El irlandés
Larry David. Temporada 3
🌟🌟🌟🌟🌟
Larry David sabe que los seres humanos somos esencialmente egoístas, estúpidos, avariciosos... Mentirosos y puñeteros. Muy rijosos además. La flor de la canela. Si nos dejaran -si no hubiera leyes ni rivales- tiraríamos todo recto hasta la satisfacción de los deseos caiga quien caiga, y cueste lo que cueste. El límite es el cielo. O la muerte. Larry David lo tiene muy asumido, y se descojona de los incautos, y sobre ese convencimiento y esa burla de gamberro levantó las dos comedias más corrosivas de la historia: “Seinfeld” y “Larry David”.
Sus comedias desprenden tanto ácido, tanta mala baba por las junturas, que si las coleccionas en DVD te carcomen la balda de la estantería y hay que pedir una nueva en la web del Ikea. Y si las guardas en el disco duro del ordenador, te joden los circuitos y tienes que cambiar de cacharro cada cuatro o cinco años. A mí, desde luego, me pasa.
(Si las ves en una plataforma moderna, el efecto corrosivo no es material, pero sí espiritual, y sales de su disfrute convertido en peor persona. A mí, desde luego, también me pasa).
Michel Houellebecq, el escritor francés que podría ser el primo parisino y cenizo de Larry David, sostiene que no existe el “problema del Mal”, como afirman los filósofos, sino el “problema del Bien”, porque la excepción a la regla, el desafío a la lógica, es el acto generoso y desinteresado. Por cada 99 comportamientos mezquinos, acordes a nuestra naturaleza, se produce uno que nos descuadra los esquemas y nos obliga a repensar. Ese acto único es el clavo ardiendo de los roussonianos, la esperanza mínima de los ilusos. Pero nosotros, los descreídos, sabemos que un acto generoso sólo es un acto egoísta calculado, envuelto en celofán de colorines. Lo que pasa es que preferimos callarnos para que no nos tachen de contumaces.
En “Larry David” -y llevo ya revisadas tres temporadas, y lo que te rondaré, morena- la relación entre actos interesados y desinteresados es de momento 300/0. La vida misma, vamos. Y más si te desenvuelves entre estos ricachones de Hollywood. Pura gentuza.
Los asesinos de la luna
🌟🌟🌟🌟
Oklahoma no es, desde luego, Noruega. Los noruegos, cuando descubrieron sus bolsas de petróleo, nacionalizaron el producto como malditos socialistas y convirtieron su país en un referente mundial del bienestar. ¿Educación, pensiones, igualdad, sanidad...? Nada, sobresaliente en todo, como los alumnos repelentes. Y además son guapos, los jodidos, y muy rubias, sus señoras. Y encima tienen los fiordos, y los veranos frescos, y esas cabañas como de cuento.
En Oklahoma, sin embargo, cuando se descubrió petróleo en las tierras de los osages, allá por los felices años veinte, lo primero que hicieron los indios fue derrochar el dinero como haría el hombre blanco invasor: cochazos de la época, joyas, vestimentas, casoplones, sirvientas en el hogar... La casa por la ventana, o la choza. A los jefes de la tribu no se les ocurrió pensar de una manera escandinava, o no les dejaron hacerlo desde Washington, o desde la Standard Oil, que tanto monta monta tanto. A saber, porque la película dura tres horas y pico y no dedica ni un minuto a explicar el intríngulis legal de los indios en la reserva y los hombres blancos acechando su riqueza desde lejos.
En 1920 ya no regía la ley del Far West, así que no podía venir John Wayne con el rifle a despojar a los indios de sus tierras. El hombre blanco tuvo que inventar métodos más refinados para robarles y matarles, y de eso va, justamente, este día sin pan que es la última película de Martin Scorsese. Y mira que yo me puse en plan cinéfilo, sin el teléfono a mano, la persiana bajada, la agenda despejada (bueno, eso siempre), con la firme intención de aguantar los 300 minutos como un estoico pedante y gafapasta. Pero no pude. A la hora y media ya me dolía el culo y se me dispersaba la atención. Y aunque la película no está mal, y mantiene el interés hasta el final, tuve que intercalar un partido de la copa del Rey para tomar aire y regresar con aires renovados a la eterna avaricia de los yankis. “Hombre blanco hablar con lengua de serpiente”, que cantaba Javier Krahe.
