Crimen organizado (Layer cake)

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Crimen organizado, en el inglés original, se titula Layer Cake, cuya traducción vendría a ser “pastel de capas”, hojaldrado quizá. No sé muy bien, porque ni el inglés ni la repostería son temas que uno domine con soltura. Y porque, además, los subtítulos que escriben los esforzados internautas a veces se quedan cojos o inconcretos, o dialécticamente paraguayos, y no se corresponden con el inglés velocísimo que llevo veinte años tratando de atrapar como un abuelete sordo, o como un gilipollas de remate. 

    Luego, en la película, en uno de esos diálogos entre mafiosos que un día pusiera de moda Quentin Tarantino, y que hacen mucha menos gracia que entonces -a veces ni puta gracia, la verdad- un viejo traficante le explica al novato que la vida, básicamente, consiste en ir comiendo mierda, capa tras capa, desengaño tras desengaño, y que el dinero que ellos ganan a espuertas con la farlopa sólo sirve para tener que tragarse un poco menos.


Este diálogo tarantiniano se produce ya en la recta final de la película, pero uno, a esas alturas, ya camina bastante perdido por la trama. Estas moderneces vienen cortadas todas por el mismo patrón: ágiles, desenvueltas, con mucho taco y mucha muerte que busca la risa cómplice del espectador. Son plagios de Pulp Fiction más o menos afortunados. Los responsables de Layer Cake engrosan esta lista que ya debe de ser kilométrica, y muy cansina. Su Pulp Fiction a la británica es un pandemónium de personajes que vienen y van, que entran y salen, que matan y mueren, soltando tacos a todas horas y disparando pistolas como los niños se tragan gominolas, a diestro y siniestro, sin ton ni son. Me ha pillado con el paso cambiado, la aventura de la cocaína. 




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Olive Kitteridge

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Esta nueva joya de la HBO que es Olive Kitteridge trata del paso del tiempo y de la decadencia insobornable. Hacía semanas que llegaban, del otro lado del Atlántico, delicados piropos hacia esta serie que luego, en realidad, ha resultado ser una miniserie. Los showrunners han comprendido que los espectadores estamos hartos de ver historias convertidas en culebrones, en congas interminables. 

    No le sobra, a Olive Kitteridge, ninguno de esos adjetivos que la acompañaron en su viaje hacia Europa. Son cuatro episodios que siguen a una maestra de escuela, ácida y refunfuñante, en su lento caminar por la cuesta abajo de la edad, de los afectos, de la ilusión de levantarse cada mañana. Una serie que relatando amarguras y depresiones, conflictos y muertes, consigue, contradictoriamente, arteramente, como trabajando la psicología inversa en nuestros cerebros, insuflarte un apego renovado por la vida. Una mirada más luminosa sobre el mundo y sobre sus gentes. Aunque hoy sea 1 de enero, y la humanidad esté mucho más gilipollas de lo habitual, y el 2015 huela a la misma chamusquina de sus antepasados anuales ya enterrados, unos hijos de puta, casi todos. 




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Tucker & Dale contra el mal

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La tenía que haber visto ayer, día de los Santos Inocentes, Tucker & Dale contra el mal, porque la película es una inocentada de mucho reírse. Dos paletos de la Canadá profunda -que sólo se diferencian de sus primos españoles en que siempre usan gorra de béisbol- van asesinando, sin quererlo, por la pura mala suerte de los tropezones o de los accidentes, a una panda de universitarios con sus listillos y sus buenorras, que han ido al bosque de acampada para confraternizar bajo las coníferas. Ellos, los chicos de la ciudad, bien vestidos y repeinados, son los verdaderos psicokillers de la película, mientras que Tucker y Dale, a pesar de manejar motosierras y trituradoras de carne, son dos benditos que no matarían ni a una mosca de la espesura. 




            He recordado, mientras me reía como un adolescente de las sanguinolencias y las muertes estúpidas, aquella noche de lunes de hace más de treinta años, en mi casa de León, cuando Chicho Ibáñez Serrador, por coincidir Mis terrores favoritos con el Día de los Inocentes, programó Agárrame ese fantasma en lugar de la habitual película de horror. Yo vivía cagado de miedo aquellas citas con el televisor, que mi padre concertaba  para curtirme la piel y hacerme un hombre de provecho. Luego, por la noche, tenía unas pesadillas espantosas, terriblemente vívidas. Recuerdo la noche en que aguanté el sueño hasta la madrugada para no ser suplantado por un alienígena envainado después de ver  La invasión de los ladrones de cuerpos. Recuerdo haberme despedido de la vida con la certeza de ser asesinado al día siguiente camino del colegio, tiroteado por un psicópata como el que en Target disparaba contra la multitud. Recuerdo la manta que me tapaba hasta el flequillo para no ver a los muertos del cementerio  entrando en mi habitación para comerse mi hígado crudo, arrancado de cuajo, después de ver, con los ojos medio cerrados y el gesto medio torcido, La noche de los muertes vivientes.

