Y la vida continúa (II)

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Veo la última media hora de Y la vida continúa más por obligación que por devoción. Si uno no tuviera el deber romántico de proseguir con este diario, abandonaría sin contemplaciones a este padre iraní y a su hijo en la búsqueda interminable y aburridísima de Koker, el pueblo perdido. Mi cinefilia es limitada, y muy tramposa. Uno dice así, cinefilia, y parece que se le llena la boca de algo muy cultural, y muy importante. El truco funcionaba hace años con algunas mujeres, y con algunos amigos, pero ahora dices que estás viendo un ciclo de cine iraní, autoimpuesto, en la intimidad de tu salón, y ya ni tú mismo te crees la mentira gordísima de tu impostura. El ridículo es, en esas ocasiones, absoluto.

            Y la vida continúa es, para qué vamos a engañarnos, un coñazo mayúsculo. Como presumo, ay,  que serán las cuatro películas de Kiarostami que me quedan por ver. Como también fueron, ay, las cinco castañas de Jafar Panahi que tuve que tragarme con anterioridad, salvo la última, quizá, la de las chicas forofas del fútbol. Uno aprende cosas con el cine iraní: se amplían los horizontes, se ensancha la cultura, se interroga al enemigo. Pero no se disfruta de la experiencia. Es como hacer los deberes sin padres que a uno lo obliguen. Me aplico porque quiero, porque me aburro, porque no hay otra. Porque no se me ocurre otra idea para asesinar el tiempo infinito de las noches de invierno, cansado ya de los otros entretenimientos anglosajones, y prebiscioso prematuro para las obras maestras de la literatura.




Y resulta que al final, después de tanto preguntar y repreguntar el camino, no llegamos a Koker. Nos quedamos a medio camino, en un campamento improvisado con cuatro palos, porque allí tienen una antena parabólica con la que se puede ver el Brasil-Argentina del Mundial. En mitad del terremoto, de la desgracia, de la búsqueda angustiosa del amigo o el conocido, los iraníes, como los españoles, como cualquier habitante del planeta menos los yanquis y los cubanos, paralizan sus intereses para entregárselos a la pelota que rueda y entra en las porterías. La paz mundial, por muy exigua que nos parezca, le debe más a los Mundiales de fútbol que a los negocios en la ONU. Será el balón, y sólo el balón, quien pueda salvarnos de la incomprensión insalvable, y del rencor infinito. 

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Y la vida continúa

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Después de dos semanas de vacaciones yendo de acá para allá, regreso al Irán de nuestros futuros enemigos para retomar el conocimiento de su cultura milenaria, y a ser posible, de sus tácticas militares secretas. Ahora lo hago de la mano de Abbas Kiarostami, quien fuera maestro de Jafar Panahi en el oficio  de sacar la cámara a pasear. Y digo esto porque después de haber visto la primera hora de Y la vida continúa, antes de quedarme dormido en el sofá, intuyo que sus películas van a seguir los mismos derroteros, sólo que Kiarostami prefiere dar sus paseos por el mundo rural, y Panahi tiene querencia por el paisaje urbano de Teherán. 




La primera media hora de Y la vida continúa cuenta las andanzas automovilísticas de un padre y un hijo que buscan desesperadamente a otro chaval, un antiguo actor infantil que vive a tomar por el culo en las montañas, en un remoto pueblo llamado Koker, allá donde Cristo perdió el mechero. Un paraje, además, que ha quedado aislado de las rutas principales por culpa del terremoto brutal que asoló la región –a true life story- en el año 90.


-  ¿Vamos bien para Koker?
-  
-  ¿Vamos bien para Koker
-  No, mejor por allí...

Y así todo el rato, mientras atisbamos, a través de las ventanillas, la magnitud morrocotuda de la tragedia, en forma de pueblos derruidos, gentes llorosas en el arcén y enormes bloques de piedra caídos sobre la carretera.
En la segunda media hora, padre e hijo paran en un pueblo que no es todavía Koker a reponer fuerzas, a beber agua, a repreguntar otra vez el camino. El padre aprovecha el descanso para charlar con los vecinos y hacerse una idea de la devastación brutal del seísmo, mientras el hijo, que es un hiperactivo de tomo y lomo, además de un plasta y de un resabiado, va dando la murga a los parroquianos;

 Puya, ¿estás por ahí?
 Sí, papá, no te preocupes
  Puya, ¿estás bien?
 Que sí, papá...


