Stuck in love

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Stuck in love es una película sobre escritores que se enamoran de gente muy bella y luego lanzan filosofías muy personales sobre la existencia. Así resumidas, las vidas de estos personajes podrían parecerse a la mía, aunque yo esté tan lejos del mar. Yo también escribo en este blog, y aventuro reflexiones vitales, y me enamoro todos los días de una mujer muy hermosa... Fue esa similitud inicial la que me empujó a ver la película, pero luego, minuto a minuto,  fui descubriendo que ni mi yo ni mi circunstancia tenían nada que ver con estos fulanos. El escritor padre -Greg Kinnear- y sus hijos modélicos -la preciosa Samantha y el romántico Rusty- son escritores que escriben de verdad, novelas y cuentos, que publican en las más prestigiosas editoriales de Estados Unidos. Hasta coleguean un poco con el mismísimo Stephen King, que se declara admirador del estilo familiar en un cameo telefónico. La genética les ha hecho guapos, talentosos, decididos. Lo tienen todo para triunfar. Chascan los dedos de la mano derecha y consiguen que la pareja perfecta se derrita por sus huesos. Chascan los dedos de la mano izquierda y el relato perfecto surge en sus Macs impolutos de última generación. Manejan con soltura el género de terror, la novela romántica, la literatura rebelde de la juventud... Tú les sueltas cualquier idea y ellos se ponen a crear como locos. Juntan las palabras con una soltura que a mí me parece arte de magia, enchufe directo con las musas. Siendo habitantes de esta misma galaxia, estos escritores de Stuck in love poseen el poder de los caballeros Jedi, que hacían así con la mano y abrían puertas y doblegaban voluntades. 

    Viven, además, estos suertudos, para romper ya del todo los paralelismos, en una casa chulísima al borde de la playa. La película está rodada en invierno, y los paisajes costeros son grises y relajantes. En consonancia con la estación, los personajes viven una pequeña crisis de sus corazones y sus talentos, antes de que la realidad primaveral los bendiga de nuevo con sus flores. Uno sería inmensamente feliz en una casa así, con vistas al mar, alejada varios metros de los vecinos, con el rumor de las olas arrullando a las musas. Quizá esté ahí el quid de la cuestión, y no en los genes pluscuamperfectos de la familia Borgens. Porque el murmullo permanente del mar tranquiliza los nervios, y organiza las ideas, y las hace fluir a través de los dedos con el orden exacto y la cadencia precisa. Era el agua, finalmente, y no el cromosoma.


           
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Dallas Buyers Club

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No veo a Dios, por ninguna parte, sujetando a Matthew McConaughey en sus escenas de Dallas Buyers Club, que parece que se lo va a llevar una brisa de lo delgado que se quedó. Tampoco veo al Altísimo moldeando sus expresiones faciales, ni le veo manipulando sus cuerdas vocales para producir esa voz a medio camino del poeta y del borracho. No veo el aura, el brillo, el triángulo entrometido, en ningún fotograma de la película. Sólo veo a un actor de talento descomunal sacando a flote un drama  reiterativo y aburrido. Sólo veo al hombre, y no al feligrés. Intuyo que Dios, como mucho, le protegió de los accidentes, de los resfriados, de los imprevistos del rodaje, aunque de esas tareas suelen ocuparse los ángeles de la guarda, que son como los vigilantes de seguridad en la Gran Empresa del Cielo. 

    Pero Matthew McConaughey, cuando recibió su Oscar y dio las gracias al Altísimo, no se refería a eso. Él hablaba de una relación estrecha con el Creador, de una amistad personal, de unas gratificaciones que se le debían por el esfuerzo profesional o algo parecido. Quizá su Amigo no estuvo en el rodaje, indicándole el camino correcto, pero sí en las mentes de los académicos cuando depositaron el voto, obnubilándoles por segundos, susurrándoles una sugerencia divina que arraigó en sus voluntades. No sé qué pensarán de todo esto sus rivales en el premio, a los que también protegieron los ángeles de la guarda, porque llegaron sanos y salvos a la ceremonia de entrega, pero que no encontraron la ayuda del susurro definitivo, del beneplácito decisivo de quien prefería al actor que encarnaba al enfermo y luchador Ron Woodroof. A poco racionalistas que sean, los perdedores de la gala pensarán lo mismo que pensamos nosotros: que si eres buen actor, interpretas a un enfermo de sida y te dejas treinta kilos de grasa en el empeño, tienes todas las opciones de ganar. Y que lo divino no pinta nada en todo esto.