    Es por eso, quizá, que las películas que hacen humor con el terror me reconfortan el alma, y ya me seducen desde el principio, a muy poco que ofrezcan , porque aún guardo memoria de Abbott y Costello haciendo el indio por un castillo, o por una mansión, en aquella película tonta que me hizo reír como nunca en mi vida. No la mejor comedia de todos los tiempos, desde luego, ni la más graciosa, pero sí, desde luego, la que me trajo una felicidad incomparable, el alivio supremo que todavía hoy me hace suspirar de gustillo, tres décadas después.



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El nombre (Le prénom)

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Un amigo de probada cultura y sobrada inteligencia me recomienda, en el bar de tapas , una película francesa que encontró en la tele por casualidad. Se titula El nombre, y me la trae a colación porque yo, en una de mis diatribas, he cargado irónicamente contra el sagrado concepto de la familia, en tiempos de Navidad. Mi amigo se lo pasa teta, con mis filípicas, porque me conoce de toda la vida, y le sirvo de contraste para su mundo regido por la tradición. Él sigue siendo un hombre religioso, aferrado a las viejas costumbres, inoxidable al desaliento que provocan los familiares estúpidos y los silencios de Dios. Y aunque él asegura que yo soy el bicho raro, la oveja descarriada, tengo por seguro que la sociología moderna le señala a él como el verdadero espécimen en extinción: un curioso homínido que descubierto en su hábitat natural de la Navidad ya despierta el asombro, y la incredulidad, como si uno se topara con un superviviente del siglo XIX, o con un astronauta extraviado en la línea del tiempo.




            El nombre, dice mi amigo, va a satisfacer esa pulsión mía de lo antifamiliar, pues su esqueleto argumental es una reunión de parientes que termina, reproche a reproche, como el rosario de la aurora. Pero yo también conozco a mi amigo, de toda la vida, y sé que una película como la que él me describe no iba a aguantarla hasta el final.  No hay que ser muy listo para deducir que El nombre , por mucho que él diga, por mucha pelea que le metan sus guionistas, va a terminar en luminosa reconciliación, con brindis de champán, abrazos de perdón y juramentos eternos de comprensión. Navidad, al fin y al cabo. 

            Pero todo esto, que pasa por mi cabeza en un segundo de lucidez, prefiero no decírselo a mi amigo, para no parecer un tipo orgulloso y desagradecido. Horas después, ya en casa, me enfrento a una versión de El nombre que no he podido descargar subtitulada, y al fastidio de conocer el final por anticipado, se une la molesta sensación de estar perdiéndome las discusiones en francés, porque en francés, todo parece más agudo, más inteligente, más cargado de razones. El francés es un idioma que se inventó para seducir, para convencer, lo mismo en el amor que en las broncas familiares. Si a mí, en la vida real, la gente me hablara en francés, yo sería un manso corderito dispuesto a hacer cualquier cosa. En el amor y en la guerra. Hasta católico, regresaría yo al redil de la Iglesia, si las homilías y las cartas a los Corintios las recitaran desde el púlpito en el idioma de Montaigne. Pero en mi hábitat natural sólo me hablan en castellano, y el castellano, en mi oído, resuena como un mandato, como una ofensa, con esas vocales rotundas que suenan a imperativo y a injerencia.


            Al final, en El nombre, como yo me olía, todos los personajes se perdonan con efusión de lamentos y contriciones. En su francés original, los actores deben de estar muy convincentes, pero doblados al castellano suenan falsos, desganados, como guardándose la venganza para más tarde. Como sucede en las reconciliaciones verdaderas, a este lado del televisor.
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Marathon Man

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Después de ver Cowboy de medianoche, buceo en la filmografía de John Schlesinger para concertar próximas citas y me encuentro con Marathon Man, de la que sólo recuerdo a Dustin Hoffman corriendo sudoroso por Central Park. Eso, y la famosa escena en la que Lawrence Olivier, interpretando al pleonasmo de un nazi malvado, le practica a Hoffman una endodoncia sin anestesia, no sé si para que cante el escondrijo de un dinero, o si para ajustar cuentas con el hijo de un judío que no pereció en el Holocausto. Mis recuerdos de Marathon Man yacen bajo los sedimentos de otras mil películas que vinieron después, como una ciudad de la antigüedad que ahora, disfrazado de arqueólogo, pretendo desescombrar y sacar a la luz.





