wonderful y la cara amable de la realidad. La poesía cargada de futuro. La ñoñería y el autoengaño. La voluntad que lo puede todo y el "coaching" como mantra para desnortados.

Una comedia que nos dejara desnudos a los emperadores sólo nos haría gracia a los veteranos que conocemos el percal. El contraste con la realidad nos mataría de la risa, pero fuera de aquí sería muy difícil de digerir. Es un proyecto inviable. Carne de cancelación.  




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Carretera perdida

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Al terminar la película, mientras los títulos de crédito escapaban del infierno, yo, tirado en el sofá, en la postura fetal del espectador indefenso, buscaba en internet las mil respuestas a las mil preguntas que planteaba mi estupor. Era la tercera vez que veía “Carretera perdida” y la tercera vez que acababa sin enterarme de nada.

¿El orgullo?: herido. ¿La inteligencia?: mancillada. ¿La  paciencia?: desbordada. ¿El sueño?: de pronto arrinconado, de la mala hostia que me entró. El “Homo sapiens” llamado Augusto Faroni  -que encima va por la vida alabando a David Lynch y pegándose con cualquiera por salir a defenderle- de nuevo convertido en un “Homo rascacogotensis”. Un lerdo no muy distinto a Homer Simpson si un día, en la televisión por cable de Springfield, se topara con esta película que desafía toda lógica y parece más bien una broma del ya difunto maestro pelopincho.

Por suerte, la exégesis más leída en internet contiene un spoiler que contribuye a calmar las aguas del espíritu. Vuelves a quedar como un imbécil -un reimbécil- al descubrir la brillantez de esos argumentos explicativos, pero al menos las imágenes de la película dejan de flotar en una dolorosa anarquía para empezar a ensamblarse y a formar grumos de razón. Donde antes había mil piezas sueltas, ahora, gracias a la perspicacia de ese usuario, ya sólo quedan diez o veinte bloques chocando entre sí o golpeando las paredes internas de mi cráneo. 

El problema es que si lees otras explicaciones alternativas terminas más perdido que como empezaste. De la carretera perdida pasas a transitar por el puro campo a través... Si la primera explicación te deja satisfecho, la segunda, que dice justo lo contrario, también lo hace, y lo mismo la tercera, y así hasta el absurdo infinito, y como todas parecen brillantes pero se contradicen, la única conclusión posible es que aquí todos andan igual de perdidos y que la única diferencia es que ellos han tenido el valor -o los santos cojones- de publicar su opinión sobre qué es en “Carretera perdida” el sueño, la realidad o la locura. O el puto cachondeo.




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Terciopelo azul

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“Terciopelo azul”  ya es un clásico de nuestras videotecas pecadoras. Es oscura, sucia, incómoda... turbia como el fango. Cancelable por la izquierda y condenada por los curas. Los biempensantes y los meapilas se escandalizan mucho con ella, y nosotros, de toda la vida, lo celebramos sonrientes.

“Terciopelo azul” es el recordatorio de que nuestra civilización es una manzana lustrosa que lleva el gusano escondido por dentro. En las primeras etapas del desarrollo, el embrión de los seres humanos no es muy distinto del reptil o del dromedario. Tienen que transcurrir varias semanas para que los nuevos tejidos disimulen el pecado original, la animalidad de nuestros ancestros. Capas orgánicas que son como manos de pintura, o como baños de barniz. Pero por debajo, por mucho que nos disimulen, y que disimulemos, subsiste un ser inhumano que palpita y que transpira. 

Las gentes de bien construyeron los derechos humanos y las leyes fundamentales. Ellos son los que sonríen al vecino y pagan sus impuestos. Pero en el tejido social, más o menos disimulados, siempre han medrado los sociópatas y los tarados de distinto pelaje. El cableado de nuestro cerebro es tan denso que muchas veces se producen chisporroteos inevitables. Y de esa línea genealógica procede el Frank Booth de “Terciopelo azul”, que es un tipo tan devorado por su propio bicho que ya es casi todo gusano, o cucaracha, como un Gregorio Samsa sin remordimientos. 

La pareja de pipiolos de “Terciopelo azul” no termina de creerse al personaje de Frank. Ellos pensaban que el "mal" vivía lejos, en otros barrios, quizá más allá del Mississippi. Como mucho, en los bajos fondos de las ciudades, o en las películas rodadas por los pesimistas. Para ellos era inconcebible que el instinto criminal pudiera vivir en la casa de al lado, en la cola de la panadería, en el asiento del autobús. Y más aún; que ellos mismos, que se creían buenos e impolutos, casi querubines si no fuera por algunos defectillos del alma, llevaran la larva agazapada en su interior.




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