Catastrophe. Temporada 2

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Mientras llega el amor -y el invierno tiene pinta de ir para largo, como en Juego de Tronos- voy ejercitando las dialécticas románticas con las series de la televisión. El aprendizaje vicario -que es un término que da mucho la risa, como de escuela de tenis, o de estudios seminaristas- es la academia última de los amantes olvidados. De los hombres ninguneados. Uno ve a las parejas catódicas en sus trifulcas y arrumacos, y casi sin querer va tomando nota de las estrategias, de las componendas, del sutil arte de entenderse con las mujeres, esos alienígenas tan extraños como necesarios, tan distintos como adorables. Uno, por supuesto, conoce el peligro de confundir el cine con la realidad y sabe que estos amores son asunto de guionistas con mucha imaginación, y de productores con mucha avaricia. Que relajen el dedo, pues, los que ya iban a escribirme para advertirme del absurdo.


     En la segunda temporada de Catastrophe ya no se dirimen los asuntos del acercamiento impulsivo, del conocimiento trastabillado que estalla en el amor gozoso y algo alocado. Ahora Sharon y Rob ya tienen dos hijos, y conviven bajo el mismo techo. Sus asuntos se han vuelto domésticos y matrimoniales, y aunque uno se sigue divirtiendo con sus peripecias de pareja asimétrica, porque los diálogos derrochan ingenio, y los actores exudan química por los poros, esta segunda parte, en el aspecto pedagógico, en el sentido estrictamente académico del amor, se ha vuelto muy previsible. Uno ya ha pasado por estas Domestic Wars de las indirectas en la cocina y de las alambradas en la cama. Asignatura aprobada, que diría José Luis Garci. 

    La asignatura pendiente, que llevo suspensa desde tiempos remotos, sigue siendo el acercamiento primero. El primer trance de la publicidad. Cómo convencer a las señoritas de que en este body y en este brain todavía se guardan algunas alegrías, y algunas pequeñas satisfacciones. Mientras estudio las lecciones, el invierno se apodera de los interiores y los exteriores. A ver qué pronostica la marmota Phil en Punxsutawney, el próximo 2 de febrero...


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Eres lo peor

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Las sitcom que uno guarda en sus estanterías son aquellas que protagonizan hombres malvados o mujeres estúpidas. O viceversa. Mujeres retorcidas y hombres insoportables. La vida misma, en definitiva, trasladada al universo ficticio de las risas enlatadas. Modern Family jamás dormirá en mi habitación porque en el fondo todos sus personajes son buenas personas, seres imperfectos con el alma inmaculada. Y eso, como bien saben los filósofos y los sacerdotes, es una imposibilidad estadística que le resta cualquier credibilidad al asunto. 
    
    Quien esto escribe se siente más cercano a los inmaduros de Seinfeld, a los estúpidos de Larry David, a los mentecatos de Veep, a los incapaces de The Office... A los cuarentones decadentes y barrigudos como Louie. Ese es el fango del ser humano en el que yo me reconozco, y me echo las carcajadas sinceras, y me dejo los dineros comprando los DVDs. Pero siempre hay, por supuesto, excepciones. Frasier fue una serie de personajes bonachones y decentes que tengo guardada como un tesoro. No se han vuelto a escribir unos guiones como aquellos. 

    Eres lo peor es una comedia irreverente, desvergonzada, de personajes impresentables que deberían seducirme casi al instante. Su protagonistas son dos treintañeros traviesos con la edad mental de dos adolescentes de instituto. Jimmy y Gretchen pasan el tiempo libre follando, desfollando, discutiendo, chinchándose, poniéndose los cuernos... Probando drogas, catando licores, contrastando excesos. Ellos viven la vida loca que cantara Ricky Martin. Son dos individuos modernos, desprejuiciados, altamente egoístas e inmaduros. Deberían caerme de puta madre. Y sin embargo, con todo a favor, no termino de reírme con sus cuitas. Sobrevuelo sus enfados y sus reconciliaciones con la sonrisa preparada, lista para la acción, pero casi nunca solicitada en realidad. Hago esfuerzos para conectarme a esas vidas tan distintas a la mía, tan cercanas en el pecado de pensamiento, y tan lejanas en el pecado de obra. Pero me veo ya muy mayor para el ejercicio.

    A veces, en el portátil, en un mal ángulo de visión, veo reflejado mi rostro sobre la pantalla, superpuesto al de estos dos amantes alocados, y me descubro ridículo, y algo voyerista, tratando de entender una juventud que nunca viví. Y que ya no me toca vivir. El esplendor en la hierba de los cojones, que cantara el poeta. 