El aviador
🌟🌟🌟🌟
La locura no se cura con dinero. Todo lo demás sí, incluso un cáncer, si tienes suerte, y te atienden muy rápido, y te atienden los mejores. Pero una chaladura del coco no. Eso es como la carcoma que va devorándote las neuronas. Hablo, por supuesto, de las locuras congénitas, de las que vienen enraizadas en el genoma, no de las que provocan el estrés y la necesidad, que solo necesitan dinero para sanarse. De eso va, y no de otra cosa, la lucha de clases.
A Howard Hugues, el aviador millonario -o el millonario aviador- se le caía el dinero de las orejas y ya ves tú cómo terminó: con un TOC tan grande como el avión “Hércules” que él mismo desarrolló. Pasó de ser una celebrity que se quilaba lo más granado de Hollywood, el aviador con más visión comercial que surcaba los cielos del momento, a ser un esclavo de su trastorno que desapareció de la escena pública hasta que la muerte le libró de tanta contradicción entre el genio y el demente, entre el visionario y el dimisionario. A Howard Hugues seguramente le atendieron los mejores psiquiatras de Nueva York -puede que incluso el padre de la doctora Melfi de "Los Soprano"-, y al final las únicas diferencias que marcaron con nuestros psiquiatras fueron el coste de las sesiones y el tapizado exclusivo de los divanes.
Viendo “El aviador” yo pensaba que si a cualquiera de nosotros, o de nosotras -de nosotres, sí, joder- le dedicaran un biopic los cineastas americanos (porque sí, porque se han vuelto locos y han decidido hacer hagiografías de gente común que cobra una miseria y hace colas en el supermercado), todos saldríamos tan retratados como Howard Hugues en sus manías. Yo, al menos -y me incluyo-, no conozco a nadie que viva sin un TOC digno de lástima que molesta mucho al personal y avergüenza mucho al portador. Cuando reconoce tenerlo, claro, como le pasaba a Howard Hugues, sumando más sufrimiento al desamparo.
La locura, como la muerte, nos iguala a todos.
Uno de los nuestros
🌟🌟🌟🌟🌟
Alejandro, mi hijo, alias
“El Retoño”, es uno de los nuestros. De Eddie y mío, que esperábamos su llegada
como agua de noviembre, a ver si se acaba la sequía. Alejandro es un goodfellas de
verdad. El que faltaba en la pandilla. Tendríamos que hacer otro cartel igual
al de la película -ese mítico de Pesci, De Niro y Ray Liotta- pero con nuestras
tres caras sobre el fondo de negrura. En el medio Eddie, por deferencia; a la izquierda
yo, por ser un gran pecador; y a la derecha Alejandro, que sin ser ningún
santo vivirá a la diestra de Dios Padre, dentro de muchos años.
Pero nos faltaría Noa,
claro, su perrita, que es como la cuarta dimensión, tan rara y cariñosa como
es. Noa, en nuestro póster familiar, podría hacer del muerto que aparece bajo el puente de
Brooklyn. No porque la odiemos, sino para imitar la composición. Una cosa
artística nada más. Ese muerto, por cierto -acabo de darme cuenta 32 años
después, y al menos 10 visionados entusiastas- no sale en la película, y quizá siga
siendo la única pega que pueda ponerse a este clásico ejemplar.
