Llámame Peter (The life and death of Peter Sellers)

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Nacer con un carácter especial y problemático es apostar al doble o nada de la existencia. Lo más normal es que, quien así padece, acabe desaparecido en el fracaso, empleado en un mal trabajo, apalancado en la barra del bar cuando se encienden las primeras farolas. La vida gris de quien no supo adaptarse a las exigencias y se perdió en sus propios laberintos.  La gente que no tolera el fracaso, que no aprende de sus propios errores, que tiene un autoconcepto tan elevado que vive a mil kilómetros de altura de su yo terrenal y verdadero,  suele estrellarse contra un mundo que está hecho para los que saben esperar, para los que miden sus fuerzas y calculan el momento exacto del provecho. 

Existe, sin embargo, entre este gremio de los desnortados, una minoría exigua que logra doblar sus ganancias en la ruleta, porque al nacer, adosada a su excentricidad insoportable, como en un pack de regalo de los supermercados, viene una genialidad que los hará brillar por encima de la mediocridad reinante. A su habilidad especial sumarán el ego incombustible que los ayudará a comerse el mundo a bocados, y que los condenará, también, a vivir solitarios en la montaña inalcanzable del éxito.



Este es el caso, por lo que cuentan, de Peter Sellers. En Llámame Peter -que es un biopic olvidado de altísima enjundia, con un Geoffrey Rush que no interpreta a Sellers, sino que es el mismo Sellers- descubrimos a un hombre enigmático, sin personalidad definida, que se plantó en el mundo de los adultos con una mente infantil que no aceptaba negativas, que se encaprichaba de lo primero que veía, que premiaba y castigaba a sus semejantes con criterios que mueven a la risa o al hartazgo. Peter Sellers –para qué andarnos con rodeos- era un tipo insoportable. Un payaso como padre, un cretino con las mujeres, un déspota con sus directores, un niño eterno aferrado al cordón umbilical de la mamá. Un majadero integral que uno, desde la distancia de los mares y de los años, agradece no haber tratado ni conocido. Pero un majadero inolvidable, eso sí, cuando se ponía delante de las cámaras, porque fue un actor de registros únicos y de chotaduras memorables. Peter Sellers, en noches condenadas al lloro y a la melancolía, nos hizo ciudadanos reconciliados la risa y con la vida. Las patochadas de Clouseau, las tontunas de Mr. Chance, las filosofías genocidas del Dr. Strangelove…




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Bienvenido Mr. Chance

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Bienvenido Mr. Chance cuenta la historia de un autista que llega a ser, por el azar de la casualidad, asesor económico del presidente de los Estados Unidos, y candidato, él mismo, a la futura presidencia. Antes de alcanzar la fama mediática, Chance era el simple -en ambos sentidos- jardinero de una gran mansión. Pero al morir su patrón es expulsado a las calles de Washington con sólo una maleta por equipaje. A sus cincuenta y tantos años, Chance jamás ha pisado el mundo real, siempre preservado del ridículo o de la ignominia familiar. Todo lo que sabe de la vida lo ha aprendido a través de la televisión, zapeando compulsivamente. Chance no distingue la realidad de la ficción y responde a cualquier pregunta hablando de raíces, de flores, de la caída de las hojas, los únicos asuntos que en realidad comprende y maneja. 

    Acogido en la casa de un asesor presidencial, los políticos confundirán a Chauncey con un sabio capaz de resumir, en bellísimas metáforas, la esencia pura de la economía. Descubrirán, boquiabiertos, que hay un paralelismo muy fructífero entre el trabajo de un gobernante y el de un jardinero. Hay estaciones donde se trabaja y otras donde se recoge el fruto; hay que sembrar para recoger, hay que ser pacientes y cuidadosos, hay que mimar la tierra sagrada que nos sustenta. Hay que regar el tejido industrial, abonar las inversiones, podar las empresas maltrechas... Gobernar un gran país es como cuidar un gran jardín, oficios de la misma naturaleza.  Ellos mirarán embobados a Chauncey Gardener sin saber que el bobo, realmente, es él, incapaz de distinguir un billete de dólar de un billete falso del Monopoly.

            Jerzy Kosinski, el autor del guión, quiso reírse del lenguaje hueco de los políticos, de su rara habilidad para hablar y hablar sin decir nada. Chauncey Gardener viene a ser la quintaesencia del político ignorante y simplón. Sólo una leve exageración del prototipo al que solemos confiar nuestro voto y nuestras ilusiones. Nuestros políticos, lo mismo aquí que allá, lo mismo ahora que hace tres décadas, viven de pronunciar discursos que son un ejercicio sobre la nada, una disquisición sobre el vacío, una aportación sobre la perogrullez. 




