Le Havre

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Me pasa con Aki Kaurismäki lo mismo que a los proletarios cuando prueban el caviar. Cuabdi por el azar afortunado de una quiniela o de una herencia de la tía logran acceder a los círculos exclusivos de los ricos. Que prueban las huevas y no les gustan. Que las prueban una segunda vez, convencidos de que ahora el paladar sí responderá a las expectativas, y les vuelven a defraudar. Que no terminan de pillarle la gracia a esta textura de mermelada con sabor a cojón de pescado. Piensan que a los aristócratas les gusta tanto porque es un manjar objetivo, indubitable, al que tarde o temprano será imposible resistirse. Como el whisky de malta, o las angulas verdaderas. Y lo prueban una y otra vez hasta que aprenden a dominar la repugnancia, y a fingir con elegancia en las reuniones sociales, convencidos de que allí todo el mundo miente respecto a los canapés.

Mentir. Disimular. Asentir brevemente con el cuello. Es lo mismo que yo tendría que hacer si me moviera en los círculos sociales de los cinéfilos, y no viviera aislado en esta cueva osera de Invernalia, donde escribo lo que me da la gana. Falsificar la sonrisa cuando se cantaran las maravillas que nos regala Kaurismäki cada vez que sale el sol en Finlandia. Tengo entendido que si te atreves a soltar una crítica negativa en los conciliábulos de la capital,  los masones del asunto te pegan una hostia en cada carrillo y te expulsan para siempre del paraíso de sus tertulias. Exactamente lo mismo que harían los aristócratas con el advenedizo del caviar, si éste lo escupiera en la bandeja de plata donde se lo sirvieron.




Cuento todo esto porque después de haber dormido varias micro-siestas mientras veía Le Havre, luego, en los grandes foros de la cultura, leo alabanzas sobre ella exageradísimas y apoteósicas, que harían sonrojarse al mismísimo Kurosawa o al mismísimo John Ford. De humanista hacia arriba, el diccionario se les queda muy corto a los entusiastas de don Aki y su nueva marcianada, o finlandiada, si lo prefieren. Mientras leo atónito tan unívocas pleitesías, mi espíritu se debate confundido. En los minutos pares pienso que soy un tipo insensible, cinéfilo sólo de boquilla. Demasiado James Bond, quizá. Demasiada sitcom sin mensaje ni calado. Demasiada película vacía que sólo sustentaba una mujer bellísima y semidesnuda de la que yo andaba enamorado. En cambio, en los minutos impares, se me viene el ánimo arriba, y  pienso que  soy un resistente, un guerrillero, un valiente que se atreve a señalar la desnudez imperial de Aki Kaurismäki. Uno de los pocos que llama fábula tontorrona al cuento moral; cutrez al minimalismo; pasividad al hieratismo; gilipollez a la maravilla.

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Extraterrestre

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Hoy he visto Extraterrestre, la comedia de Nacho Vigalondo que algunos tienen por rompedora y adelantada a su tiempo. El último grito de la marca España que arrasa en los festivales frikis de medio mundo. Y yo me pregunto, al finalizar, quizá asqueado por el calor creciente, por la fatiga paralizante, por las sonrisas bobaliconas del personal, dónde estaría la gracia de este invento si no fuera porque Michelle Jenner lo pinta todo con su belleza, y porque además enseña el bonito culo al que aspiran los tres papanatas que la pretenden. Como nosotros, en el mundo real, si ella fuera tangible y cercana...




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Skyfall

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Venía Skyfall muy recomendada por los entusiastas de la saga Bond, y también, de modo insospechado, por algún crítico respetable que ya está cansado de alabar los solipsismos iraníes y los sintoísmos coreanos. Hablaban maravillas de la actuación de Javier Bardem, de la dirección de Sam Mendes, del remozado Q y sus gadgtes ultramodernos y molones... Al final ha sido la misma película de siempre, entretenida y previsible. De nuevo la placentera sensación de estar abandonándote a un pasatiempo inocente y divertido; de nuevo, también, la amarga certeza de haber malgastado dos horas cuando despiertas de la hipnosis y descubres el truco del teatrillo.

A Bardem le dobla en castellano un tipo que no es él, y la sensación que transmiten sus esfuerzos es equívoca y frustrante. De la dirección de Sam Mendes no tengo elementos para el juicio, pues nada sé de las posiciones correctas de la cámara, ni de los matices autorales que subyacen al planteamiento. Los nuevos gadgets proporcionados por Q son una pistola para señoritas y un transmisor de radio que usaba el agente Maxwell Smart. Han querido impresionarnos, sofisticadamente, con la ausencia de sofisticación. Qué tonterías. No hay nada que te enamore en Skyfall. Ni siquiera las chicas Bond me han arrancado un latido de más en el predispuesto corazón. Son modélicas modelos que parecen diseñadas en un laboratorio espacial. Nada se parecen a la vecinita del cuarto, o la compañera del trabajo, que es lo que a mí me pone. 

