Techo y comida

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Al poco tiempo de ser designada para el cargo, nuestra subministra del subempleo, la tal Fátima Báñez, a quien le deseo grandes penurias en la vida y grandes penalidades en el averno, dijo que no había que preocuparse gran cosa por el paro. Que donde no llegara la política del Partido Popular, siempre tan combativa y tan eficaz, llegaría la Virgen del Rocío para echar una mano en lo que fuera. O lo que es lo mismo: que ya nos podían ir dando por el culo, y que ella estaba allí por el pito pito gorgorito de la cuota, y que los parados mejor harían en frecuentar las iglesias, siempre tan vacías, que presentarse en la oficina del Inem, siempre tan abarrotada. Que puestos a elegir entre dos milagros, mejor acudir al que menos gente se presentara puesta de rodillas, por aquello de las matemáticas y de las probabilidades.

    En Techo y comida, Rocío -que así se llama la protagonista para más inri- es una mujer desesperada de la vida que ha seguido el sabio consejo de doña Fátima. En su mesilla de noche ha colocado una estampa de la Virgen a la que reza devotamente antes de soñar otra pesadilla. Luego, por las mañanas, camino de sus humillaciones laborales, se detiene en una capilla para rezarle a los ojos de otra Virgen, a ver si allí anida la diosa benefactora que defiende la tal Báñez. Pero pasan los meses, y las facturas, y los impagos del alquiler, y la Virgen María no parece conmoverse ante la suerte de Rocío y de su chaval de ocho años, que juega al fútbol con unas botas rotas y una camiseta descolorida.

    Así las cosas, viendo que la caridad virginal parece congelada por culpa de un bloqueo en el Parlamento Celestial, Rocío decide probar otras suertes. La del latrocinio en los supermercados, y la del siseo en casa de las vecinas, que no terminan fructificando porque siempre hay un segurata que termina echándote el ojo, o un remordimiento que taladra el estómago. Y más allá, en la suerte definitiva, las ayudas públicas que presta el Estado a los parias de la tierra. Un Estado paralizado, en bancarrota, desarmado por las mismas huestes que eligieron a la tal Fátima para soltar sus sandeces. La ironía definitiva. Firme aquí, y aquí, y póngase a esperar, que esto va muy lento, la caja está muy vacía, y hay muchas madres solteras en su misma situación. Siéntese y espere unos cuantos meses. Mientras tanto, por probar, y para matar el aburrimiento, puede seguir rezando. 





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Nunca pasa nada

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En 1963, las extranjeras de la falda muy corta ya habían desembarcado en nuestas costas para tostar sus pieles blanquecinas, y menear el body animadas con lingotazos de sangría. Los pueblerinos que hasta entonces vivían tan católicos con sus huertas y sus barcos de pesca, se acostumbraron rápidamente al nuevo y políglota paisanaje. Ellas eran unas guarras, y sus novios -porque algunas parejas ni casadas estaban- unos indecentes. Pero todos dejaban su dinero en los chiringuitos y en las pensiones, y la hinchada local, después de mucho santiguarse y mucho confesarse con el cura, hizo su pequeña fortuna gracias a que la inmoralidad europea encontró allí el sol y el cachondeo que revitalizaba la economía.  


    Estas cosas no pasaban en los pueblos interiores como Medina del Zarzal, que es el nombre ficticio que en Nunca pasa nada esconde el atraso socio-cultural de Aranda de Duero. Por no decir el paletismo desdentado, y la beatería gazmoña. A los pueblos castellanos también llegaban algunas extranjeras, por supuesto, pero siempre muy tapadas por culpa del frío. Mujeres licenciadas - que no licenciosas- que venían a estudiar el románico del Camino Francés, o el pasado histórico del Cid Campeador. Un turismo cultural muy alejado del desenfreno bailongo de las playas soleadas, a casi un día de tortuosas carreteras. Es por eso que cuando una rubia liberal caía por accidente en el secano, es como si estallara la bomba atómica en la Plaza Mayor, y en cuestión de segundos la temperatura se elevaba, los cuerpos se derretían, y la radioactividad del sexo reprimido envenenaba los espíritus.

