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Dos años y un día

🌟🌟🌟

No sé muy bien cómo llegué a descargar “Dos años y un día” en mi sacrosanto ordenador. Porque esto es populacho, Atresmedia, mainstream que te cagas, y yo hace cosa de quince años que no pongo Antena 3 ni para insultar a ese pre-fascista de Pablo Motos. Deserté cuando A. dejó de ser un retoño y abandonamos por cansancio el universo de "Los Simpson". 

Sé quienes son Arturo Valls o Amaia Salamanca porque vivo en el mundo y a veces se cruzan conmigo en el espacio electromagnético. Pero nunca me había parado diez segundos a seguir sus artísticas evoluciones. Vivo en un planeta de pago donde me atiborro de otro tipo de ficciones, y de todo el deporte del universo, y tengo la barriga tan llena, y el espíritu tan satisfecho, que hay canales de la tele que tengo borrados de la memoria. Es esnobismo, sí, una pose cultureta, pero también es verdad que padezco una alergia muy peligrosa a los espacios publicitarios. Mi médica de cabecera sostiene que cada anuncio de la tele son veinte segundos menos de vida, y veinte neuronas menos en el epicentro de la inteligencia. Una cosa muy seria. 

Tal vez llegué a “Dos años y un día” siguiendo a ese tipo a veces genial que es Miguel Esteban. Pudiera ser. Lo digo por autodisculparme. Pero vi los dos primeros episodios y me quise bajar de la burra. La serie no iba sobre los límites del humor, sino sobre un gilipollas que tiene que sobrevivir en el ecosistema carcelario: la típica tontería sobre que los reclusos son gente muy maja que crea síndromes de Estocolmo entre la gente decente. Pues nada, digo yo: todos a delinquir y a participar de la experiencia. 

Una memez, ya digo. Pero cada vez que dimitía de la serie, aparecía Adriana Torrebejano para decirme que no, que perseverara, que cada diez minutos iba a salir ella para mantener viva mi voluntad. Y yo le hice caso, claro, porque a mujeres como Adriana Torrebejano no se les puede decir que no. Va en contra del instinto. Es un imperativo biológico. Sería como dejar de comer o de respirar.




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