            Marathon Man, con sus resonancias de proeza deportiva, llega en un momento muy atlético de mi vida, lamentable para el estándar de los corredores habituales, ahora llamados runners, pero una experiencia inusitada, muy meritoria, en mi larga pereza de cinéfilo, y de aficionado al sillón-ball. Llevaba años, qué digo, lustros, sin caminar tanto por las mañanicas, y por las tardecicas, diez o quince kilómetros al día, desde que siendo adolescente me perdía por los montes de León para olvidar mis desamores. Y para dejar caer por las cunetas los aprendizajes del colegio, inservibles ya tras los exámenes. Esta voluntad muscular de ahora- que todavía no es férrea, que todavía está implantándose-no surgió de un acto heroico y prudente, sino del pavor hipocondríaco que me ha inoculado el médico de mis entrañas, un cascarrabias que me augura desgracias metabólicas si me quedo aquí apalancado, en este sofá que me da la vida con las películas, y con el fútbol, pero que también, por sobreuso, por exceso de amor, podría quitármela, como hacen las mujeres fatales, o los hijos que van chupándonos las energías.  

  Llevo meses levantando polvo y barro por los montes de Invernalia, desgastando las suelas, empapando las camisetas, deshilachando los bajos de mis pantalones chandaleros. Busco en el Dustin Hoffman inicial de Marathon Man a un colega, a un compañero de fatigas, tal vez a un modelo deportivo si persevero en esta vida sana del trotamundos. Pero el entusiasmo apenas me dura cuatro de sus zancadas. Hoffman suda copiosamente, y corre a un ritmo inalcanzable con  la respiración acompasada, y a mí me entra como un rubor, como una vergüenza, como un acceso de ridículo que me tuerce el humor. Palpo la barriga que sirve de pedestal al mando a distancia y me entra, finalmente, una depresión lipídica que me amarga el resto de la película. Me he desfondado en el primer kilómetro de Marathon Man. El resto, que ya no es atletismo, sino trama de espías algo viejuna, lo veo de lejos, entre brumas, desplomado sobre el asfalto del sofá.


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Cowboy de medianoche

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Rescato, en estas vacaciones tan cortas como necesarias, varios DVDs que tenía pendientes de revisión obligatoria, o de estreno tardío. Pero no estoy en el salón de mi casa, en La Pedanía, donde tengo un reproductor que reproduce lo que le echen, sino que estoy en León, con la familia, de navideñeo, y mi ordenador portátil es un exquisito, y un burro, y un cacharro que nunca entenderé. Cuando le pongo las películas que me traje en la maleta,  empieza a hacer ruidos raros, como de tos de abuelete, como de moto gripada, y los programas encargados de rescatar la película fallan uno detrás de otro. Error, vuelva a intentarlo, imposible acceder... Son DVDs que hace tiempo grabé sobre soporte virgen, en el viejo reproductor-grabador que ya mora en el cementerio del reciclaje, y se ve que la tecnología moderna no reconoce el formato, o que le da la risa con mis tontos remiendos, y de la carcajada se congestiona, y deja de funcionar. 



   Sólo dos películas de las que quería ver fueron adquiridas en una tienda, y sólo ellas, como premio a mi legal dispendio, logran trasponer el umbral de lo visible: una, la Crazy, Stupid, Love del otro día, y la otra, Cowboy de medianoche, esta tarde. La película de Schelesinger es un clásico incontestable al que hace años le debía una revisión. Tantos años que su carátula todavía conservaba su delgadísima funda de celofán, con un precio desorbitado pegado por detrás que me ha hecho recordar los viejos tiempos de su compra, de cuando empezaron a venderse los DVDs en El Corte Inglés de León como una novedad ultratecnológica de los tiempos modernos, y a los dependientes se les escapaba la risa tonta cuando te cobraban en caja, sorprendidos de que algunos imbéciles, en esta ciudad de curas y paletos, de militares y gentes de paso, siguieran picando en la estafa abusiva de sus precios. Desde aquel tiempo delictivo dormía su sueño, el DVD de Cowboy de medianoche, en grave pecado de tardanza que aquí mismo confieso de rodillas. Y aún pensé, por un momento, antes de que el menú de inicio arrancara en la pantalla del portátil: ¿y si ahora resulta que el disco está escoñado, o defectuoso, o contiene otra película diferente? ¿A quién reclamo yo, tantos años después, sin ticket ni nada, en El Corte Inglés, para seguir con la broma y el cachondeo? 