No hay mucha acción, como se ve. Los paisajes son bonitos, eso sí, a veces como de una Almería recocida al sol, a veces como de las montañas redondeadas y verdes de Galicia. El Irán Profundo es verdaderamente un solaz para la mirada, que de otro modo se perdería en los detalles de este salón que me acoge, ya tantas veces visto. Más allá de las vestimentas y del idioma, no se ve una idiosincrasia  que a uno le haga pensar que está visitando otra civilización. Los iraníes del agro mueren y sobreviven al terremoto como lo haríamos los infieles occidentales sorprendidos en tal brete. Se lamentan y maldicen del mismo modo. Cuando se expresan ante la cámara, unos por verdadera fe y otros por miedo a los ayatolás, todos dicen confiar en las decisiones inexorables y justas del mismo dios al que ellos llaman Alá. En las antípodas de la guerra futura, sus lamentos y esperanzas nos resultan muy familiares.



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Videodrome

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Videodrome cuenta la historia de un productor de televisión-basura al que unos sujetos de oscuras intenciones, nunca bien explicadas, hacen llegar unas “snuff movies” cuya visión produce un tumor cerebral instantáneo (sic) y unas alucinaciones de las de cagarse por la pata abajo. Al pobre James Woods se le abren coños en la barriga, y se le funden las manos como derretidas por el sol. Una cosa como de Luis Buñuel, o como de sueño salvaje de Fellini, pero a lo bestia.

    Videodrome sólo tiene sentido en su primera media hora. Hay momentos en que Cronenberg parece reflexionar sobre la violencia en los medios, y sobre la mierda catódica que nos salpica. Pero luego, en un giro lisérgico e imprevisto, le cede el testigo de la locura a su hermano gemelo Bergcronen, y ya no hay manera de discernir la realidad de la alucinación, la vigilia de la pesadilla. La idea coherente de la excusa gratuita que sólo busca provocar el asco –es un decir, con estos cutre gores del año 83- y cazar, de soslayo, como quien no quiere la cosa, alguna teta golosa que pasaba por allí.

Si uno se fía de lo leído en los foros, hay gente que sí parece haber entendido la moraleja: el profundo alcance humanístico de esas cabezas reventadas como cocos. De esos vivos que estaban muertos desde el principio y luego reviven en las alucinaciones metálico-cárnicas de James Woods.  Mi pobre inteligencia, desde luego, no llega a tanto. Donde yo, tan primario y tan simple, sólo veo vísceras gratuitas y tetas que tampoco son gran cosa, la verdad, otros ven un futuro distópico de los medios, y un análisis contemporáneo de la locura. Una indagación metafílmica de la violencia como arquetipo antropológico consustancial al verbo... Donde yo, tan superficial, tan ciego, tan somnoliento siempre a según qué horas del día, sólo veo manías inveteradas del director, y ganas de montar tertulias con sus pasotes, otros, los cinéfilos, analizan la cosmovisión de un iluminado y casi de un profeta... 

No sé. Está claro que falta algo en mi educación, en mi sensibilidad, en mis entendederas. Soy el espectador fallido de los productos ambiciosos. De los simbolismos autorales. De las películas con múltiples capas.  O con capa ninguna. Soy un engaño andante. Un impostor de la cinefilia. Un mentiroso.

           

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Chacal

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A diferencia de otras películas de su época -que ya suman cuarenta años de achaques y medicaciones- Chacal aguanta el tipo como uno de esos ancianos fibrosos que te adelantan con su bici en la carretera, o que levantan ante ti, en el supermercado, para sumirte en una depresión, unos pesos imposibles que dejarían tu espalda - tus riñones, tus brazos, tu ser entero- lista para el arrastre.