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El color del dinero

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A Paul Newman no le concedieron el Oscar por El buscavidas, ni por Veredicto final, ni por La leyenda del indomable. Tres interpretaciones que ya son un clásico de nuestra cinefilia, y un punto de acuerdo entre los aficionados, se fueron al trastero polvoriento donde Hollywood guarda sus cagadas fosilizadas. Sería la mala suerte, o la incomprensión de su talento, o la improbable superioridad consecutiva de sus rivales. Cuando Paul Newman cumplió sesenta años, algún responsable de los premios debió de ver un ciclo suyo por la televisión, o se lo cruzó en alguna fiesta de alto copete, y recordó, como iluminado por un saber ancestral, que hubo una vez un actor mayúsculo que superó el estigma de su belleza para regalarnos actuaciones prodigiosas y personajes imborrables. En la ceremonia de 1986 le concedieron un Oscar honorífico que sabía a justicia, y un poquitín, también, a penitencia.

            Justo un año después, cuando todo el mundo ya imagiunaba a Paul Newman satisfecho del ultraje, y dedicado a sus otras pasiones de los coches de carreras y de las salsas para espaguetis, él, como espoleado en su orgullo, retomó el taco de billar y el papel de Eddie Felson para merecer el premio trabajando sobre el set.  Yo era por entonces un chaval, y me alegré mucho por Paul Newman. Aquella mañana de marzo, cuando me levanté a desayunar para ir al colegio y puse la radio, di un salto de alegría al enterarme de su victoria en la madrugada lejana de Los Ángeles. El siguiente fin de semana fui al cine, y juré sobre mi biblia de apóstata que El color del dinero era una película insuperable, la madre de todos los billares. Ahora veo la película y descubro que a Scorsese se le va un poco la mano con las bolas, con las músicas, con las gesticulaciones de los actores, y obliga a Paul Newman a componer un personaje, olvidando que los actores como Newman sólo necesitaban mover la ceja y despegar los labios. Newman fue muchas veces grande, grandísimo, pero aquí sólo es un buen actor que sostiene el entramado de una película irregular que a veces mola  y a veces produce urticaria. 




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El gran hotel Budapest

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Las películas de Wes Anderson me producen disonancias cognitivas difíciles de conciliar. Existe un yo refinado que sí atisba la genialidad de sus propuestas, la originalidad absoluta de sus rarezas. Este inquilino de mi cabeza presiente que Anderson es un tipo distinto a todos los demás, con maneras de narrar nunca vistas en este salón. Pero mi otro yo, el cinéfilo de bar, el que demanda cinismo y carroña, se enfrenta a sus películas agitando las piernas con impaciencia, y consultando el reloj con excesiva frecuencia. Me gustaría amar a Wes Anderson como a los malabaristas del circo o a las patinadoras de Bielorrusia, pero el esfuerzo es terrible y muy poco gratificante. No soy capaz de encontrarle una sola pega a su última marcianada, El gran hotel Budapest, que tiene la gracia de una aventura de Tintín y el desparpajo visual de un niño metido a cineasta. La trama fluye, los actores cumplen, la extravagancia no molesta... Me gustaría, de verdad, entregarme al adjetivo grandilocuente, y al aplauso sin interrupción. Pero el otro yo que habita esta pensión se iba a mosquear mucho, y me iba a boicotear los escritos.  Este otro fulano no termina de verle la gracia a los experimentos. No se acomoda a estas sintaxis narrativas. El sentido del humor de Wes Anderson le entra por un oído y le sale por el otro. No le hacen gracia los chistes, y los actores le parecen amanerados y tontorrones. La paz de mi interior, la concordia de mis egos, el buen convivir de mi patio de vecinos, requiere que mi entusiasmo por El gran hotel Budapest sea reflejado aquí tibio y discreto. Como una señorita bien educada que aplaude tímidamente desde su palco.




