Las sesiones

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Al mundo hemos venido a follar. Esa es la tarea principal que la naturaleza nos encomendó. Follar. Esparcir nuestros genes por el mundo, y prorrogar nuestra muerte en la vida de los hijos. El deseo sexual es el programa básico que articula nuestro disco duro. Todo lo demás -la literatura y el arte, el fútbol y la baraja, la barbacoa del domingo o el café del mediodía- sólo son el pasatiempo, el matarratos, la preparación para la batalla o la tregua concedida por el instinto.

            Mi antropoide, como ya saben los viejos lectores, se llama Max, y vive en las cavernas húmedas de mi organismo, allá donde se confunden  las vísceras del comer con las vísceras del amor. Él viene y va constantemente, a cuatro patas, con el plátano en la mano, consultando la hora con impaciencia: "Bueno, empezamos o qué". Yo siento sus pasos, sus murmullos, su búsqueda incansable del tesoro, como un Gollum que viviera de okupa por mis adentros.  A todos los hombres, desde que entramos en la adolescencia, se nos encomienda el cuidado de un mono simpático y rijoso traído de África. Nadie me advirtió de esto en su momento, ni me puso sobre la pista, pero una mañana de mis doce años, al despertar, igual que Gregorio Samsa descubrió a su escarabajo, yo descubrí a mi antropoide compartiendo la almohada llena de pelos, saludándome con una sonrisa picarona. "Bueno, empezamos o qué". 

            Mark O'Brien, el personaje real de Las sesiones, fue un periodista y poeta aquejado de poliomielitis. Confinado a la camilla y al pulmón de acero, consiguió que la Universidad de Berkeley aceptara su solicitud de cursar estudios presenciales. Mark sentó un precedente legal que muchos discapacitados aprovecharon después. No contento con esa hazaña, a la edad de treinta y ocho años decidió dejar de ser virgen, y pasando por encima de los mandamientos de su propia religión, contrató a una terapeuta sexual para celebrar la caricias y el coito, en pecaminoso y enrevesado acto de joderío. Mark O'Brien, como todo hijo de vecino, también llevaba un antropoide en las entrañas que le preguntaba todos los días por la hora. "Bueno, empezamos o qué". Uno muy frustrado y revoltoso, que vivía encerrado en un organismo paralizado. Un antropoide que un día gritó basta y se hizo con las riendas de la voluntad. Cuando se trataba de sexo, era el antropoide de Mark el que hablaba por su boca, y para los antropoides no existe el infierno, ni los santos, ni los diez mandamientos que se dieron a sí mismos los antiguos. Sólo la hembra, la rama, el fruto jugoso que se deshace en la boca.


 - ¿Por qué la llamas polla y no pene?
- "Pene" suena a verdura insípida. "Polla" suena a lo que es.




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No es país para viejos

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6 años menos tres días. Ése es el tiempo exacto que ha transcurrido desde que vi, por primera vez, No es país para viejos, mi decepción más sonada con los hermanos Coen. Recuerdo que escribí cosas por los foros denunciando el final incomprensible, las preguntas sin respuesta, la desidia sin remaches, y que luego hube de esconderme en las cavernas mientras pasaba el temporal de las refutaciones, todas muy críticas con mi herejía. Muchos que hasta entonces ni siquiera los conocían, los llamaron maestros por haber ganado el Oscar, y se proclamaron apóstoles y evangelistas de su cine. Y yo, que durante veinte años fui su discípulo predilecto, que los acompañé en la travesía del desierto y en la pesca de almas a orillas del Misisipi, tuve que traicionarlos en el momento de su mayor gloria, como un Judas vendido por cuatro tonterías del argumento. 