Y es así porque Chacal, más que una película de pulso firme y actores esforzados, es un documental sobre cómo un asesino profesional prepara su trabajo, en labor tan execrable como concienzuda, tan inmoral como fascinante. Que el sujeto a quien se pretende asesinar sea Charles de Gaulle es un hecho irrelevante. Lo mismo nos hubiese dado cualquier otro mandatario, o la vecina fisgona del quinto. Un puro mcguffin. Lo que nos interesa no es el contexto sociopolítico de Francia en los años 60, con la independencia de Argelia y las OAS buscando venganza patriótica. Lo que de verdad nos interesa, como a Fred Zinnemann, es el espectáculo antropológico de ver a un homo sapiens aplicándose en su oficio. Y eso nunca pasa de moda. El asesino de Chacal es Fitzcarraldo subiendo el barco por la montaña; es Antonio López pintando el sol en un membrillo; es Tommy Lee Jones persiguiendo con astucia al fugitivo; es Robert Redford y Dustin Hoffman acumulando pruebas en el caso Watergate... 

Chacal es el retrato cinematográfico de una persona inteligente y decidida, aunque aquí se trate de un asesino que va sembrando Francia de cadáveres, en pos del cádaver supremo.




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When you are strange

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Todo el mundo miente. Ésa era la máxima infalible que guiaba al doctor Gregory House en sus consideraciones. Tom DiCillo, que es un tipo muy listo, y que seguramente ha visto algún episodio de House, tiene muy en cuenta esta divisa a la hora de acercarse a la figura de Jim Morrison. When You’re Strange es un documental mondo y lirondo, sin entrevistas de ningún tipo. ¿De qué servirían las opiniones de los coetáneos?, que ya son gentes mayores, con los recuerdos confusos, o con las memorias enredadas, como nos pasa a todos.
Gentes, además, que muy probablemente conocieron a Jim Morrison fumándose un porro, o alucinando con un tripi, o meciéndose en las marejadas noctámbulas del alcohol. Gente que tendrá un pasado que defender, un mérito que apuntarse, un secreto fundamental que al final resultará ser una minucia sin importancia. Un enredo de egos y olvidos selectivos que nada aportaría a nuestro conocimiento de aquella movida. DiCillo se limita a enhebrar filmaciones y fotografías con la voz en off de Johnny Depp, didáctica y neutral, que ni alaba ni condena, que ni flipa ni maldice. Un regalo para el espectador, que ya no tiene que hacer el esfuerzo de separar el polvo de la paja. Sólo los documentos, y la narración de los hechos. Un trabajo modélico.
            




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Lisboa Story

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La mujer que canta en las sombras de Lisboa es Teresa Salgueiro, la diva de la canción que en la película, además de cantar, y de dejar al protagonista -y a todos nosotros- sobrecogido de admiración, y malherido de amor, se marca unos minutitos como actriz, en dos diálogos que son como oro puro para quienes deseamos fundirnos en su mirada. Cuando Teresa canta, acompañada de sus músicos, uno siente ganas de llorar. A veces son lloros húmedos que se derraman en soledad; otras veces son lágrimas simbólicas que caen por dentro, pero no con dolor, ni con pesar, pues en esos trances la voz de Teresa es un bálsamo que cura las heridas. Uno llora acongojado por la belleza de su voz, abrumado por la certeza de que este mundo, a pesar de todo, regala momentos únicos e irrepetibles. Lloramos como lloraba el chico de American Beauty contemplando el revoloteo de la bolsa de plástico.

Lisboa story no es una gran película. Ni mucho menos. Cuando Teresa no canta, Wenders aprovecha nuestro desconcierto, nuestra ansiedad de volver a encontrarla, para soltarnos un rollo metafísico sobre la metafilmidad de las películas. Unas zarandajas psicológicas sobre la imagen fugitiva y la permanencia de su impronta que nada nos interesan, aunque Wenders tenga el buen gusto de ilustrarlas con bonitas imágenes del Tajo, y de los barrios lisboetas más vetustos. Hay un momento fatídico en que el que saca a Manoel de Olivera para que nos recite sus filosofías, en una promoción del maestro portugués que, más que aportarle nuevos seguidores, se los habrá quitado para siempre, porque todo lo que dice el venerable anciano es nextricable, irresumible, inalcanzable para los legos mortales.