A Alejandro le ha gustado
algo menos que a mí porque él vive en otra generación, y en otro modo de narrar. La
adrenalina de “Uno de los nuestros”, que para mí es la dosis exacta, a él le
resulta insuficiente. Quise tener un hijo pronto para que el abismo
generacional no se convirtiera en distancia kilométrica. Y lo cierto es que la idea ha ido funcionando . Pero el cine va a toda hostia por la carretera, como
cantaban Los Ilegales, devorando las convenciones.
Alejandro y Noa, que son nuestra “famiglia” en La Coruña, no han llegado en el mejor de los momentos. Uno anda cabizbajo, remolón con las rutinas. Se han juntado muchos otoños de sopetón. Hasta la crisis del Madrid pone su palito en la rueda cotidiana. Y además hace nada nos cambiaron la hora, que es un regalo traidor, porque duermes una hora más pero al día siguiente se te hace de noche en un pispás.
El reencuentro de ayer fue raro, sombrío, de confesiones de sobremesa, pero hoy hemos retomado la rutina familiar: el paseo, y la caña, y la película que nos agolpa en el sofá. Humanos y perros en un totum revolutum.
La invención de Hugo
🌟🌟🌟
Los hermanos Lumière no inventaron el cine, como nos decían
de pequeños en el libro de Sociales. Ellos inventaron la máquina de hacer cine,
que no es lo mismo. Ellos eran ingenieros, pero no cineastas. Clavaban la
cámara en la estación de tren o en la salida de la fábrica -de su fábrica- y
dejaban que la vida transcurriera ante el objetivo sin trampa ni cartón. Vamos
a conceder que eran... documentalistas. Carecían, además, de cualquier espíritu
visionario. Después de asombrar a los parisinos con sus proyecciones en el Grand
Café Capucines, los Lumière pronosticaron que el cine nunca pasaría de ser una
atracción de feria. Una curiosidad de la ciencia, que avanzaba a todo trapo.
Edison, al otro lado del charco, pensaba tres cuartos de lo mismo.
Hace muchos años, en las madrugadas de Antena 3 radio, Carlos
Pumares nos contaba que en una de esas proyecciones estuvo presente George Méliès,
el ilusionista que asombraba a los parisinos con sus trucos en el teatro.
Cuenta la leyenda -más o menos como lo cuenta Martin Scorsese en “La invención
de Hugo”- que Méliès se quedó... embobado, boquiabierto como un niño, y que al
mismo tiempo que la luz atravesaba la oscuridad para estamparse en la pantalla
y crear vida animada, una certeza de genio atravesó su meninge para alumbrar un
mundo lleno de posibilidades. Méliès supo que iba a transformar aquel proyector
de realidad en una fuente de sueños. El cine nació justo en ese momento de intuición.
De esa quijada descolgada, y de esos ojos como platos. Todo lo que vino después
-el amor y el dolor, la sorpresa y el llanto, el terror y la pasión, Luke
Skywalker descubriendo los caminos de la Fuerza- ya lo imaginó Méliès en un solo
segundo de divina inspiración.
La pena es que este homenaje de Martin Scorsese a George Méliès
sea tan... infantil. Desconozco las razones. La figura de Méliès merecía otro
tipo de acercamiento. Espero, sinceramente, que “La invención de Hugo” no tuviera
un “afán pedagógico”, porque don Martin es más inteligente que todo eso. Los “afanes
pedagógicos” a los niños se la soplan. A las niñas igual. A les niñes ni te
cuento.
La edad de la inocencia
Lo único que nos iguala con los ricos es el desamor. Digo el
desamor trágico, desgarrado, que arruina una vida por entero. Es el único
terreno de comunión y entendimiento. La intersección de dos humanidades ajenas y
enfrentadas.
Ves una película de burgueses o aristócratas que penan con el
corazón partido y te dices: “Yo les entiendo, y me compadezco, porque he pasado
por lo mismo...” En el fondo lo que quieres es que aparezca un soviet para
expropiar todas sus riquezas y repartirlas con el pueblo, ondeando banderas
rojas, pero también quieres que el cerdo capitalista encuentre el amor
verdadero y viva feliz en el koljós, o en el sovjós, ya despreocupado del ansia
de enriquecerse, y entregado sólo a la contemplación de su amada. Newland
Archer, en La edad de la inocencia, hubiera preferido vivir en Minsk con
la señorita Olenska que en Nueva York sin su erótica compañía. A eso me
refiero.
