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Carretera perdida

🌟🌟🌟


Al terminar la película, mientras los títulos de crédito escapaban del infierno, yo, tirado en el sofá, en la postura fetal del espectador indefenso, buscaba en internet las mil respuestas a las mil preguntas que planteaba mi estupor. Era la tercera vez que veía “Carretera perdida” y la tercera vez que acababa sin enterarme de nada.

¿El orgullo?: herido. ¿La inteligencia?: mancillada. ¿La  paciencia?: desbordada. ¿El sueño?: de pronto arrinconado, de la mala hostia que me entró. El “Homo sapiens” llamado Augusto Faroni  -que encima va por la vida alabando a David Lynch y pegándose con cualquiera por salir a defenderle- de nuevo convertido en un “Homo rascacogotensis”. Un lerdo no muy distinto a Homer Simpson si un día, en la televisión por cable de Springfield, se topara con esta película que desafía toda lógica y parece más bien una broma del ya difunto maestro pelopincho.

Por suerte, la exégesis más leída en internet contiene un spoiler que contribuye a calmar las aguas del espíritu. Vuelves a quedar como un imbécil -un reimbécil- al descubrir la brillantez de esos argumentos explicativos, pero al menos las imágenes de la película dejan de flotar en una dolorosa anarquía para empezar a ensamblarse y a formar grumos de razón. Donde antes había mil piezas sueltas, ahora, gracias a la perspicacia de ese usuario, ya sólo quedan diez o veinte bloques chocando entre sí o golpeando las paredes internas de mi cráneo. 

El problema es que si lees otras explicaciones alternativas terminas más perdido que como empezaste. De la carretera perdida pasas a transitar por el puro campo a través... Si la primera explicación te deja satisfecho, la segunda, que dice justo lo contrario, también lo hace, y lo mismo la tercera, y así hasta el absurdo infinito, y como todas parecen brillantes pero se contradicen, la única conclusión posible es que aquí todos andan igual de perdidos y que la única diferencia es que ellos han tenido el valor -o los santos cojones- de publicar su opinión sobre qué es en “Carretera perdida” el sueño, la realidad o la locura. O el puto cachondeo.




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El honor de los Prizzi

🌟🌟🌟🌟

Sólo quince kilómetros en línea recta separan Corleone de Prizzi, en la isla de Sicilia. Lo he mirado en Google Maps. Son los mismos, más o menos, que separan la influencia de los Corleone y los Prizzi en la ciudad de Nueva York. Como si los viejos patriarcas, don Vito y don Corrado, cuando huyeron de sus terruños, se hubieran traído la isla consigo y hubieran calcado incluso las distancias, aunque en Nueva York los límites no vengan marcados por los valles y las montañas, sino por las avenidas rectilíneas y los puentes espectaculares.

    Los Prizzi, como los Corleone, también poseen casinos en Las Vegas, acciones en los bancos, recaudadores de impuestos en los bajos fondos... Matones que liquidan a todo el que se va de la lengua o sisa más de lo permitido. Cuando el trabajo es más delicado de lo normal, de los que no pueden dejar huella o no pueden fallar a la primera, los Prizzi depositan su confianza en Charley Partanna, que es un psicópata de gatillo frío y sonrisa inalterable. Charley no lleva la sangre de los Prizzi, pero ha sido ahijado como tal, juntando los dedos índices que sangraban.

    Pero esto, por supuesto, sólo es una declaración de intenciones, antes de que vengan los negocios a incordiar. Los Partanna y los Prizzi no comparten los talantes, y eso, a la larga, será una fuente de problemas. Los Prizzi guardan un celibato casi monacal para que el pito no interfiera en el raciocinio, y sólo de vez en cuando, presumimos, echan mano de sus amantes para desfogarse los instintos. Charley Partanna, en cambio, es un pichaloca que tiene otro gatillo muy fácil dentro de los calzoncillos. Cuando conozca a Irene Walker -la rubia irresistible que lo mismo asesina para los Prizzi que les roba sus recaudaciones-, Charley perderá el oremus de sus fidelidades y ya no sabrá a qué carta quedarse.

    En “El honor de los Prizzi”, la mafia sólo es el telón de fondo de un drama más viejo que el cagar: la tragicomedia del hombre atrapado entre sus deberes y sus instintos. 




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El precio del poder

🌟🌟🌟🌟

Para quien esto escribe, no ha habido actor más grande que Al Pacino, ni actriz más bella que Michelle Pfeiffer. Y dirán las feministas: ya está el machista de siempre, alabando a los hombres por sus habilidades, y a las mujeres por su aspecto físico. Sí señoras: es lo que hay. Me domina el instinto, la impulsividad del homínido. Podría disimular, como hacen otros, y tirarme el rollo de que Michelle Pfeiffer es una gran profesional y tal y cual. Que además es cierto, porque Michelle, en sus años de tronío, fue un actriz inmensa y versátil. Pero se notaría el postureo, la corrección política, y me daría vergüenza leerme a mí mismo, tan falso y protocolario. 

            El viejo Al, y la dulce Michelle, son los protagonistas de El precio del poder, la orgía cocaínica y metrallética de Brian de Palma. La película ha resistido el paso del tiempo, y hoy, más de treinta años después, todavía se puede pasar una tarde cojonuda con ella, en compañía de Tony Montana y sus bigotudos secuaces. Mientras ahí fuera la niebla se apodera de La Pedanía, y las lechugas se amustian en los huertos, en el Miami de los cubanos siempre luce el sol, y todo resulta más excitante y entretenido. Para empezar las mujeres, claro, que allí siempre van en bikini y sonríen con picardía. Igualico que aquí, vamos.  

        El precio del poder es excesiva, violenta, grandilocuente, como escrita por Oliver Stone con tres rayas de coca en cada fosa nasal. Que es justo lo que sucedió, y yo acabo de enterarme. A los seguidores de Al Pacino nos chifla su Tony Montana, tan chuloputas y egocéntrico, quizá porque él es el reverso oscuro de nuestra propia debilidad. Dejando aparte la menudencia de que Montana es un psicópata de manual, algo en nuestro interior, muy sucio y primario, admira su hombría de macho alfa. Su par de cojones tricolores, uno cubano y el otro americano, pero los tres blancos, rojos y azules.

        Y luego está Michelle, claro, que con esos vestidos mínimos y esos maquillajes certeros es una mujer de quitar el hipo y no recuperarlo en años. Sin embargo, despojada de abalorios y pinturas, presentada al respetable en la escena de sus dudas, ya no te quita el hipo, sino el aire, y hasta las ganas de comer. La fruta desgrasada que uno tenía en el regazo se ha quedado ahí, durante largos minutos, preguntándose qué hacía uno con la boca abierta, que no comía.






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