Lisboa story cuenta las andanzas de un ingeniero de sonido alemán que allá por el año 95, empujado por la necesidad laboral, cruza la Europa desarrollada de las autopistas para entrar en el Portugal subdesarrollado de las carreteras nacionales, a ganarse el pan en Lisboa. Pero ese trueque de carreteras, que deja en tan mal lugar a los lusos, no se produce en la frontera: se produce muchos kilómetros antes, en nuestro suelo, en una carretera que parece mexicana de los tiempos de Pancho Villa. Es una exageración eurocéntrica de Win Wenders, claro está, acostumbrado a la eficacia funcional de lo alemán. Pero dice mucho, su exabrupto, del estado actual de las cosas. De cómo nos veían, y de cómo nos siguen viendo, nuestros amos de Alemania, convencidos de que aquí todo el mundo viste con boina o gasta uniforme de camarero. 



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Religulous

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En Religulous, Bill Maher trata de hacer comedia enredando a gente muy religiosa en sus contradicciones infantiles. Pero los chistes de Bill Maher son muy viejos, y muy manidos: los mismos que usábamos los ateos precoces con nuestros compañeros de colegio. Ellos, por supuesto, los creyentes de la película, se aferran a su fe como a un salvavidas en la tormenta, y lo único que consigue el humorista al final es adentrarse en una película de terror. Porque ver a estos adultos, gentes en su mayoría inteligentes, y muy capaces en otros aspectos de la vida, defendiendo la verdad literal de las fabulaciones que ellos toman por la Palabra de Dios, le devuelve a uno a los abismos de la misantropía, de la fe nula en nuestro futuro como especie. Es imposible no dejar de pensar en cualquier loco de estos apretando el botón de los misiles, o haciendo todo lo posible para que otros lo aprieten en venganza, llevados por el susurro del ángel, o por la inspiración de una epifanía...

Lo que se dirime en Religulous no es una cuestión de opiniones. Aquí hay una diferencia real, importante, de trascendencia máxima para nuestro futuro. Lo denuncia el propio Bill Maher al final de su experimento, cuando él mismo se da cuenta de que el humor no basta para exponer el peligro potencial de estos mandamases de pétrea fe. Ellos creen, literalmente, en el Paraíso, en el Infierno, en la pronta venida de Jesucristo para administrar justicia y salvarlos a ellos –of course- de la quema. ¿Qué les impide, pues, anticipar en unos añitos la llegada de la muerte, la suya, y la de todos, si con eso se pegan el gustazo? Y no es necesaria, como advierte Maher, una guerra nuclear para que Jesús descienda sobre nosotros coronando el hongo radioactivo. Basta con abandonar el planeta a su suerte. Con llenarlo de gente, con llenarlo de mierda, con agotar sus recursos hasta dejarlo seco. Y hacer un poco de dinerito en el proceso, claro está, para luego comprar el ojo de la aguja y ensancharlo a su acomodo.




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El último verano

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Llevo meses buscando una versión completa de La bella mentirosa, largometraje largométrico de Jacques Rivette donde Emmanuelle Béart, la francesa más hermosa que vieron los tiempos, enseña sus bellezas largo y tendido para que un pintor se las retrate. Pero no hay manera: Internet, tan pía, se confabula contra mi pecaminoso deseo, ofreciéndome copias incompletas, o que fallan, o que se ven  con una calidad ínfima, irrespetuosa con la perfección anatómica de Emmanuelle...

Frustrado, cariacontecido, escocido ya de tanto sexo imaginado, encuentro en las junglas otra película del “maestro francés” que viene muy adjetivada por la vanguardia cinéfila: El último verano. No promete sexo, ni nada parecido, pero el inconsciente me traiciona una vez más. Soy como el perro de Pavlov que terminó salivando al oír la campanilla, sin alimento de por medio. Sólo leer el nombre de Jacques Rivette ya  me la pone tiesa, muy tiesa, aunque en el reparto no se cite en ningún momento a Emmanuelle Béart. Son las cosas del condicionamiento simple. Y yo, como es sabido, soy muy simple.

En El último verano no sale Emmanuelle Béart, sino Jane Birkin, ya entrada en años, en una actuación imposible de calificar, porque la película, toda ella, es un truño de dimensiones considerables, a la altura bajísima del cine francés más insoportable. Es una experiencia fílmica de la misma naturaleza que El año pasado en Marienbad. Una pérdida de tiempo lamentable, ahora que ya voy por los cuarenta tacos, y que el tiempo de ocio vale mucho más que el oro.




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