Un método peligroso
Todo por un sueño
🌟🌟🌟🌟
Cuatro años antes de que Letizia Ortiz presentara los informativos nocturnos en CNN+, Suzanne Stone, también muy rubia y muy desenvuelta, con aspiraciones igual de elevadas en la vida, presentaba la información del tiempo en una cadena local de New Hampshire.
Es más: cuando Suzanne Stone, la mala de la película, perora ante la cámara guarda un parecido físico más que razonable con doña Letizia. Al menos a mí me lo parece. Las dos, además, esconden un ego desmedido que las convierte en unas trepas de cuidado. La diferencia es que una perdió la vida en el intento y otra llegó a ser reina consorte de Todas las Españas. Por un lado, el destino trágico; por otro, la unidad de destino en lo universal.
Suzanne y Letizia desarrollaron sus carreras en los viejos tiempos del heteropatriarcado, así que no tuvieron más remedio que acostarse con un hombre para alcanzar sus objetivos. Pero claro: menuda diferencia entre el tarugo del instituto americano y el príncipe europeo que estaba de holganza frente a la tele. Como de comer a mirar. Uno medio lelo y con el labio partido y el otro capitán de los Ejércitos y como importado de Noruega.
También es verdad que Suzanne era medio boba y alicorta, mientras que Letizia, según cuentan las crónicas de palacio, es una inteligencia desgrasada que deja patidifusos a los periodistas, y a decir de las marujas que siguen sus andanzas, una madraza como pocas, preocupada todo el día por el futuro incierto de las infantas.
“Todo por un sueño” es un título que vale para resumir la vida de Suzanne Stone y también la de nuestra reina consorte. Las dos son mujeres decididas que lo dejaron todo por un sueño. Después de asesinar al lerdo de su marido, Suzanne Stone se dejó literalmente la vida por ascender en su profesión; Letizia, por su parte, para ascender en la pirámide social y clavarse la punta en el susodicho, se dejó por el camino los valores republicanos y los viejos juramentos de pertenencia al populacho.
Crímenes del futuro
🌟🌟
“Crímenes del futuro” podría
ser el slogan de Vox para las próximas elecciones generales. Ellos van a darlo todo para que un fascista
tome los mandos del Ministerio del Interior y ya todo el monte sea orégano para
policías y paramilitares... Pero no: “Crímenes del futuro” es el título de la
nueva película de David Cronenberg. ¿He dicho nueva? Tampoco vayamos a exagerar. Es la misma película de siempre, ustedes ya saben: gente rara y vísceras
asomándose al fresco de la mañana.
Cronenberg, en esto, es
como un director de películas porno. En el porno se trata de sacar pollas y
coños en acción y el argumento es un poco lo de menos. Da igual que pongas a un
rey de Shakespeare que a un butanero trayendo la bombona. Y Cronenberg, cuando vuelve
a sus orígenes, es un poco igual: su objetivo es sacar casquería humana
cada diez o quince minutos, y lo otro es desarrollar una historia más o menos coherente que
hilvane las escenas.
Esta vez la cosa va de
mutantes del futuro, que desarrollan órganos internos que son la fascinación de
la ciencia y también la jaqueca de los antropólogos. Porque un ser humano que
desarrolle órganos únicos tarde o temprano ya no será humano, sino pos-humano,
y solo podrá reproducirse con otro humano que también tenga dos estómagos o un
corazón vuelto del revés. Mientras la deformidades no pasen al ADN, vamos bien; pero ay, cuando los gametos incorporen tales deformidades en la sucesión de bases
nitrogenadas... (De todos modos, digo yo, ¿esto no era el lamarckismo ya
denostado por la ciencia?)
La única gracia de la película
-que se mueve todo el rato entre lo grotesco y lo ridículo- es el nuevo sentido
que Cronenberg da a la expresión “belleza interior”. La belleza interior es esa
monserga que se inventaron los estudios Disney para que los feos y las feas nos
consolásemos en nuestra desgracia. “Sí, soy feo, pero valgo más que tú...” En el
futuro imaginado por Cronenberg ya puedes ser bello por dentro de verdad, no
metafóricamente, pintándote el hígado o tatuándote los pulmones. Exhibiendo tus
entrañas en Tinder como quien exhibe su mentón cuadriculado o sus pechos
exuberantes.