            Les he seguido de lejos, todo este tiempo, viéndolos sin que ellos me vieran, disfrazado en los cines, o agazapado en los sofás. Después de No es un país para viejos nos entregaron Quemar después de leer, y los di por acabados, y por repetidos, como si ya hubieran dicho todo lo que había que decir, y estuvieran prontos a regresar al cielo de sus mansiones. Pero luego, por sorpresa, rodaron ese peliculón que casi nadie comprendió, Un tipo serio, y una fe renovada brotó en mi corazón. Un brote rojo, que no verde, de músculo cardíaco que volvía a formarse y a latir con impaciencia. Los advenedizos salieron espantados en busca de nuevos ídolos, y los viejos discípulos, que en las desventuras de Larry Gopnik recobramos las viejas esencias y los viejos guiños, fuimos saliendo poco a poco de nuestro exilio. 

    6 años -menos tres días- he tardado en volver a enfrentarme con los viejos fantasmas del desierto tejano, a ver si esta vez comprendía la película oscarizada. Pero ha vuelto a faltarme el aliento. Al cabo de una hora de argumento me pudo la sed, la insolación, la monotonía del paisaje, y empecé a ver espejismos donde otros siempre han visto enjundias del guión. Pero no importa. Me he sentido cómodo en esta segunda visita, ya no cabreado, sino sólo sorprendido, y expectante. Tras un largo caminar en solitario he vuelto al redil de los Coen, a la vera de los maestros, y ellos me han acogido como al hijo pródigo que un día se fue a los otros cines, a ver otras películas.




        
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L'Apollonide

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L'Apollonide del título es una casa de putas que ahora llamaríamos de alto standing, con madame bien vestida en el recibidor, y currantas explotadas que reposan lánguidas sobre los divanes. 

La película, onírica y barroca, cuenta el vivir diario de este prostíbulo en el París de la Belle Époque. Allí acudían los ricachones no sólo a follar, que al fin y al cabo sólo es una gimnasia para el desahogo, sino a escaparse del mundo, y a olvidarse de sus esposas ya distantes y siempre malhumoradas. En L'Apollonide, los ricachones que explotaban a la clase obrera encontraban champán, sonrisas, largas conversaciones mientras acariciaban un pecho o jugueteaban con un mechón de pelo. Más importante que el sexo, era la sensación extraña de encontrarse en un lugar fuera de París, huido del tiempo, rodeado de jóvenes hermosas que parecían salidas de un cuadro impresionista, o de un cielo recién inaugurado sobre los tejados. Casa de putas, sí, pero también cápsula del tiempo, hogar de reposo, sanatorio del espíritu. 

        Jamás he entendido la expresión "esto parece una casa de putas" cuando alguien quiere denunciar el mal funcionamiento de un hogar, o de una institución. Los prostíbulos de postín como L'Apollonide son modelos organizativos que valdrían lo mismo para un cuartel militar que para una fábrica de coches alemana. Las putas de la película -más allá de su condición de esclavas- son trabajadoras concienzudas, y muy solidarias con sus compañeras. Dirigidas por una madame que conoce los intríngulis del negocio, ellas ganan mucho dinero al mismo tiempo que seleccionan a su clientela. Son putas muy profesionales que se bañan todos los días, y se perfuman el parrús después de cada contacto. Pasan revisiones periódicas con el médico, y se dan de baja en el servicio si contraen alguna enfermedad, lavando y cocinando para las demás. A lo mejor es que L'Apollonide es un prostíbulo francés, y ya se sabe que en Francia, como en Europa, de toda la vida, los servicios públicos funcionan a las mil maravillas. Tal vez la expresión despectiva “como una casa de putas” sólo exista en nuestro idioma castellano de la chapuza nacional. Quizá los lupanares hispánicos vayan igual de mal que los colegios, o que los hospitales, siempre al borde de la crisis o del cierre porque los ricos se educan en los curas, y se sanan en Nueva York, y se traen las putas directamente a los yates fondeados.




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Import-Export

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Como si fuera un psiquiatra vienés del siglo XXI, Ulrich Seidl ha recogido el testigo dejado por Sigmund Freud para seguir divagando sobre el sexo y la religión, que es lo mismo que divagar sobre el sexo y la muerte, los dos temas fundamentales que estructuran nuestra existencia. Con permiso del fútbol, claro está, que estructura los fines de semana y ya lo mismo nos da follar que morirnos en el sofá, porque la vida, cuando hay fútbol, queda en suspenso, seducidos por el balón que viene y va como el reloj oscilante del hipnotizador. Me gustan los cineastas como Ulrich, que van al grano, al meollo de la cuestión, aunque a veces ponga la cámara tan cerca de sus personajes que a uno le llegan incluso los olores, o las salpicaduras de alguna secreción.