En todo lo demás, los ricos también lloran, mexicanos de
culebrón o españoles de La Moraleja. O norteamericanos del siglo XIX. Pero
lloran mucho menos. Para superar los reveses de la vida tienen mejores
hospitales, mejores casas, mejores vacaciones... Sus consuelos son más diversos
y sofisticados. No es lo mismo llorar el desamor en un piso de mierda que en una
mansión de Hollywood. Decía un personaje de Los mares del sur, la novela
de Vázquez Montalbán, que los ricos también tienen sentimientos, pero menos
dramáticos, porque todo lo que sufren les cuesta menos o pagan menos. Y cuando
ya no pueden más, viajan a países exóticos, como hace Newland Archer en la
película, cuando su libido reprimida, encauzada hacia su matrimonio con la
señorita May, y no hacia al adulterio con madame Olenska, le impide
concentrarse en sus pensamientos, y amenaza con romperle una neurona muy
básica, o una vena muy primordial.
Pero ni aun así, ya digo, porque el desamor tiene
entretenimiento, pero no cura, y en eso es como la muerte, que no distingue entre
clases. Aunque a los ricos, por lo general, les llegue más tarde.
Infiltrados
🌟🌟🌟🌟
Siempre he pensado que en nuestro colegio también hay un
infiltrado, o una infiltrada, tomando nota de nuestros desaciertos y nuestros
descarriles. Alguien que trabaja en la sombra para la Dirección Provincial, o
para la Consejería de Educación, o quizá, directamente, para el Ministerio de
Madrid, apuntando en un documento secretísimo los permisos excesivos, los
desatinos didácticos, las cosas que se dicen en la sala de profesores cuando
uno se desata la corbata, o una se suelta la sandalia, y entre el café y las
pastas Cuétara se da rienda suelta al hartazgo o a la desilusión.
Según mi teoría, en todos los centros existe un maestro -o
maestra, o maestre, joder con la neolengua- que pertenece a un cuerpo secreto
de soplones que serían nuestros Asuntos Internos de las películas americanas. Diplomados
en Magisterio que un día fueron citados en el despacho de un mandamás y
seducidos por el lado oscuro del chivatismo, y del sobresueldo. O quizá,
simplemente, como Leonardo DiCaprio en la película, funcionarios entusiasmados
con servir al sector público denunciando sus grietas, sus telarañas, sus
aspectos mejorables, y sus pecadores de la pradera.
Lo sospecho, pero nunca he conseguido desenmascarar a nadie.
Por el colegio -y ya llevo 22 años entre sus pasillos- ha pasado gente que
estaba obviamente sobrecualificada para estas labores, y que nadie entendía muy
bien qué pintaba allí, pudiendo ganarse la vida en otros escalones más elevados
de la pedagogía; y también, claro, gente obviamente subcualificada, inútiles de
llevarse uno las manos a la cabeza, e inútilas de pensar uno mismo qué pinto en
este barco. Gente desubicada, fuera de contexto, que sin embargo, por ser tan
evidente su extravagancia, no tienen pinta de ser los topos que yo busco. Creo, más bien,
que el infiltrado, o la infiltrada, es alguien del montón, funcionario de
carrera, establecido, acomodaticio y cumplidor, sin muchas luces ni demasiadas
sombras, el docente gris de toda la
vida. Alguien que no destaca, pero que tampoco hace el ridículo, ni avergüenza a la profesión. Alguien, no
sé, como yo.