    Cuando en Medina del Zarzal aparece Jacqueline, la cabaretera que sufre un ataque de apendicitis camino de Santander, los hombres se vuelven locos de deseo, las mujeres se hacen cruces hasta hacerse agujeros en el pecho, y los adolescentes, que en invierno sólo conocían los tobillos de sus amadas, comienzan a practicarse unas pajas históricas, descomunales, como nunca antes las habían soñado. Gracias a la memoria de Jacqueline, a quien todos llevan estampada en el reverso de los párpados como un póster clavado en la pared, los chavales descubren que en el fondo son muchachos tan europeos como los demás, con los mismos anhelos de libertad, y los mismos picores en los huevos. Así fue como empezó la historia de nuestra Transición. Nunca pasa nada es el capítulo 0 que nunca nos va a contar Victoria Prego.



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Black Mirror: Caída en picado

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En el futuro que plantea Black Mirror: Caída en picado, todos llevaremos una valoración numérica flotando sobre nuestra cabeza. Tal número, obviamente, no será una cartulina recortada que vaya pegada con celofán, como un trabajo manual hecho en la escuela. Será una cifra virtual que aparecerá en las lentillas Z-Eye que todo el mundo llevará incorporadas, y que nos escanearán el rostro, y el currículum del alma, en cuestión de décimas de segundo. Las lentillas Z-Eye, que ya han aparecido en otras distopías de Black Mirror, van camino de convertirse en adminículos legendarios para los fanáticos de la ciencia-ficción.


    En cada interacción social de Caída en picado, las personas se valoran al instante apuntándose con sus teléfonos. Como vaqueros que desenfundan su revólver si la cosa no ha pintado bien, o como colegialas lanzándose un beso, si el encuentro ha ido guay del Paraguay. Gracias a ese Superfacebook que viene instalado en todos los móviles, uno recibe cientos de valoraciones cada día -en la acera y en el trabajo, en la cafetería del pueblo y en la cola de la panadería- y así, roce a roce, y verso a verso, se va conformando la cifra que vive suspendida sobre las cabezas, como el aura de un santo, o el sulfuro de un demonio. 

    Podría parecer un asunto estúpido, baladí, un juego contable con el que matar los ratos muertos o echarse unas risas con los amigos. Pero esa cifra, en la numerocracia de Black Mirror, es el pasaporte que da acceso a las mejores camas en el hospital, o que coloca a tus hijos en mejor disposición para ser admitidos en la Universidad. No puedes tener una buena casa, un buen trabajo, un coche último modelo, si vas por ahí con un 3 sobre 10 de valoración sobrevolando la cabeza. En esta distopía que parece muy lejana, pero que en realidad, como todas las que plantea Black Mirror, está a la vuelta de la esquina, la amabilidad se ha convertido en el valor supremo que rige el mundo. La sonrisa falsa, el gesto comedido, el taco reprimido... La nula conflictividad social. La contención de cualquier gesto de asco o de molestia. El like que fingimos en Instagram, el me gusta que simulamos en Facebook, el OK falsario que pulsamos en cualquier otro invento del demonio digital. 


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Smoke

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Smoke, reducida a su esencia argumental, es la historia de dos fulanos residentes en Brooklyn que charlan mientras fuman, o fuman mientras charlan, y en ese arte ya casi perdido traban una amistad donde caben grandes silencios y grandes confidencias. Y relatos maravillosos, como el de sir Walter Raleigh pesando el humo de su cigarro, o el de Auggie Wren pasando el día de Navidad con una anciana desconocida. El texto de Paul Auster navega hábilmente entre lo inverosímil y lo cotidiano, pero tal vez sería menos emotivo si hubiera caído en manos de otros actores, o en manos de otros personajes que no fumaran mientras narran sus desventuras. Sin el humo del tabaco flotando en el ambiente, y en los pulmones, Smoke ya no tendría la atmósfera de las almas vividas y resabiadas, y sería otra película de ambientes asépticos olvidada en la memoria de los trasteros.


   Son cosas muy mías, muy particulares, pero siempre he pensado que la gente que fuma tiene cosas más interesantes que contar. Como sucede a cada rato en esta película. Tal vez porque los fumadores son realmente diferentes, y encaran la vida -y la advertencia sanitaria- con un talante más decidido y misterioso. O quizá solo poseen el gesto, la pose, la manera de sentarse y acomodarse que proviene del cine clásico, cuando los personajes le daban al cigarrillo sin censuras y sin vergüenzas, y lo mismo el malo que tramaba sus malicias, que el bueno que las contrarrestaba, todo quisque se confiaba al asidero del cigarrillo, que era como un reposo para el espíritu. 