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Cuando todo está perdido

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Me ponen muy nervioso, las películas como Cuando todo está perdido. La epopeya de un hombre solitario que sobrevive al hundimiento de su barco en medio del Océano Índico. Llueven sobre él las zozobras, las tormentas, los estropicios electrónicos que le dejan incomunicado y a merced de las corrientes, como si los dioses le hubiesen cogido una manía perruna a este intrépido navegante. Estos seres vengativos que se esconden tras las nubes lanzan sobre él las grandes olas, las eternas canículas, las pequeñas desgracias consecutivas que le van minando las fuerzas y la moral. Quizá no son los grandes dioses quienes juegan con él, sino los retoños divinos, que utilizan al marinero como a un Madelman de nuestra infancia para ir practicando las grandes putadas que luego, de mayores, infligirán a los hombres de mar y de tierra, del uno al otro confín.


Pero Robert Redford, que para eso es Robert Redford, siempre se las apaña para salir airoso, dejando jirones de salud en cada asalto, eso sí, instrumentos imprescindibles sobre las olas, víveres de primera necesidad hundidos sin remedio. Uno contempla a estos personajes de película superando las adversidades de la mar océana, como Tom Hanks en Náufrago, o  aquel chico hindú en La vida de Pi, y se pregunta, en el rinconcito de su sofá, apretujado contra el respaldo como si estuviera realmente resguardándose de las olas, cuántos minutos –no días, ni semanas, minutos, digo- habría tardado en sucumbir a la primera desgracia, ahogadito en el mar, incapaz de haber atado la cuerda salvadora, de haber inflado el bote salvavidas, de haber previsto un consumo racional de los alimentos. De haber conectado los mil cables de la radio o de haberse guiado por las estrellas en ese otro océano inextricable de los cielos. Uno, que nació alicorto y poco decido, más bien patoso y refractario a los saberes prácticos, no daría ni para media hora de película. La mía sería una comedia de humor negro, un mediometraje de aquellos de los de Charlot, metiendo la pata cada quince segundos exactos de guión, cayendo, resbalando, metiendo los dedos estúpidos donde nadie los metería. Un descojone para el espectador de provincias que no se creería tanta torpeza resumida en un ser humano hecho y derecho. 




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El reino de los cielos

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Hace unos años, en los cines-restaurantes de nuestra geografía, se estrenó una versión de El reino de los cielos que duraba dos horas y pocos minutos. Incluso los más fanáticos defensores de Ridley Scott salimos decepcionados de aquella proyección. Esperábamos algo épico, grandioso, la gran película que nos aclarase el supremo pifostio de las Cruzadas y sus divertidas consecuencias. Sin embargo, el gran pifostio parecía ser el guión de la película, un enredo de personajes que entraban y salían de la pantalla sin dar muchas explicaciones al espectador. Un enorme lío de reyes, de barones, de guerreros, que lo mismo se batían en duelo que se estampaban sonoros besos de respeto.  Una trama que avanzaba a trompicones, como olvidándose cosas por el camino, como regresando a casa después de una gran resaca en las bodas de Canaán.

     Interpretando a Sibila de Jerusalén salía Eva Green, en la cúspide de su hermosura felina, y eso nos ponía mucho a los románticos enamorados de su estampa, pero su personaje era un dislate tal de emociones y comportamientos que nuestra excitación se marchitaba ante la confusión insufrible de las meninges. "Se le fue la pinza al bueno de Ridley", tuvimos que asumir los forofos.


         Hoy he descubierto, en este Blu Ray que compré hace poco en las rebajas, a un precio desorbitado que sólo pagan los fanáticos y los imbéciles como yo, que El reino de los cielos, en su versión primera y fetén, duraba algo más de tres horas, y que fueron los pérfidos productores y distribuidores, una vez más, los que convencieron a Ridley Scott a punta de pistola, y a fajos de mil dólares, para que cercenara su propia obra y nos la diera de comer regurgitada. Vista ahora, en su versión extendida – o mejor dicho, en su versión no disminuida-, uno entiende lo que entonces no entendió. Se hizo la luz sobre la Tierra Santa gracias a este rayo de color azul que trabaja en silencio dentro del aparato. Ahora, en el Nuevo Testamento, los personajes de El reino de los cielos ya no parecen poseídos por la imbecilidad o por la locura, sino que, pérfidos o caballeros, villanos o bienhechores, dan a entender sus razones y actúan en consecuencia. 

       Eva Green compone un personaje que ahora nos resulta juicioso, valiente, nada frívolo, y eso hace que nuestros amores cavernosos se aneguen de amor y de respeto.