Toro salvaje
De las primeras cosas que aprendes en la Facultad de Cinefilias es que Robert de Niro, para encarnar a Jake LaMotta jubilado, engordó casi
treinta kilos para que el papo se le descolgara y la barriga le reventara los fracs
de cuentachistes. Un autodestrozo del cuerpo que luego repitieron muchos otros con mejor o peor fortuna, pero siempre recordando que el pionero,
el que lo dio todo por ganar un Oscar, o simplemente por planchar un papel como
Dios manda, fue el gran Bobby de Niro. Su lunar en la
mejilla, sin embargo, se le quedó tal cual, ni más ancho ni más gordo que antes, tan sano como una
ciruela.
Lo que nunca nos han explicado bien es cómo Jake LaMotta
-que escribió estas memorias tan jugosas y que incluso asesoró a
Robert de Niro en los asuntos pugilísticos- tuvo la osadía, o la desvergüenza,
o la absoluta indiferencia de sus santísimos, de permitir que el gran público
conociera su faceta impresentable de ciudadano, de cuando se bajaba del ring y
tenía que lidiar con las cosas que lidiamos todos: la familia, y la señora, y
los gastos... Aunque en su caso, la verdad, no existe otra faceta distinta a la
del boxeador, porque LaMotta todo lo arreglaba a hostiazos, sin distinguir lo
que era el oficio y lo que era el tiempo libre, lunático y paranoico, y lo
mismo le arreaba un puñetazo a la señora porque sospechaba de un adulterio, que
le partía la cara a su propio hermano por sospechar que era él quien se la beneficiaba.
Y luego, en Toro salvaje, está lo puramente
pugilístico, la otra transformación corporal de Robert de Niro, convertido
ahora en un tipo musculoso, de abdominales aznarianos, que a decir de los
expertos da el pego cantidubi en las escenas de combate. Pues bueno... Yo ahí
ni pincho ni corto. Dios me llamó por los caminos indirectos del boxeo, que son
las películas que lo retratan, pero no por el boxeo en sí mismo, crudo de
moratones, y rojo de salpicaduras. Quizá porque de niño, en mi casa, el boxeo era
un deporte que sólo poníamos en la tele para ver alguna pelea de Roberto Castañón,
el peso pluma leonés que era campeón de Europa y nunca pudo serlo del mundo.
Una vez, de chavales, en la piscina municipal de la Palomera, un amigo mío dijo
que el socorrista -un tipo fornido y bigotudo- era él, Castañón, pero nadie se
atrevió a acercarse para preguntárselo.
Silencio
🌟🌟🌟
Silencio cuenta la historia de un sacerdote jesuita,
el padre Rodrigues -antepasado mío por la rama portuguesa- que es incapaz de apostatar de su fe ni aunque
lo maten. Ni aunque maten a toda su grey delante de su celda. Cabezón como él
solo; terco como buen Rodrigues, o Rodríguez, que se precie. O quizá sólo un hombre
temeroso de Dios, contable puntilloso de los pros y los contras de sus actos:
porque qué es la vida para un creyente, aunque sea miserable y dolorosa, si se la
compara con la eternidad a la diestra de Dios Padre. Qué es la tortura del
cuerpo al lado del gozo del alma.
Silencio transcurre en Japón, en el siglo XVII, en la
época de las persecuciones religiosas, cuando los shogunes y los samuráis no se
andaban con hostias, valga la expresión. Al cristiano primero le daban la
oportunidad de abjurar, pisando una efigie de Jesucristo, o de la Virgen María,
colocada en el suelo, pero si el hombre se empecinaba, o la mujer no se
atrevía, rápidamente les aplicaban una tortura -no china, sino japonesa, pero
igual de refinada- que desembocaba en una muerte atroz para servir de
escarmiento. Pero al padre Rodrigues, que ha venido a Japón para rescatar al
padre Ferreira, que al parecer se ha casado y vive tan feliz entre los nipones,
todos estos sufrimientos causados por su mera presencia, por su cabestro empeño
en seguir predicando, son como las agujetas en la luna de miel: un pequeño
fastidio, en comparación con el gran placer junto al Amado.