Después de terminar su trilogía Paradies, decido aventurarme en el pasillo de su filmografía anterior para descubrir nuevas historias retorcidas. Abro la primera puerta, una que pone Import-Export, y allí conozco a una mujer ucraniana que trabaja de enfermera en un hospital grimoso de su país, uno de paredes tan grises como el cielo plomizo de su invierno. A Olga, que así se llama la exsoviética de nuestros sueños, deben de pagarle cuatro rublos mal contados, porque vive en un apartamento cutre y diminuto, apenas una covacha que comparte con su hijo recién nacido y con la madre que le ayuda en las tareas. Olga, en un ataque de desesperación, decide largarse a Viena, a trabajar de lo que sea, lo mismo de actriz porno que de limpiadora en un geriátrico, para enviar un sueldo digno a casa. 

Hasta aquí la película promete. A la belleza de Olga se suma la denuncia de esta sociedad opulenta que trata a sus trabajadores como esclavos, y mucho más si provienen del Este, como si fueran tontos, o apestados, o culpables de haber vivido setenta años bajo el comunismo. Pero como ya sucediera en su trilogía Paradies, el amigo Ulrich se cansa a los tres cuartos de hora de contar su propia historia, y deja que la cámara, ella solita, filme lo que dé la gana, mientras él duerme la siesta o juega la partida de tute. La cámara, atada a su trípode, se limita a rodar planos fijos que ya nada aportan, sólo más miserias y degradación. Un bostezo que nace de mi coxis recorre la espina dorsal y termina desembocando en mi garganta, poniendo a prueba los tornillos que sujetan los maxilares. Llego al final de Import-Export con tal desinterés que ahora mismo quiero recordar la película y ya no me sale. 



 
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Paradies: esperanza

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Mientras su madre folla con negros en las playas de Kenia y su tía  predica el evangelio desde una furgoneta de Radio María, Melanie, que es la protagonista de esta última entrega de la trilogía Paradies, pasa las vacaciones de verano en un campamento para adelgazar gordos irredentos, allá en las montañas donde Heidi retozaba con Niebla. Uno, en su ignorancia, pensaba que estos remedios sólo existían en Los Simpson, en aquellos episodios en los que Bart se ponía como un barrilete y sus padres lo enviaban allí para descansar de su presencia. Pero se ve que no, que estos internados son reales, al menos en el bárbaro mundo de los anglosajones y germanos, aunque aquí, en la película, por mor del eufemismo, los llamen "campamentos dietéticos", como si fueran celebraciones festivas de la ensalada y el yogur desnatado.


            Durante el día,  Melanie  y sus sufridos compañeros serán sometidos a todo tipo de torturas. Un profesor de gimnasia más gordo que ellos los colgará de las espalderas, los hará rodar por las colchonetas, los someterá a duras travesías campo a través... Cuando ya no puedan ni moverse, una escultural monitora les proyectará documentales sobre el autocontrol de la ansiedad, y sobre las repercusiones negativas de los alimentos hipercalóricos. Luego, por la noche, en la intimidad de las habitaciones, los chavales y las chavalas se pasarán chocolatinas de contrabando para seguir manteniendo la figura, y tirar el esfuerzo sudoríparo por la borda. Tampoco es que los guardianes pongan excesivo celo en la vigilancia. El campamento, como tal, es un timo para burgueses, un sacacuartos para padres que quieren desprenderse una temporada de sus retoños. La convivencia, en cambio, sí les servirá a los usuarios para ponerse al día en los asuntos de la práctica erótica. La mayoría son clientes marginales en el comercio sexual de sus institutos, y aprovecharán su reclusión para formar una especie de "Rechazados Anónimos" donde contarán sus experiencias y sus desconsuelos.    