Skyfall, en su empeño por relanzar la saga, quizá mejore las petardadas anteriores de la franquicia. O tal vez soy yo el que se imagina la mejora, para sobrellevar la función al lado de Pitufo, que se lo ha pasado bomba con cada hostiazo y con cada frasaca. Él está en la edad, y es comprensible. Pero yo, que ya vivo en la cuarentena, soy un sufrido veterano de estas intrascendencias que me han ido robando la vida poco a poco.




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Extras

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En Extras, Ricky Gervais es un actor de reparto que se codea con las grandes estrellas en producciones importantes. Lo que pasa es que a él  -porque ya es cuarentón, y bajito, y gordito, y ciertamente no muy espabilado- nunca le conceden la responsabilidad de recitar una simple línea de diálogo. Él, sin embargo, nunca se rinde. A pesar de las chanzas y ninguneos que sufre de continuo, su confianza en llegar a ser un actor de tronío permanecen intactas. 

Andy Millman viene a ser el mismo personaje que Ricky Gervais ya interpretara en The Office, el David Brent inmune a las críticas de los demás, embelesado de sí mismo hasta el punto de confundir su propia realidad con la realidad misma. Un poco como todos, ciertamente, pero de un modo más exagerado, y por tanto muy cómico. Es una veta  que Ricky Gervais está explotando con mucho acierto, ésta de la subjetividad quimérica en la propia valía, y los misántropos que buscamos pruebas de la estupidez humana aplaudimos con las orejas.

Releo varias veces el párrafo anterior buscando un estilo más depurado y literario, y me encuentro, para mi sorpresa, con un retrato involuntario y muy gráfico sobre mí mismo: cuarentón, gordito, no muy espabilado... Hablando de Ricky Gervais me ha salido, sin yo quererlo, un autorretrato patético. Mis dedos han sido secuestrados por el inconsciente del que tanto habla Slavoj Zizek en La guía del cine para pervertidos. Se ve que me están influyendo mucho sus enseñanzas. Los muertos de mi cementerio mental -que yo tenía muy calladitos a dos metros bajo tierra- están oyendo sus clases magistrales y aprovechan la confusión para salir de sus tumbas y recordarme cuatro verdades muy amargas, ululándome al oído. Son unos hijos de puta muy sinceros y muy puñeteros. 

Es por eso, quizá, que me está gustando mucho Extras. En ella he encontrado otro personaje en el que me veo reflejado, como un espejo que me deformara sólo lo justito, apenas unos centímetros por aquí, y unos pecadillos por allá. Otro álter ego de mis miserias y de mis fracasos. Uno que se arrastra por los rodajes a cambio de un bocadillo de mortadela y de una promesa siempre incumplida de participar en una conversación intrascendente. De hacerse inmortal, por fin, a través de la palabra, como William Shakespeare, o como los locutores del fútbol.





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Enron: los tipos que estafaron a América

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Avergonzado de no entender nada en las páginas color salmón, vuelvo a ver, después de siete años, Enron, los tipos que estafaron a América. Cuánto ha llovido desde entonces... ¡Y que poco ha nevado!, gracias al cambio climático que esta misma gentuza negó tres veces antes de que cantara el gallo, y se derritieran sus torvos argumentos. 

Hace siete años, cuando sólo existían las crisis nucleares, y las crisis de los cuarenta, estos desalmados que provocaron los apagones en California para subir el precio de la energía, y saquear el bolsillo de los pobres, parecían unos simples gamberros del capitalismo: los hooligans más prehomínidos de la afición entregada a la avaricia. Unos tunantes calvorotas, algo torpes, y por qué no decirlo, también un pelín idiotas, que tras delinquir varias veces sin castigo pensaron que ya todo el monte era orégano, y tierra prometida de leche y miel, y se lanzaron al atraco como bucaneros que ya no se molestasen en camuflar su bandera. Qué gente, Jesús. 

Hace siete años pensábamos que estos tipos de Enron eran unos simples tontainas. Miembros gangrenados, excepciones a la regla,  excrecencias del sistema capitalista... Qué poco sabíamos. Sólo dos años después comprendimos que todos los trajeados pertenecían a la misma grey de los sociópatas sin escrúpulos. Humanoides que matarían a su mismísima madre con tal de gozar de un nuevo privilegio, de un nuevo reloj carísimo, de un nuevo yate más grande aún que el anterior. Gentuza que en cada drive de su madera 3 cercena las cabezas de varios esclavos ya despedidos y amortizados. Una raza de delincuentes muy exclusivos. La asociación gangsteril que rige nuestra vida material y espiritual: desde la empresa que nos confecciona los calcetines a los diputados que con su mayoría absoluta arrasan nuestros sueños de felicidad. Nuestros viejos enemigos de clase, sí, que nunca dejaron de serlo. 

Don Carlos pide a gritos salir de la tumba para reivindicar sus viejas teorías, y ponerse a la cabeza de la revolución. Ya estamos tardando en inventar la pócima que lo resucite.