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Robot Chicken: Star Wars III

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Seth Green y sus secuaces cerraron su particular trilogía en 2010, con el poco original título de Robot Chicken: Star Wars III. Se guardaron su imaginación -desbordante, traviesa, decididamente friki- para los sketches hilarantes. Si alguien dudaba de que en la tercera entrega iban a flaquear las imaginaciones, estos muchachos dan el do de pecho y se marcan un especial de tres cuartos de hora, para tapar las bocas de los agoreros, y abrir las nuestras, que sí confiaban, en sucesión de carcajadas. 

    La galaxia muy lejana, pasada por el turmix de su gamberrismo, vuelve a convertirse en un culebrón de hijos secretos, de amores no confesados, de secundarios maltratados por la historia. Y entre todos ellos, revoloteando como una mosca cojonera, el impagable personaje de Boba Fett, el chulo más engreído de toda la galaxia.
  

1. ¿Quién baja por las pizzas en las reuniones del Alto Consejo Jedi?

2. El cuarto para hablar de asuntos no sexuales de la reina Amidala.

3. Anakin estrena piernas y traje  un sábado por la noche...

4. C3PO, que domina 6 millones de formas de comunicación, recibiendo sus clases de español...

5. ¿Qué ocurrió realmente en la granja del tío Owen?

6. Chewbacca presenta su familia a Han Solo, tras tantos años de amor inconfesado...

7. Incómodo reencuentro en la gasolinera espacial...

8. La nueva desventura del stormtrooper Gary, esta vez en la luna de Endor, con el ewok atropellado.

9. La larga -muy larga- y filosófica -muy filosófica- muerte del Emperador Palpatine.

10. Boba Fett y su amigo, entreteniendo los mil años de lenta digestión dentro del Sarlacc.



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Robot Chicken: Star Wars II

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Robot Chicken: Star Wars episodio II es la continuación de las gamberradas que Seth Green y sus secuaces perpetraron un año después de su primer delito. En contra de lo que sostiene el manido refrán, segundas partes vuelven a ser buenas, y esta travesura en stop-motion es tan divertida y audaz como la primera. El universo de Star Wars, y la imaginación malvada de los guionistas, dan para hacer infinidad de homenajes descacharrantes. 

    Las ocurrencias de Robot Chicken recuperan a los personajes secundarios que tuvieron la mala suerte de cruzarse en el camino de los Jedi y de los Sith. Víctimas colaterales de una guerra que ni les iba ni les venía. Gracias a esta serie animada podemos conocer el antes y el después de sus vidas: qué tristes circunstancias les empujaron a su destino, y qué fue de ellos, tras su peripecia personal en las guerras galácticas.  Un verdadero ¿Qué fue de...? que a los frikis de la saga nos satisface las curiosidades y las risotadas. Y que a los ignorantes del mundillo les va a traer muy sin cuidado. Aviso.

Selección personal de sketches:

1. Boba Fett regresando de la muerte para cargarse a los Ewoks, esos osos tan modosos y apestosos.

2. La fatigosa aventura de Gary, el stormtrooper que lleva a su hija al trabajo justo cuando toca abordar la nave consular de la princesa Leia.

 3. El spin-off del Dr. Ball, la bola negra que portaba la inyección torturadora de la princesa.

4. Anakin asesinando a los aprendices de la Escuela Jedi mientras imagina que parte girasoles con su espada láser, allá en los campos de Naboo, donde se enamoró de Amidala.

5. La carrera suicida de los AT-AT, en homenaje a American Graffiti, la película que  George Lucas filmó con coches y no con naves espaciales.

6. La triste historia de Krayt Dragon, el dinosaurio aventurero.

7. Comida "entre amigos", en la Ciudad de las Nubes de Bespin.

8. Bob Goldstein, el abogado de Naboo que representa a los damnificados por los caballeros Jedi. Un Saul Goodman de la galaxia muy lejana...

9. Vader y Luke recuperando el tiempo perdido, as father and son.

10. El Emperador esperando su maleta perdida, en el aeropuerto de la Estrella de la Muerte.




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Robot Chicken: Star Wars I

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Robot Chicken es una serie de animación que utiliza la técnica del stop-motion para versionar, de modo hilarante, el universo de nuestras películas y series favoritas. En el año 2007, con motivo del 30º aniversario del estreno de La Guerra de las Galaxias, Seth Green y su entrañable pandilla de pirados le dedicaron un programa especial al universo Star Wars. Veinticinco minutos de pura inspiración, de pura descojonación. Treinta sketches que ponen patas arriba las escenas memorables, los diálogos archisabidos. Que rescatan del olvido a los personajes secundarios y sacan los colores a los protagonistas principales. 