 
            Melanie, que  pica más alto que los demás porque después de todo es rubia y no mal parecida, aprovechará la dejadez de los vigilantes para tentar sexualmente al médico del campamento, un cincuentón de buena figura al que las rubias gorditas le ponen muy travieso. Si su madre vive obsesionada por los mandingas de piel de ébano, y su tía no conoce a ningún hombre más apuesto que Jesucristo, Melanie perderá la cabeza por esta figura paternal de ojos azules y mirada de verraco. La trilogía Paradies ha resultado ser, a fin de cuentas, la historia de tres mujeres que buscaban la satisfacción sexual por caminos extraños y retorcidos. Tres locuras de amor en tiempo de verano. Tres películas muy sórdidas, que diría Juan Manuel de Prada, mi némesis de la derecha rancia. Tres rarezas que empiezan muy bien y luego terminan en un largo bostezo, porque Ulrich Seidl muestra, pero no cuenta; circunvala, pero no atraviesa. Un fotógrafo de lo grotesco, más que un narrador de historias.




           
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Moneyball

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Visto desde la distancia de un océano, el béisbol parece un deporte absurdo, una pachanga que juegan cuatro gordos en un campo triangular armados de cachiporra y máscaras protectoras como de Hannibal Lecter. Me juran, los más pro-yanquis de mis conocidos, que el béisbol es un deporte con todas las de la ley, apasionante y estratégico, con carreras y sudores que te empapan la camiseta, o el polo ese raro como de misa de domingo que llevan. A veces, ante su insistencia, en las noches más tontas del año, uno intenta seguir algún partido de béisbol en los canales de pago, pero siempre me topo con figuras estáticas que parecen formar parte de un belén, y que de pronto, por causas incognoscibles, corren en solitario como si les hubiese pegado un siroco. Hay, además, cien pausas para la publicidad, o para el comentario experto, que me acaban sacando de quicio. Se pongan como se pongan mis conocidos, el béisbol no es un deporte exportable a la cultura europea.

Moneyball es una película sobre el mundo del béisbol, la historia real de cómo Billy Beane, mánager de los Oakland A's, creó un equipo mítico con los cuatro duros de presupuesto que el dueño le concedió. Aunque los personajes hablan de béisbol a todas horas, y uno, desde su ignorancia, y desde su desdén, no sabría distinguir a un catcher de un pitcher, Moneyball ha resultado ser una película fascinante. Un guión suculento lleno de frases imborrables y diálogos endiablados que firma, una vez más, Aaron Sorkin. Yo amo a este tipo, joder...

Moneyball es la lucha heroica de dos tipos, Billy Beane y su experto en análisis Peter Brand, por cambiar el sistema entero de ojeadores y fichajes. Donde los otros especialistas veían a jugadores desastrados y sin futuro, ellos, armados de ordenadores y de sentido común, supieron encontrar a tipos que pedían a gritos una oportunidad.  Juntaron el buen ojo con la buena suerte y construyeron un equipo imposible, que batió el récord de victorias seguidas en las Grandes Ligas. Quien esto escribe no terminó de saber muy bien por qué ganaban tantos partidos, porque las explicaciones son dadas todas en germanía. Pero uno se deja llevar, y termina tan emocionado como el más entusiasta seguidor de este deporte de la garrota. El truco está en olvidarse de que Moneyball va sobre béisbol, e imaginar que uno está viendo a Rinus Michels implantando el fútbol total. A Arrigo Sacchi marcando la línea del fuera de juego a cuarenta metros de la portería. A Pep Guardiola ganando las Copas de Europa con un equipo quimérico formado sin delanteros. Moneyball es béisbol, pero podría ser cualquier otro deporte. Podría ser fútbol, por ejemplo.