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Le Week-End

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En Le Week-End, una pareja de sexagenarios británicos deciden pasar su aniversario de bodas en París, a todo trapo, sin reparar en hoteles de lujo ni en restaurantes de postín. Él es un profesor de universidad al que han "invitado" a jubilarse, y ella una profesora de instituto que está a punto de abandonar la nave de la educación. Este fin de semana en París será `probablemente el último de su esplendor económico, y tal vez sexual. 

    Como sucede en cualquier matrimonio veterano, es obvio que ellos ya no se aman, pero siguen necesitando la compañía. El amor es un sentimiento reservado a los más jóvenes, que viven la ilusión del tiempo infinito, el placer somático del sexo, la creencia de que las personas cambian con el tiempo y se amoldan a nuestros deseos. Los jóvenes aman  porque follan mucho, y sostienen filosofías poco ancladas en la realidad. Los matrimonios como este de Le Week-End ya han cruzado todos los volcanes, todos los abismos, y el paisaje final es un páramo aburrido donde ya no hace ni frío ni calor. Ahora reinan los sentimientos tibios, el cariño, o el respeto, según el día o las circunstancias. Como un par de niños en vacaciones, estos británicos de parranda juegan a que se enfadan, a que se separan, a que se van con otras parejas a vivir la noche francesa. Pero saben, en el fondo, aunque París les envuelva como una ciudad de luz y tentaciones, que su destino final es seguir juntos. Y más ahora, que ya no valen un euro en el mercado de las parejas, y que las enfermedades hacen cola en la puerta y ya empiezan a golpear tímidamente, toc, toc...





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Nebraska

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Las familias reunidas son el infierno en la Tierra. No caben más estupideces, más engreimientos, más mentiras por metro cuadrado que las que se apiñan en un banquete, o en la cafetería de un tanatorio. A uno, cuando iba a estas cosas, siempre le ahogaba el aire, el calor, el ansia de huir... Así que dejé de presentarme. Nadie me echa de menos, y lo mismo me sucede a mí con los demás.
Uno, en los últimos años, sólo sabe de las grandes familias gracias a las películas. Sobre todo de las familias norteamericanas, que uno se topa prácticamente todos los días, lo mismo en los dramas que en las comedias. Podría hacer una tesis doctoral sobre este asunto sin tocar un solo libro, ni consultar un solo especialista. Casi podríamos decir que es mi tema, y tal, pues he frecuentado familias catódicas desde la más tierna infancia, desde Con ocho basta o La casa de la Pradera. Allá en América he conocido familias de todos los colores, de todos los credos, de todas las geografías. Jamás he probado el pastel de cerezas, ni la mantequilla de cacahuete, pero sé de sobra a qué saben estos productos, porque a fuerza de imaginarlos han dejado huella en mi paladar.


Alexander Payne -al que en este blog se profesa una admiración especial-  jamás sigue las huellas que otros han ido dejando. Lo suyo es adentrarse por los caminos personales, a riesgo de hacer el ridículo, o de perderse en vericuetos. Él es, por fortuna, un senderista experimentado que siempre llega a la posada por el camino más insospechado, y te regala anécdotas y fotografías que otros más previsibles no pudieron conseguir. Payne es consciente de que los cineastas americanos, cuando se ponen a contar el asunto de las familias taradas, se quedan  muy cortos o muy largos. O nos presentan gentes desestructuradas al borde de la psicopatía, o se regodean en otras que parecen recién caídas de la imbecilidad. El espectador medio no se ve representado en ninguno de los dos casos, porque las familias del cine americano son constructos del propio cine, que se han ido alejando con el tiempo de lo real.
En Nebraska, Alexander Payne tira por la calle de en medio, que es la calle de lo normal, y nos presenta a una familia problemática pero pacífica en la que es muy difícil no verse reconocido,  y no reconocer a unos cuantos sujetos que forman parte de nuestra  propia parentela. Me gustaría entrar en detalles, pero no puedo. Sonrío varias veces cuando me topo con los tíos y primos que viven en Hawthorne, Nebraska: sus eternas conversaciones sobre los coches y las distancias recorridas en ellos me traen a la memoria viejas convivencias. Se parecen tanto, la América Profunda, al Noroeste Ancestral...




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Philomena

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A poco de comenzar Philomena, el periodista Martin sostiene este diálogo con la hija de la propia Philomena:

Kathleen: No pude evitar escuchar que es usted periodista. Conozco a una mujer que fue madre adolescente. Mantuvo el secreto durante cincuenta años. Me acabo de enterar hoy. Unas monjas le quitaron a su hijo. La obligaron a darlo en adopción. Lo mantuvo en secreto todo este tiempo…
Martin: Estoy escribiendo un libro… sobre la historia de Rusia. Eso es lo mío. Lo tuyo es “interés humano”. Yo no hago eso.
Kathleen:¿Por qué no?
Martin: Porque “interés humano” son historias sobre personas vulnerables, débiles e ignorantes que personas vulnerables, débiles e ignorantes leen.