Inseparables
🌟🌟🌟🌟
Cuando decimos -con más o menos sinceridad- que elegimos a nuestras
parejas por su belleza interior, hablamos, por supuesto, de la inteligencia, de
la cultura, del sentido del humor, y no de la hermosura del intestino, o a la
delicadeza del bazo. Del dibujo armonioso del estómago, cruzado sobre el
vientre.
Y es una pena, porque yo, que nunca fui guapo por fuera, y jamás
alumbré las virtudes teologales, ni tampoco las cardinales, siempre fantaseé
con ser muy bello por dentro, orgánicamente hablando. En la adolescencia, como
eran recónditas y nadie las conocía, yo presumía de tener unas entrañas
modélicas, de portada de revista: el tío más guapo del barrio si la piel fuera
reversible, como el forro de los abrigos. Irresistible, si las mujeres me
mirasen con la profundidad de los rayos X. Mientras otros más chulos
fantaseaban con ligarse a las top models del futuro, yo hacía planes con la doctora
que un día quedara prendada de mis adentros. Una que me recibiera en la
consulta con la frialdad destinada a los transparentes, pero que poco después,
tras conocer la belleza de mis cuevas, me pidiera el número de teléfono para
tratar mi caso en la mayor de las intimidades, ya fuera del hospital.
Hasta que una vez, en un arrechucho, un internista me dijo
que tenía un páncreas más bien contrahecho, y un hígado más bien retorcido, y
se terminó la fantasía de mis entretelas.
Cuento todo esto porque en la película Inseparables
este pensamiento gilipollas se hace realidad en el personaje de Beverly Mantle,
que en su consulta ginecológica se enamora de sus pacientes no por su aspecto
exterior, al que concede un valor relativo, sino por la formación singular de
sus entrañas. Lo que le vuelve loco de las mujeres no son las piernas esbeltas,
ni los pechos airosos, ni los ojos gatunos, sino la arquitectura de sus órganos
reproductivos, que son el receptáculo de la vida.. Un romanticismo histológico
que parece de tarado, o de depravado, pero que en realidad tiene su razón de
ser, y hasta su cosa de enamorado. Es la otra belleza interior.
Crash
🌟🌟🌟
La sexualidad humana es rara de cojones. Donde los bonobos
simplemente chingan y desfogan el instinto, nosotros, sus bisnietos, hemos elaborado
una contradicción biológica en la que cabe el asco, la castidad, la perversión, la parafilia... La rutina aburrida del sábado-sabadete, que es quizá la práctica más satánica
de todas. Como cantaba Javier Krahe de su esposa ficticia: “su arte de amor es
tan sólo el barroco/las líneas sencillas le dicen bien poco”.
A decir de los antropólogos y los primatólogos -que vienen a
ser, en esencia, la misma profesión- la orgía perpetua de los bonobos es el
Paraíso Terrenal del que se habla en el Génesis. Sexo a todas horas, de buen
salvaje, desprejuiciado y muy benéfico para el miocardio, hasta que llegó la
evolución de las especies a joderlo todo: el homo sapiens, la agricultura, el
afán de poseer y la envidia de los vecinos, y todo eso, simbolizado en el ángel
flamígero, convirtió el sexo en algo oscuro y vergonzoso. El deseo reprimido
que Freud encontró en la cueva del inconsciente. El amor libre, que predicaron
los hippies cuatro millones de años después, y que venía a ser el rescate de
aquella filosofía tan sencilla como jovial. Algún día sabremos qué hizo la CIA con
ellos... Con Freud y con los hippies.
El sexo reprimido es un volcán que nunca sabes por dónde va a
salir. El magma aflora a veces por grietas insospechadas, fallas del terreno
donde no esperabas que pudiera manar la excitación sexual, la erección sorpresiva
del pene o de los pezones. Estos chalados de Crash han encontrado en los
accidentes de coche -y en sus quirúrgicas secuelas, cicatrices y ortopedias- el
puntito morboso que los enciende por dentro como si estuvieran hechos de yesca,
y no de química orgánica. Uno, la verdad, no entiende su parafilia, ni se
excita con ella, pero entiende, de sobra, que tengan una parafilia. El que esté
libre de una rareza que tire la primera piedra. En realidad, aquella parábola
de Jesús en los evangelios versaba sobre las desviaciones sexuales. A mí, por ejemplo,
me ponen cantidubi las orejas sin pendientes.