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Mamá

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Me han vuelto a engañar con la enésima película de terror que iba a ser diferente. Esta vez ha sido Guillermo del Toro, el gordinflón que producía y publicitaba Mamá, el que ha dado falso testimonio ante el jurado de espectadores. Ahorita va a ser distinto, güey. La madre que lo parió... Estos tunantes nos pescan como truchas de escasa memoria y poco juicio. Saben que los cinéfilos somos ávidos, impacientes, que escuchamos cualquier adjetivo promisorio y nos tragamos el anzuelo hasta la laringe, aunque el gusano sea un sujeto sospechoso que ya nos sonaba de otras estafas. A las truchas nos puede el ansia, el hábito, el vacío estrecho de esta corriente monótona y fría. Este tal Andrés Muschietti que dirige Mamá es un cinéfago que ha regurgitado en la película los clichés mal digeridos de toda la vida. Los más acérrimos se conforman con esto, y dicen que no hay más cabras que ordeñar, ni más variantes que inventar. O lo tomas, o lo dejas. El pasillo que se recorre, la sombra que se desliza, la electricidad que se va, el armario que se abre, el bosque que se cierne, el científico que se inmola, el protagonista que no se entera... La misma tontería de siempre... Que da susto, sí, y que entretiene mucho, pero que también es, aunque parezca paradójico, una pérdida de tiempo lamentable. 




   
 
           Han tenido, además, estos latinos enamorados de las mujeres morenas, la desfachatez de volver negro el cabello fueguino de Jessica Chastain. Han querido afearla por exigencias del guión, para hacer de Mamá un relato más siniestro y oscuro.  Me la han convertido, a mi Jessica, en rockera gótica, en compatriota nacional, estos bellacos. Pero no han podido apagar su belleza radiante de californiana criada al sol. Su piel blanquísima relucía como nunca en contraste con ese pelo azabache y absurdo. No había oscuridad en los pasillos tenebrosos cuando Jessica vagaba por ellos. Ella, la heroína, parecía el blanco fantasma de un amor.

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El capital

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Faltaba Costa-Gavras, el viejo guerrero de la izquierda europea, por darnos su versión particular de esta crisis financiera que nos está dejando con el culo al aire. Costa-Gavras lleva décadas denunciando a los poderosos en sus películas, y se ha ganado el derecho de gritarnos que él ya advirtió de esta catástrofe antes que nadie. Antes ya le había zurrado a los militares y a los curas en películas como Missing o Amen; ahora, en El Capital, saca el cinturón de púas para zurrar a los banqueros, y completar así su trilogía personal sobre los explotadores de los pobres. Es la misma chusma que una vez inmortalizó Ivá en su álbum de Makinavaja: Curas, guardias, chorizos y otras gentes de mal vivir.



            Si otras películas del subgénero bursátil optaron por retratar a esta gentuza de los trajes carísimos sin entrar en el intríngulis económico de los números, Costa-Gavras ha preferido hacer un poco de pedagogía con el espectador. Aunque no es un documental, los personajes de El Capital explicotean sus asuntos como si fueran radiándose a sí mismos. Te compro por esta razón y te vendo por esta otra. A muchos, por lo que leo en internet, les ha molestado el experimento. Lo consideran redundante y ofensivo, pues ellos, al parecer, ya vivían muy enterados de estos asuntos monetarios y fiscales. Lo de los fondos tóxicos es un tema que manejan con la misma soltura que las reglas del fútbol. Uno, sin embargo, como el niño más tonto de la clase, agradece este esfuerzo de Costa-Gavras por hacernos entender la materia, aunque luego la película no sea gran cosa y uno empiece a olvidarla nada más verla. 

Mi incapacidad para entender la economía ya es legendaria por estos pagos. En estas películas de ejecutivos siempre hay uno que vende y uno que compra, uno que pica y uno que estafa, pero nunca acierto a distinguier quien es quien. Me fijo en los jetos para identificar al tiburón de mirada más fría y dentadura más afilada, pero aquí, en El capital, los actores han sido sabiamente elegidos, y todos nadan con el mismo rostro inexpresivo y asesino. El que no es más hijoputa es porque no puede, no porque sea más humano, o tenga más escrúpulos. Es la vida misma, en las altas esferas, y en los fondos abisales.






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