    Cada vez que me encuentro con otro friki por los caminos de la Fuerza, le recomiendo Robot Chicken: Star Wars encarecidamente, como un buen samaritano que soy. Al común de los mortales, en cambio, prefiero no mencionársela, porque sé que no van pillar las coñas marineras, Y porque a uno le consta, además, que los pirados de la saga galáctica les caemos muy gordos a estas gentes sencillas de nuestra galaxia, de lo plastas que podemos llegar a ser con nuestra obsesión. Que el Cielo nos perdone, y que la Fuerza nos acompañe.


Selección personal de sketches:

1. El soldado imperial que cagaba en el AT-AT antes de ser liquidado por la bomba de mano de Luke.

2. El anuncio de los cereales para el desayuno del Almirante Ackbar.

3. La triste historia de Ponda Babas, el alienígena bonachón que perdió el brazo en la taberna de Mos Eisley.

4. (El mejor de todos, sin duda) El curso de orientación para oficiales del Imperio Galáctico donde aprenden a fingir un ahogamiento ante Darth Vader, y evitar, así, ser atravesados por su espada láser en los raptos de ira.

5. Los devoradores del asteroide pidiendo comida china por teléfono al no poder zamparse el Halcón Milenario.

6. George W. Bush convertido en caballero Jedi por obra y gracia de los gamberros midiclorianos.

7. El duelo de raperos entre el Emperador y Luke Skywalker, insultando en verso a sus respectivas madres.

8. Darth Vader atormentado por el fantasma de Jar Jar, su “querido amigo” de la infancia.

 9. Darth Vader explicándole a su hijo el culebrón entero de Star Wars, allá en la Ciudad de las Nubes de Bespin.

10. El disco de Grandes Éxitos de Max Reebo, el músico elefante de Jabba el Hutt.




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Un día perfecto

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Luis Buñuel, como buen hombre de izquierdas, no creía en la caridad. Él sabía que los pequeños gestos sólo calman los dolores particulares y momentáneos. Que se necesitan palabras más valientes, como justicia, o redistribución, o sentido común, para arreglar los males del mundo. Los voluntarismos, aunque loables, barren un suelo que habrá de ser barrido mil veces más. 

    Para explicarnos su postura, Buñuel nos dejó la famosa escena de Viridiana. Jorge, el personaje de Paco Rabal, siente pena por un chucho fatigado que camina atado al carro de su dueño. El aldeano, un miembro de la especie homo garrulensis que todavía pervive en nuestra Hispania Citerior, y también en la Ulterior, se niega a subirlo porque allí sólo viajan “las personas”. En un arranque de caridad, Jorge le comprará el perro sólo para descubrir que detrás viene otro carro con un chucho en la misma circunstancia. La caridad ha salvado a una criatura, pero no ha cambiado las cosas. Buñuel entiende y aplaude a su personaje, pero deja esta reflexión en el aire para que la rumiemos con pesimismo.


      He recordado todo esto viendo Un día perfecto, la última película de Fernando León de Aranoa. Y lo escribo así, con el nombre completo, con el apellido aristocrático, porque don Fernando, a pesar de sus últimos deslices, es un cineasta al que debemos gratitud eterna por Los lunes al sol, esa obra maestra que ya quisieran para sí muchos americanos de postín, y muchos farsantes de la Nouvelle Vague. En Un día perfecto, una troupe de cooperantes viaja en todoterreno por las ruinas de la antigua Yugoslavia, recién terminada la guerra, limpiando pozos y desfaciendo entuertos. Según como lo cuentes, la película puede ser el ejercicio de una reflexión o el comienzo de un viejo chiste: van un puertorriqueño, un americano, un yugoslavo, una francesa y una ucraniana por las carreteras secundarias de Bosnia… 

    Los personajes de Tim Robbins y Benicio del Toro -aunque la ONU les ha endosado a dos mujeres de quitar el hipo que distraen mucho la atención y confunden el entendimiento del más pintado- son dos pedazos de pan que se desviven por ayudar al vecindario de los Balcanes. Pero no son dos monjitas de la caridad: ellos, inteligentes y lúcidos, no han caído en la creencia estúpida de estar cambiando las cosas. Ellos son cínicos pero alegres, resignados pero eficaces. Benicio y Tim no compran perros en la España Profunda, pero sí cuerdas y balones, allá en el desastre de la guerra.