      Me he reído con la gracia porque pienso exactamente lo mismo que el periodista. La expresión “interés humano” siempre esconde argumentos simplones, sentimentaloides, de trazo muy grueso. Buenos de mazapán y malos de pacotilla. Lágrimas extraídas a muy bajo precio del subsuelo lacrimal. Uno ya viene advertido de que Philomena es una película de “interés humano”, y se toma la gracia de Steve Coogan como una autoparodia del drama que vendrá a continuación. Las fechorías de estas monjas irlandesas son las mismas que aquí perpetró la difunta sor María, con el beneplácito de la autoridad competente, y uno sabe que este tema no puede abordarse desde la comedia, o desde el cinismo. Hay que arremangarse y meter la mano entre los sentimientos, como un cirujano de guerra en pleno bochinche. No queda otra. Pero Steve Coogan, en esa línea de diálogo, es como si nos guiñara un ojo y nos dijera: sabemos el terreno que pisamos, no os preocupéis. Esto no va a ser un culebrón para señoras maduritas. El tío Frears y yo no lo vamos a permitir. Habrá lágrimas, sí, pero muy escogidas, y muy traídas a cuento. Y habrá, también, por descontado, una buena reprimenda a la Iglesia Católica, y a su pérfida infantería de la voz calmada y la lengua bífida. 

            Pero no son tales, las promesas que uno imaginaba. Philomena es, realmente, una película de “interés humano”. Una buddy movie de mamá religiosa y periodista agnóstico que buscan al hijo traspapelado por las monjas.  Philomena es, como ya nos advertían al principio, una mujer vulnerable e ignorante, que está dispuesta a perdonarlo todo, incluso el secuestro de su hijo. Las monjas que le amargaron la vida le parecen, en el fondo, buena gente, aunque un poco particular. El periodista Martin no puede creerse tanta bonhomía estúpida de su amiga, y trata de zarandear su conciencia para que proteste, o suelte al menos algún mecachis en la mar. El espectador, obviamente, está con él, pero Coogan, el guionista, y Frears, el director, están obviamente con Philomena, a la que siempre reservan la última frase, la última sentencia, poniendo al bueno de Martin de vuelta y media, como si su pensamiento crítico estuviera pasado de moda. Es como una revancha moral sobre la Ilustración que no se entiende muy bien. Como una venganza histórica que no viene a cuento. Como si valiera lo mismo una duda razonada que la creencia ciega.  No se lo esperaba uno de este par de británicos, tan progres como parecían.




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Caníbal

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Esta película española titulada Caníbal, que anunciaban como terrorífica y muy particular, ya la filmó hace quince años Atom Egoyan en las calles de Londres, que no de Granada. Se titulaba El viaje de Felicia, y el psicópata de turno era el entrañable y muy convincente Bob Hoskins, uno de los grandes actores olvidados cuando se elaboran las listas, o se conceden los premios conmemorativos. No recuerdo si este asesino de Atom Egoyan también se comía el solomillo de sus víctimas acompañado de un buen vino, como hace Antonio de la Torre en plan Hannibal Lecter, pero sí recuerdo que su afición principal era la cocina, y que se arrepentía de sus fechorías en el momento más inesperado de la película, así que por ahí se anda la historia. 




Y es que aparece un psicópata en cualquier película, y ya te sale, sin quererlo, un juego de asociaciones con los innúmeros malandrines que le precedieron. En la vida real, los psicópatas son un vecino de cada mil, y la mayorìa ni siquiera asesinan: sólo te putean, o te buscan las cosquillas, o se meten a policías o a guardias civiles para dar mamporros al amparo de la ley. Son notorios, pero escasos, los psicópatas que viven a este lado de la pantalla. En  la ficción, en cambio, es como si la psicopatía fuera el mal común de los habitantes, y todo el mundo guarda ganchos de carnicero en el garaje, y cadáveres corruptos en el jardín. 

  Los planos de este asesino de Caníbal masticando la carne femenina son clavados a los que retrataban a Mads Mikkelsen en Hannibal, la fallida serie que hace meses quiso hacerse un hueco en este blog. ¿Que el criminal es un sádico matamujeres y además sastre? Ahí está el villano de El silencio de los corderos para completar el árbol de referencias. ¿Que el criminal lleva años sembrando el terror en la comarca y nadie relaciona sus asesinatos? El malvado de Los hombres que no amaban a las mujeres sale a la palestra para seguir jugando a este Trivial Pursuit de los sanguinarios, muy pronto en las jugueterías, y establecimientos autorizados.



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En la casa

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Por la tarde, en el sofá, postrado por un virus que me incapacita para continuar la vida civil, veo En la casa, aclamada obra del director François Ozon. 