Qué distinta, ay, es la fe de mi antepasado de la que yo tuve
siendo niño, reo de la catequesis, y alumno de los Hermanos Maristas. Mi fe en
los milagros de Jesús, y en la virginidad de María, se esfumó como se vino,
haciendo puf una mañana lluviosa de domingo. Aquel día de mis once años puse la
tele en el salón, vi que empezaba el programa “Tiempo y marca”, y decidí, al
contrario que Enrique IV de Francia, que los deportes minoritarios bien valían
abandonar una misa. De pronto me pareció más importante aprender los entresijos
del voleibol, o del hockey hierba, que asegurarme una plaza en el Cielo, con lo
caras que están ahora en la reventa. Y así sigo.
Casino
🌟🌟🌟🌟
La familia Corleone repartía los negocios ilegales -que eran
casi todos- entre Las Vegas y Nueva York. En Nueva York se dedicaban a sus
cosas de toda la vida: a la extorsión, al trapicheo, al atraco de furgones
cargados de whisky o de tabaco, y para ello reclutaban a tipejos como los que
retrató Martin Scorsese en “Uno de los nuestros”, que era como una película costumbrista
de la vida en los bajos fondos.
En Las Vegas, por el contrario, por aquello de las luces de
neón y de Frank Sinatra cantando con pajarita, los Corleone robaban de una manera
más civilizada, enguantada, desfalcando las cajas de sus propios casinos sin
dejarle ni un duro a la Agencia Tributaria. Para que los maletines llegaran
repletos de dinero, los Corleone, y otros apellidos ilustres del mundo
emprendedor, reclutaban a gestores tan eficientes como Ace Rothstein, que se
ocupaban de alimentar y engordar las cajas fuertes, y a psicópatas sin
escrúpulos como Nicky Santoro, que le pegaban un tiro o le soltaban un navajazo
a cualquiera que se interpusiera en el negocio bien lubricado.
Scorsese, como se ve, decidió hacer en Casino una
segunda parte de Uno de los nuestros, pero esta vez centrada en el
proletariado de Nevada que rinde cuenta a sus patronos. Aunque bueno, lo de proletariado
es un decir, porque estos sujetos manejan una pasta gansa que no manejaban sus compadres
de la costa Este. En Las Vegas siempre hay un maletín que se extravía, un fajo de
billetes que se queda en algún bolsillo. Los gángsters de Casino viven
mucho mejor que sus primos de Nueva York, pero por eso mismo, ay, están más
expuestos a conocer a mujeres como Sharon Stone, que te seducen con su cuerpo
de infarto, y sus ojos de gata, y su inteligencia supina, y luego te dejan la
cuenta corriente, y la caja de seguridad, temblando en el vacío cuántico de una
telaraña. Las amantes que se agenciaban los chiquilicuatres de Uno de los
nuestros eran chicas sencillas, algo más feas, pero nada problemáticas, que
se contentaban con un abrigo de pieles por Navidad.
Uno de los nuestros
En la saga de El Padrino sólo se habla de las altas
esferas de la Mafia. De los grandes capos que invierten en casinos o en inmobiliarias,
y tratan directamente con los dictadores bananeros, o con los cardenales del
Vaticano. La patronal del sector, podríamos decir. El G-8 de las famiglias.
Pero allá, en segundo plano, anónimos y omnipresentes, haciendo bulto en las
escenas donde se desviven los Corleone, están los empleados de la empresa, que
son los mafiosillos de tres el cuarto. Son los tipos que controlan las
apuestas, que recaudan la calderilla, que ejercen de guardaespaldas, que asesinan
por encargo... Que desbrozan el terreno de una inversión o de una venganza.