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Rebobine, por favor

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El videoclub del señor Fletcher, allá en el suburbio de Nueva Jersey, por donde Tony Soprano pasa cada mañana camino del basurero, es un negocio caduco, de cintas en VHS, cuando el común de los mortales ya disfruta la tecnología del DVD. E incluso del Blu-ray. 

    Pero el señor Fletcher, que es un romántico de los rayajos y del sonido distorsionado, ha decidido hundirse con el barco. Ausentado durante unos días, dejará el negocio en manos de dos anormales de tomo y lomo. Mike es un chico de inteligencia límite al que le cuesta llevar las cuentas del negocio, y Jerry, su amigo, un paranoico que duerme con un casco metálico para que el gobierno no hurgue en sus meninges. En un absurdo accidente, estos dos inútiles desmagnetizarán todas las cintas del videoclub, dejándolas en blanco. Ante las protestas de los clientes, y acojonados por la reacción del señor Fletcher, tendrán la genial idea de re-filmar ellos mismos las películas perdidas. La primera cinta que versionarán con cuatro cartones y dos espumillones será Los Cazafantasmas. Para su asombro, la clientela -que para salvaguarda del guion no parece muy exigente, ni muy espabilada- quedará entusiasmada con las chorradas y los cutreríos, y así, por obra y gracia de su caradura, y de la estulticia vecinal, Mike y Jerry se convertirán en los cineastas aclamados del barrio.


         Rebobine, por favor no es la película más redonda de Michel Gondry. Le falta Charlie Kaufman en el guion para limarle ternuras y añadirle maldades. Sin embargo, es una película que muchos cinéfilos guardamos con cariño en la estantería, porque en el fondo, más allá de las payasadas de Jack Black y de la frikada absoluta de los homenajes, Rebobine, por favor es un canto de amor al cine. Uno muy loco, y muy original, que nos arranca la sonrisa de viejos cinéfilos. Me gustaría tenerlos de vecinos, a Mike y a Jerry, tan imbéciles como adorables, para tomar con ellos unas cañas y hablar de cine hasta que se nos pasen las horas. 



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Orson Welles, el genio creador

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No sé dónde leí una vez -tal vez en las novelas de Pepe Carvalho- que uno ya se sabe viejo cuando empieza a leer biografías. Hasta una determinada edad, que situaré arbitrariamente en los cuarenta años, uno no tiene biografía, sino vida. La palabra biografía tiene otro empaque, otra gravedad. Un significado solemne que abarca desde la vida hasta la muerte, y que sólo en la comprensión cabal de nuestra finitud nos atrevemos a considerar, y a indagar, en las vidas de los grandes hombres. Y no porque sean grandes hombres, a veces, que los leemos y ninguna enseñanza traspasa nuestra piel, de tan distantes o ajenos que nos resultan. Nadie ha escrito todavía la biografía de Pepito Pérez, el hombre anónimo, del traje gris, que se parecía tanto a nosotros, con su trabajo aburrido, su parienta regañona, sus achaques incontenibles, su muerte anónima en un hospital con olor a lejía y a meados.



      A falta de Pepito Pérez, del que se podrían aprender tantas cosas provechosas, uno se contenta con la vida de los grandes cineastas, que a veces abordo en forma de libro, y otras veces, como es el caso de hoy, en forma de documental. Orson Welles, el genio creador, es un documental de título rotundo que viene a resumir lo que ya todos sabíamos, y que los propios narradores van desgranando sin ahorrarse adjetivos: que Orson Welles fue un genio en el sentido estricto de la palabra. “Terrible consuelo el de ir cuarenta años por delante de tu tiempo”, le confesó el propio Welles a Peter Bogdanovich la noche que no quiso recoger el Oscar honorífico que le concedieron los hollywoodienses. La misma gente que le negó el pan y la sal, el dinero y la paciencia, que no supo ver en su egolatría el germen de un nuevo cine, tuvo que rectificar su error antes de que la salud del bendito gordinflón empezara a hacer de las suyas. En el vídeo pre-grabado que Welles envió a la ceremonia para dar las gracias, puede adivinarse su sonrisa irónica, su distancia educada. Su amor desmedido por el cine, y su desprecio altivo por la industria. 



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