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Gente en sitios


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El cine es el asunto más serio de mi jornada, casi de mi vida entera, y no puede ser tratado a la ligera. El resto del día viene impuesto, o puede ser improvisado sin consecuencias fatales. La película, en cambio, tiene que ajustarse a mis exigencias, a mis estados de ánimo cambiantes. Lo otro sería la ruina mental, el acabose, el colofón de mierda a una jornada perdida por entero.

La película tiene que coronar la medianoche con el mismo brío de los ciclistas alcanzando la cima del Tourmalet. Las dos horas de la película han de equilibrar, en la balanza, las otras veintidós de tiempo perdido. Antes de embarcarme en la aventura leo las críticas, escruto los repartos, busco referencias del director o del guionista como si estuviera contratándolos para hacer un trabajo. De hecho, ellos trabajan para mí, alquilados durante dos horas en mis propios aposentos, como hacían los antiguos reyes en sus palacios con los músicos o con los bufones. A cambio, yo les sufrago las mansiones, y los cochazos, y las titis despampanantes, con el dinero que me dejo en los canales de pago y en los DVDs del centro comercial, único pagano en esta tierra sodomítica de los gratuiteros sin complejos, que Yahvé no parece condenar.






            Hoy, sin embargo, me he lanzado a la piscina sin haber probado el agua con el dedico, guiado sólo por este título enigmático, Gente en sitios, que viene a ser como una fórmula magistral que resume la vida misma: el devenir azaroso de los humanos, la madeja inextricable de los destinos. Porque la vida es, efectivamente, despojada de adjetivos y de palabrerías, gente en sitios. Gente que nace y mata, gente que construye y destruye, que folla a lo loco o reza el Padrenuestro. Gente en sitios, haciendo cosas. Qué es, si no, esta pesada Navidad, con su barullo de compras y parabienes, de cenas y comilonas: gente en sitios, muchos desubicados del habitual, en casa de la mamá, o del cuñado, contando las horas para volver al sitio propio, al hogar donde uno puede poner los cojones encima de su propia mesa La Navidad viene a ser, mayormente, gente fuera de su sitio, y de ahí tanto conflicto, y tanta mala hostia a punto de explotar. Gente en sitios... Me parece cojonuda, la expresión, una cosa enigmática, pura, casi oriental, un haiku... 

    Luego, la verdad, la película no es gran cosa, una sucesión de sketches con gente rara sorprendida en lugares comunes. A veces sonríes, y a veces te rascas la cabeza, desubicado y perplejo. Es difícil saber qué pretendían sus creadores con esta sucesión de surrealismos buñuelanos y tontacas que parecen sacadas de Muchachada Nui. Pero queda un poso, un provecho, un algo indefinido sobre lo estúpida e impredecible que puede ser la gente. Hay algo muy turbio, muy negro, en Gente en sitios, y eso, en Navidad, aunque sólo para tocar los cojones, siempre se agradece.


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Omar

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Omar, el protagonista de la película Omar, es un panadero palestino que tiene su negocio en el lado israelí de la barrera cisjordana. Pero se ha dejado, ay, a la novia en el otro lado, porque los hebreos, como los soldados de la RDA en Berlín, no le preguntaron a nadie por dónde debía levantarse el muro de hormigón. Nadia, que lleva el nombre bellísimo de las gimnastas, y de las rusas enigmáticas, es una chica a la que Omar no puede renunciar, así que todas las mañanas, después del trabajo, trepa el muro con una cuerda y salta al otro lado para hablar con ella, para besarla castamente, para presentar sus respetos al hermano de la chavala, Tarek, que además es un buen amigo de la infancia.





            Omar, sin embargo, no es una película romántica. Tarek y Omar, junto con otro amigo palestino de los andurriales, conforman una unidad de resistencia que practica el tiro al blanco por las mañanas, y el tiro al soldado israelí por las noches. Una mala tarde, como las de Chiquito de la Calzada, acertarán en el pecho sin chaleco de un soldado, y darán comienzo las persecuciones, las traiciones y las torturas. El director de la función, Hany Abu-Assad, que hace diez años ya rodó una película notable titulada Paradise Now, prefiere no tomar partido ante los hechos. Él coloca a sus personajes en el paisaje y luego les da cuerda para que sigan el derrotero lógico de sus posiciones. Suponemos que él está con la resistencia, claro, con sus compatriotas arrinconados entre el muro y la pobreza, pero no envuelve los discursos en banderas patrióticas, ni en músicas cargantes. Omar no pretende ser Rambo, ni falta que nos hace. Ningún espectador informado puede permanecer equidistante en este conflicto irresoluble, y por eso mismo no necesitamos que nos chisten, que nos subrayen, que nos señalen con el dedo. Se agradece que de vez en cuando nos traten como a espectadores inteligentes. 


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