En la casa es como una película de Woody Allen pero sin chistes ni apartamentos de Manhattan. Monsieur Germain es un profesor de instituto que se parece mucho al director neoyorquino en lo físico, y en los tics del personaje. El profesor Germain imparte literatura en un instituto de chavales sin futuro, y vive desesperado de su incultura hasta que descubre, en una redacción sobre las vivencias del fin de semana, a un alumno de vena literaria, ocurrente y fluido, inquietante en la escritura, seductor en la cercanía del trato. Como en las películas de Woody Allen, el profesor se encapricha de su alumno y se postula como tutor particular, como mentor literario y guía espiritual. Una película de maestro griego y alumno efébico, pero sin túnicas ni homosexo. 

Para profundizar en la educación de su alumno y enseñarle los modelos de la gran escritura, Germain le proporcionará varios libros de su propia biblioteca, entre ellos Crimen y castigo, de Dostoievski, que el alumno recibirá con cara de disgusto. Una cosa es escribir para pasar el rato y dejar patidifusas a las chavalas, y otra, muy distinta, tener que tragarse ese tocho de personajes decimonónicos acabados en "ov", o en "osky".


            Luego, por la noche, mientras los virus se baten en retirada, veo el tercer episodio de Freaks and Geeks. En él, Sam es obligado por su profesora de literatura a leer -oh, la casualidad- Crimen y castigo, porque se ha enterado de las mierdas que suelen leer sus alumnos: la novelización de Star Wars, o la biografía de Samy Davis Jr.. A veces la realidad te sorprende con casualidades inquietantes, como cuando piensas en alguien que no has visto durante años y de pronto te lo topas por la calle.  Y lo mismo sucede algunos días con la ficción, que ves una película de instituto francés pensando por qué todos los profesores, los novelistas, los culturetas, recomiendan esos libros insufrible e inabordables de rusos del siglo XIX, y horas más tarde, en otra ficción completamente distinta, te encuentras a otro chaval de catorce años que también ha de leer la misma monserga. Un chaval muy parecido a  ti, además, en las virtudes y en los defectos, que odia a su profesora de literatura como tú odiabas a tu profesor de lengua española, que hablaba con la voz engolada y declamaba versos de Góngora que nadie comprendía.



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Los climas

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Es una película extraña y bellísima, Los climas. Una historia de amor y desamor que empieza en el tórrido verano de la playa y acaba en el crudo invierno de las montañas. A la sombra de las sombrillas, los amantes filosofan sobre su amor con las palabras justas, y los gestos comedidos, como si temieran que un esfuerzo superfluo desatara los suodres. No hay margaritas, en las playas de Turquía, pero ellos deshojan los pétalos con una molicie que en otras películas sería un coñazo insufrible, pero que aquí, gracias a la pericia de Nuri Bilge, exhala un vaho hipnótico, sedante, como de opio o de arrullo.  

Meses después, en el invierno, en el quinto pino de la península de Anatolia, los amantes resolverán su aventura con los labios paralizados por el frío, porque cae la nieve sobre los turcos, y sobre las vidas, y es como un manto espeso que congela los sentimientos para consumirlos en mejor ocasión, cuando llegue el nuevo verano, y el erotismo de los cuerpos se mezcle con la trascendencia del amor.


         En Los climas, Turquía parece un país de ensueño, misterioso y variado, con paisajes que van de lo verde a lo desértico, de lo alpino a lo estepario. Cada plano es una fotografía, una estampa, como si Nuri Bilge, imitando al Peter Jackson de Nueva Zelanda, nos fuera contando una historia y al mismo tiempo nos invitara a coger un avión de Turkish Airlines para plantarnos en Estambul, a tiempo de cenar. Cuando los amantes no hablan, uno solaza la mirada en las tierras milenarias donde Paris buscó el amor de Helena. He de reconocer, no obstante, que a mitad de película casi me duermo, pues llegado el otoño intermedio de los climas,  los amantes se dan un respiro para beber de otras fuentes, y desaparece de la pantalla esta mujer hermosa que se llama Ebru Ceylan, de la cual yo había caído enamorado en el primer fotograma. Más tarde, en internet, descubriré que ella es la mismísima mujer del director, guionista de sus películas, directora ocasional de las suyas propias. Una belleza extraña y exótica, también la suya, como la propia Turquía que la vio nacer y desarrollarse. La hermosura de Ebru Ceylan vive a medio camino de lo asiático y lo occidental, de lo sensual y lo sexual, del cerebro y de la gónada. Ella ha sido la pasión turca de mi invierno castellano, olvidados ya los viejos recelos del moro en la costa, y de las galeras heroicas hundidas en Lepanto.



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