Sin ellos, como en cualquier empresa, todo se vendría abajo,
porque los grandes capos ya no están para bajar al fango y jugarse la jeta. Aun
así, pasaron casi veinte años antes de que un cineasta viera “El Padrino” y se
dijera: “Voy a hacer una película sobre los actores secundarios”. Una sin
glamour, sin mansiones, sin palacios de la ópera ni bodas de alto copete. Una
cosa de andar por casa, con tipos feos, mujeres urracas, cafeterías cutres, y
sólo de vez en cuando, cuando los tipos dan un golpe afortunado, y manejan
buenos fajos de billetes, un local chulo, de moda, con artistas del momento,
donde quizá coincidan a distancia con el alcalde de la ciudad o el juez del
distrito
El cineasta, claro, era Martin Scorsese, que también era, a su
modo, uno de los nuestros, uno de los suyos, porque se había criado en el mismo
barrio que toda esta tropa, y les había visto delinquir desde pequeño, y se
sabía el oficio aunque sólo fuera por aprendizaje vicario. Scorsese encontró en
los testimonios de Henry Hill -el mafioso real que traicionó a los Lucchese y a
los Gambino- el vehículo perfecto para retratar a sus vecinos de toda la vida,
y rodar, de paso, una de las mejores películas de la historia.
En un rincón de mi casa sigue habiendo un cartel de Goodfellas
que advierte a los extraños de que esto es territorio cinéfilo, y pedigrí de
barrios bajos.
El lobo de Wall Street
🌟🌟🌟🌟🌟
Aunque “El lobo de Wall Street” fuera una mierda de película yo
le hubiera puesto igualmente las cinco estrellas. Hay cosas que están por encima
del cine, del arte, de la vida incluso. Hay que santiguarse cuando uno ve atisbos del Cielo, pruebas irrefutables
de que los dioses, aunque vivan escondidos en los misterios de la física, velan
realmente por nosotros. Esos dos segundos
de Margot Robbie apoyada como Dios la trajo al mundo en el quicio de la puerta
-des-quiciando al ya de por sí no muy centrado Jordan Belfort- valen, qué se
yo, por las tres horas completas de la película. Valen por todas las películas
infumables que he visto en los últimos tiempos, obligado, o confundido, o simplemente
acuciado por este blog tan desconocido como hambriento. La visión de Margot Robbie
vale por una vida entera dedicada a esta jodienda de la cinefilia: horas y
horas planchando sofás con el culo, y butacas de cine, desde que tengo memoria
de ser yo. Perdónenme la simpleza, la chimpancería, pero Margot Robbie, desnuda,
mostrando a su amante el camino del dormitorio, es un milagro de la carne que
trasciende la carne misma, y llega a transustanciar el láser del DVD en rayo divino
que obra el milagro. Si los católicos cimentan su fe en las apariciones de la
Virgen, nosotros, los ateos, para sostener nuestra fe, necesitamos las
desnudeces de Margot Robbie y de otras actrices tan guapas como ella.
Como luego, además, “El lobo de Wall Street” es una obra
maestra que nunca pasará de moda porque su continente es irreprochable, y su
contenido -la avaricia humana- universal, vivo en la duda de si colocar por primera
vez seis estrellas como seis soles de la primavera: cinco por don Martin y don
Leonardo, y uno por la virgen laica que me sulibeya. No sé. Luego lo pienso en
frío y siento remordimientos de bolchevique. Porque es cierto que la película
dura tres horas, y que uno desearía que durase tres horas más para conocer la
vida posterior de Jordan Belfort, o saber qué fue de aquel tiburón trajeado que
le explicó las claves del negocio de robar. Y es entonces, a punto de caer ya en
la fascinación idiota, en el síndrome de Estocolmo, cuando uno comprende que
estos tipos son los verdaderos criminales del mundo. Los traficantes del humo financiero.
Los verdaderos devoradores de planetas, como el Galactus de los cómics. Son
ellos los que despellejan a los incautos, roban a los pobres, chantajean a los gobiernos
y convierten en miseria nuestra condición ya de por sí miserable. El montón de
mierda con el que Martin Scorsese erigió esta película sin igual.