La otra teoría que viene a explicar estas chaladuras de Crash
es que todos sus protagonistas son tan guapos, y tan guapas, y están ya tan hartos
de follar por los caminos trillados, tan acostumbrados a que les digan que sí
en el Tinder o en la cama de matrimonio, que se lanzan a explorar territorios
salvajes y desafiantes, a ver qué pasa por ahí. Lo mismo que decía, en su monólogo
inmortal, Pablo Calavera de John Lennon, cuando conoció a Yoko Ono.
Falling
🌟🌟🌟
En el cine americano ha nacido un nuevo dramatismo que
enfrenta a padres racistas y maltratadores -vamos a decir, amablemente, conservadores
y cascarrabias- con hijos que les han salido rana porque votan a la izquierda o
les han salido homosexuales. O las dos cosas a la vez. Esos tipos
impresentables, que en las películas siempre viven en ranchos muy alejados de
la civilización, y siempre dejan la escopeta a en el porche por si un día pasara
Barack Obama por allí, llaman a sus hijos maricones y chupapollas sin pudor, a
la cara, cuando esos pobres, a pesar de todo, sabiendo de antemano la que les espera,
van a visitarles por Acción de Gracias o por el día de Navidad. Los más
acomplejados en solitario, y los más valientes acompañados, todos con sus looks
californianos o sus estilismos de la costa Este, que para los americanos de
bien son las reservas indias de los hijos que han salido tarados y defectuosos.
Las películas sobre el Día de Acción de Gracias dan para la
hostia de subgéneros porque ellas ya son, en sí mismas, todo un género. Un
drama tan viejo como el cine, de familias que se reúnen ante un pavo asado y
una controversia electoral. Nosotros, en España, no tenemos un equivalente
cultural porque estamos todo el día visitando a la suegra para zamparnos su
paella, o su cocido, un domingo sí y otro también, y hemos convertido en rutina
conversacional lo que para los americanos es un encuentro anual, o bianual como mucho, en el que hay que
vomitarlo todo o callárselo todo, según el tono de la película.
El otro día, en Mi tío Frank, había un tiparraco
despreciable que le escupía a su hijo homosexual todo el rencor de sus genes supuestamente traicionados. Hoy, apenas tres semanas después, me encuentro con otro cabrón de la misma
calaña que encarna Lance Henriksen con toda la brutalidad de su mirada, tan
azul, tan fría, tan casi cibernética, que no necesita los insultos verbales para
que su hijo ya sienta por encima todo su odio y su desprecio.
De todos modos, el momento más inquietante de la película es
ver a David Cronenberg interpretando a un médico que realiza colonoscopias a diario.
Ni una película de David Cronenberg se atrevería con semejante tentación escatológica,
y quizá sanguinolenta.
Inseparables (II)
Siendo yo adolescente, en el barrio, había una par de gemelas muy guapas que animaban el cotarro de nuestro deseo, pero a las que sólo pretendió, que yo recuerde, el macho alfa de nuestra pequeña comunidad. Su sueño era acostarse con ambas una detrás de otra, o en alternancia, o al mismo tiempo, lo mismo le daba, porque al ser incapaz de distinguir a Mengana de Perengana, había descartado cualquier posibilidad de enamorarse, y ya sólo le animaban las fantasías trinitarias, y los bailes de disfraces.
La zona muerta
En La zona muerta, Christopher Walken es un profesor de instituto que tras sufrir un accidente de coche adquiere el poder de adivinarte el futuro cuando te estrecha la mano. Pero nunca te saca el porvenir de las buenas noticias: el aumento de sueldo, la victoria de tu equipo, el revolcón con la mujer largamente deseada... Nuestro protagonista sólo posee la clarividencia de las desgracias, de las muertes trágicas. De los hundimientos de tu economía. No es, por tanto, un chollo de amigo, ni una suerte de cuñado. Hay que tener un par de bemoles para ir a su casa y pedirle consejo en una sesión de "estrechamiento manual". Cuando Christopher Walken vislumbra tu dolor, tu accidente, tu muerte sangrienta, el pobre hombre se agita en convulsiones como si le azuzaran con una picana. Y siendo ya de por sí un tipo de ojos saltones, éstos todavía se le asoman más al precipicio, amenazando con convertirse en yoyós de materia orgánica y viscosa.