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Cruce de caminos

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Todas las vidas humanas están interconectadas de alguna manera. Somos bolas de billar en el gran tapete de la vida, que entrechocan y se influyen. Lejanísimas carambolas pueden afectar a la larga nuestro azaroso discurrir. La bola que nos mueve ha sido movida por otra que a su vez fue desviada por otra anterior y tal y tal y tal… Es un razonamiento escolástico que en la Edad Media buscaba a Dios como el origen de todas las cosas, el impulsor primero de la primera bola inmóvil. La cadena de acontecimientos que nos mueve es infinita e inextricable.  Haría falta un ordenador tan grande como el planeta mismo para prever todos los destinos que están en juego. El gran sueño de Laplace.


            Todo esto ya lo sabíamos antes de ver Cruce de caminos, la aburridísima película de este director tan plasta llamado Derek Cianfrance. El mismo que hace meses me arrancó bostezos del alma en Blue Valentine. Cianfrance te muestra los destinos cruzados de estos personajes como si estuviera diciéndote:  “Hosti, tú, mira, lo que he descubierto: que si alguien mata a alguien, el homicida toma caminos en la vida que antes no hubiera tomado, y eso hace que la vida de su hijo también se vea afectada y tal y tal y tal… ¿Curioso, no? Filosofía pura.” Vete al carajo, Cianfrance, y repásate Short Cuts, la obra maestra de Robert Altman, que también iba de vidas que se cruzaban, duraba más de tres horas y no tenía nada de pedante. Y entretenía mucho. Y nos regalaba, además, la visión seráfica del pubis pelirrojo de Julianne Moore, atisbo sensual del paraíso que no nos espera a los pecadores irredentos.





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Taxi driver

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En Moteros tranquilos, toros salvajes, Peter Biskind cuenta que el guión de Taxi Driver no es una cosa demencial que se le ocurriera Paul Schrader en la resaca de una mala borrachera, o de un mal desamor. Que es, realmente, el autorretrato de su propia misantropía, de su propio alejamiento cabreado del mundo. Hundido en la ciénaga de una depresión personal, Schrader se pasó semanas sin ver a ningún amigo, alimentando paranoias de una sociedad podrida. Acariciando armas en la penumbra de un apartamento cochambroso de Los Ángeles. La verdad es que mete miedo...

A veces, para cambiar de penumbra, se metía en los cines porno de su barrio, quizá para regodearse en la inmundicia del mundo, quizá para aliviarse sanamente de las tensiones y las malas posturas. Quién sabe.En esa época, para no morir de hambre, Schrader trabajaba de repartidor en una cadena de restaurantes del pollo frito. La empresa sería KFC, supongo, pero uno, mientras leía la anécdota, imaginaba que Schrader trabajaba para Los Pollos Hermanos y que transportaba bidones de grasa con los ingredientes necesarios para que Walter White cocinara su droga cristalina. Un cruce de cables, ustedes me perdonen. Mientras repartía el pollo a los clientes, Schrader, como el Travis Bickle de Taxi Driver, vagaba por la ciudad cagándose en todo, imaginando venganzas, señalando con el dedo a los cuatro o cinco habitantes de la Sodoma que iba a salvar de la destrucción total

       Mi película, si la escribiera, sería Bici Driver, la historia de un excombatiente de los grandes cines de Madrid que por motivos de trabajo ha de regresar a Invernalia a ganarse el pan, y se instala en un  villorrio donde las gentes son amables pero extrañas, cercanas para comulgantes de otra religión. Mi personaje se mueve por el pueblo en bicicleta para hacer las compras, para estirar las piernas, para socializarse en los bares, y en los recorridos observa las aceras como un Travis Bickle más gordo y desafeitado. Aquí no hay proxenetas en las esquinas, pero sí algunos garrulos de habla ininteligible que maltratan a los perros y dicen “cagondiós” a todas horas. No hay drogadictos de los barrios bajos que me tiren huevos podridos al pasar, pero sí conductores incívicos que ven una bicicleta y piensan que uno es marica, o ecologista, o progre de la ciudad, y te buscan las cosquillas, y las costillas, y están a punto de tirarte al suelo en cada gracia que se les ocurre. Tampoco hay prostitutas adolescentes a las que salvar, ni rubias preciosas como Cybill Shepherd a las que enamorar, pero sí hay mucha bruja, mucha maledicente, y también alguna mujer preciosa. No odio a la gente de este pueblo, como Travis odiaba a todos los neoyorquinos salvo a Iris, pero sí me siento extranjero y diferente.



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