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La historia del cine: una odisea (y IV)

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Termino de ver La historia del cine de Mark Cousins. Ha sido un viaje ilustrativo, pedagógico, a veces emocionante, con bonitos paisajes y confortables hoteles. Al guía británico le pongo un ocho de nota, como aviso a futuros turistas del documental. El señor Cousins ha resultado ser un hombre solícito, didáctico, sobradamente preparado. Nos ha llevado en volandas con su entusiasmo febril,  con su timbre de voz tan peculiar. Sólo cuando se empeñaba en que conociéramos la cinematografía senegalesa, o puertorriqueña, o la de Pernambuco, se nos ha puesto un pelín plasta y pedante. Peccata minuta. 

Tengo la impresión de que al final, en los episodios dedicados al cine moderno, se ha desatado sus ligaduras académicas y se ha puesto a contar lo que le daba la real gana, llevado por sus gustos particulares. El decía que no, pero yo no dejaba de intuir que sí. Da igual. No le vamos a criticar por eso. My kingdom, my rules. Su documental, sus cojones. Y mucho menos que voy a criticarle después de haberle dedicado unos piropos a esa película inclasificable que uno, en su rareza al fin compartida, tiene por obra maestra de nuestros tiempos: Mulholland Drive.  

            Resulta, además, por lo oído en algunos comentarios, deslizados con suma educación entre los contenidos de su asignatura, que Cousins nos ha salido un zurdo de las ideas. Un rojete trasnochado y peligroso al que de momento no van a dar cancha en el No-Do nacional recién reimplantado. No creo que le dejen salir de los canales de pago. Y si le dejan, sólo le permitirán un paseo clandestino en las altas madrugadas, para que lo vean cuatro gatos callejeros escondidos entre las basuras.



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Casino Royale

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Bostezo, disimuladamente, en la punta alejada del sofá, mientras Pitufo se lo pasa pipa con el agente 007 en Casino Royale. Es su primera película de James Bond y creo que el personaje le va a dejar marcado por algún tiempo. Daniel Craig es un fulano de rostro inquietante, psicopático, que lo mismo te vale para salvar al mundo que para cargárselo en una locura. No es un héroe de acción al uso. No tiene el aspecto bonachón de Jason Bourne, ni la ironía socarrona del teniente John McLane. Lo mismo que hace de bueno podría hacer perfectamente de malo, interpretando, por ejemplo, a un hermano gemelo que fuera el jefe supremo de Spectra

Pienso en estas variaciones mientras se suceden los disparos, los derrapes, los diálogos imposibles –por brillantes y rebuscados- que sostiene James con la chica Bond de turno, la bellísima Eva Green de los ojazos también imposibles, y los pechos canónicos no mostrados aquí, pero ya implantados en nuestra memoria desde que los contempláramos en Soñadores. El único recuerdo, por cierto, que nos legó aquella introspección nasogástrica de Bernardo Bertolucci... 

De la señorita Eva dijo una vez don Bernardo: “Tanta belleza es indecente”. Y es cierto. Sólo por ella he aguantado el aburrimiento mientras contemplaba de reojo el entusiasmo palomitero de Pitufo. Mientras él se dejaba llevar por este videojuego de agente secreto, yo solazaba mi mirada en las curvas hipersexuales de Eva Green. Y cuando ella no salía en pantalla, en el recuerdo imborrable de sus óvalos maternales. Gracias a ella he mantenido la coherencia de quien propuso ver esta película y no podía entregarse al abandono irresponsable. ¿Qué hubiera dicho Pitufo de mí, en una próxima recomendación encarecida?



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La historia del cine: una odisea (III). Abbas Kiarostami

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En The Story of Film, Mark Cousins habla maravillas sobre las películas de Abbas Kiarostami que hace unos años casi me costaron la salud y la razón. Mark llega a decir, en uno de su subidones de crítico exaltado, que el final del siglo XX fue “la era de Kiarostami”. Que ante la avalancha de efectos especiales y posmodernismos digitales, el director iraní fue el pérsico guardián de las esencias analógicas. "El más puro y clásico de los directores de su tiempo..." Pues bueno, pues vale, pues me alegro, como diría el Makinavaja. Si tuviera que elegir entre cualquiera de sus películas y Matrix -que era precisamente del año 1999, finisecular y finimilenial- yo, sin duda, me quedaría con los hostiones de Neo haciendo arabescos en el software de un ordenador. Soy así de vacío y de superficial. 

Más aún: si el cine fuera todo él como una película de Kiarostami, prohibidas las persecuciones y los hostiazos, las mujeres bonitas y las tramas enrevesadas, todo bucolismo de personajes que no hablan y paisajes que no se modifican, metrajes estirados hasta el límite de la paciencia o del cachondeo, uno preferiría tomarse la pastilla azul y dejarse engañar por el mundo ficticio del Gran Ordenador. Preferiría ser un cobarde antes que morir desangrado por un bostezo que me desencajara la quijada. La pastilla roja se la cedería gustosamente a Mark Cousins -a quien guardo mucho aprecio a pesar de sus ortodoxas herejías- para que siguiera durmiendo sus siestas entre los cerezos, o entre los olivos, allá en los valles abruptos donde Jerjes y Darío perdieron sus mecheros.



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