Promesas del este
En su trabajo, entregada al cuidado de los recién nacidos, Anna parece poquita cosa: una enfermera de aspecto frágil y sonrisa bondadosa. Pero cuando sale del hospital, Anna se transforma: se calza los vaqueros ajustados, se pone la chupa de cuero, y se sube a la moto de alta cilindrada para buscar a Jacq's por las calles de Londres. Naomi Watts no tiene los pechos turgentes de aquella modelo del anuncio, y quizá por eso, en Promesas del este, David Cronenberg nos priva de ese homenaje a los viejos erotismos. Aún así, embutida en sus galas de motera nocturna, Anna es terriblemente hermosa, terriblemente sexy, y un pajarillo de amor aletea en el pecho de Nikolai cuando éste la conoce.
Una historia de violencia
Hay un momento terrible, en cualquier noche de bodas, pasada la resaca del champán y la euforia del sexo pasional, en que uno, desvelado en mitad de la madrugada, tal vez sentado en el retrete o haciendo zapping frente al televisor, se pregunta quién coño es ese hombre o esa mujer que sigue durmiendo en la cama, o que finge que duerme, tal vez pensando lo mismo que estamos pensando nosotros...
Hace sólo unas horas que hemos jurado amor eterno en la iglesia del pueblo, o en la oficina del ayuntamiento, y ahora, de repente, como nos sucedía en las primeras noches de noviazgo, el otro, o la otra, nos parece un extraño del que desconocemos la mayor parte de su vida. Hemos escuchado relatos, conversado con familiares, compartido anécdotas con amigos comunes y no comunes... Hemos visto fotografías en los viejos álbumes de la suegra y en los perfiles variopintos de las redes sociales. Tenemos muchas piezas del puzle y por eso hemos dado el paso trascendental de amar y de confiar. Pero el puzle del otro siempre va a quedar incompleto, con huecos en la biografía, y piezas que no terminan de encjar. Nadie conoce a nadie, en realidad, pero esta ignorancia no suele traer consecuencias funestas: como mucho podemos desconocer un pecadillo de juventud, un delito menor, un tonteo con sustancias ilegales... Peccata minuta. Cosas de la gente normal.
Maps to the stars
Cosmópolis
Me bastan diez minutos de Cosmópolis para saber que hoy voy a aburrirme mucho, y que tal vez no sea capaz de llegar hasta el final. Siento que mi atención se dispersa, y que mi interés se difumina como un pedo fallido. Las otras películas del nido no dejan de piar, reclamando mi atención. Creo que estoy alimentando al polluelo equivocado, y que me corroe la culpa del padre irresponsable. Entre malhumorado y sorprendido, asisto a esta rareza de los personajes trajeados que hablan en arameo, de las limusinas que vienen y van por la ciudad fantasmagórica. Y no me tranquiliza saber que es David Cronenberg quien pilota este avión con destino a lo ignoto. Este tipo es capaz de lo mejor y de lo peor, y esta vez vamos a estrellarnos contra el suelo apenas levantar el morro. Este canadiense lo mismo te regala un peliculón que te mete en un laberinto que sólo él entiende, con hombres raros, mujeres absurdas, surrealismos de Dalí o de Buñuel convertidos en narración personalísima.
Videodrome
Videodrome cuenta la historia de un productor de televisión-basura al que unos sujetos de oscuras intenciones, nunca bien explicadas, hacen llegar unas “snuff movies” cuya visión produce un tumor cerebral instantáneo (sic) y unas alucinaciones de las de cagarse por la pata abajo. Al pobre James Woods se le abren coños en la barriga, y se le funden las manos como derretidas por el sol. Una cosa como de Luis Buñuel, o como de sueño salvaje de Fellini, pero a lo bestia.
Videodrome sólo tiene sentido en su primera media hora. Hay momentos en que Cronenberg parece reflexionar sobre la violencia en los medios, y sobre la mierda catódica que nos salpica. Pero luego, en un giro lisérgico e imprevisto, le cede el testigo de la locura a su hermano gemelo Bergcronen, y ya no hay manera de discernir la realidad de la alucinación, la vigilia de la pesadilla. La idea coherente de la excusa gratuita que sólo busca provocar el asco –es un decir, con estos cutre gores del año 83- y cazar, de soslayo, como quien no quiere la cosa, alguna teta golosa que pasaba por allí.