    Los fumadores, en su discurso, tienen que hacer pausas para encender el cigarro, para darle la calada, para exhalar las volutas con aire sonriente o pensativo, y quizá por eso, sólo por eso, dan la impresión de pensar más y mejor lo que dicen. Como Harvey Keitel y William Hurt en Smoke, que parecen dos sabios de la sobremesa.  Dos amigos muy lejanos que uno desearía tener aquí al lado, en la cafetería del pueblo perdido.



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Corazón gigante

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Fúsi es un hombretón islandés tan grande como los volcanes de su tierra. Entre que los genes del metabolismo no parecen servirle de gran ayuda, y que su anciana madre, con la que sigue viviendo sin muchas ganas de independizarse, le prepara sustanciosos platos muy altos en calorías, Fúsi se ha convertido en un gigante que apenas cabe por las puertas de su casa, y que apenas entra en el carricoche del aeropuerto donde trabaja acarreando maletas.


    Para sustentar tamaño corpachón, y regarlo de sangre caliente hasta las puntas de los dedos, el corazón de Fúsi ha crecido hasta expandirse por todo su pecho. Y así, usurpando territorios a los órganos colindantes, se ha convertido en un cacique que no sólo marca el compás de las tareas vegetativas, sino que, además, dicta las reglas morales por las que Fúsi se conduce. A saber: vive a tu rollo, con tus juguetes, tus coches teledirigidos, tus maquetas de la II Guerra Mundial, y al que se ría, o se burle, que le den mucho por el culo. 

    No mires a los ojos de la gente, que lo cantaba un poeta de Vigo y tenía mucha razón el fulano: si te enamoras, trabaja por tu amor, pero no te hagas muchas ilusiones, porque la belleza interior jamás va a compensar tu otra belleza maldita; y si los tontos del barrio, o los colegas del trabajo, se meten contigo, y te dicen mira qué gordo o mira qué torpe o mira qué virginidad más recalcitrante, pon la otra mejilla que ya se aburrirán. Así le habla el corazón gigante a su dueño gigantesco. 

    Y le aconseja, además, para curarse en salud: haz muchos favores. Tú que lo mismo arreglas un motor que reparas un grifo, sé prodigo con tus habilidades. El altruismo no existe, ni siquiera en Islandia, pero está muy bien visto fingirlo en sociedad. Cúrratelo, querido Fúsi. Aunque te llamen tonto, inocente, buenazo de mazapán. Insiste en tu desprendimiento. No tienes otro recurso. Eres un niño sin maldad, un inmaduro sin remedio, y sin el arma de tu bonhomía estás perdido en esta selva de las nieves perpetuas, y de los hierbajos sin crecer. Ábrete camino y espera tu oportunidad. Para el amor, para la amistad, para la vida en general. Y más ahora, que llega la Navidad, y los barbudos gordinflones del Círculo Polar gozáis de un carisma extraordinario. De todo un pedigrí.




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Cuatro bodas y un funeral

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El matrimonio es un virus contagioso. Puede permanecer en letargo durante años, incubando la fatalidad. El amor se basta a sí mismo para consolidarse o para arruinarse, y nada le añade o le quita una celebración o un papeleo. La idea del matrimonio puede flotar en el ambiente durante años sin que nadie la inhale o se tope con ella. Pero un buen día, en la cafetería, o en la cena entre amigos, una pareja hasta entonces inmune confiesa que padece la terrible enfermedad. Tal vez han visto una película muy romántica, o han sucumbido a las presiones de la familia. O simplemente -como argumenta un personaje de Cuatro bodas y un funeral - los novios se aburrían con grandes bostezos en el sofá, y en el matrimonio, y en la preparación del eventeo, encontraron un tema infatigable de conversación. El virus del casamiento anida en fuentes diversas, y todas ellas  traicioneras.

    Llegan las invitaciones, las despedidas de soltero, los fastos más o menos cutres del día tan señalado, y a partir de ahí -si el virus matrimonial no ha encontrado vacuna, y se propaga a la velocidad que predicen los libros de medicina-  el resto de parejas que un día se creyeron por encima de estas cosas pasarán por las iglesias o por los ayuntamientos como fichas de dominó empujadas por los pacientes cero

    Esto es lo que sucede, grosso modo, en Cuatro bodas y un funeral, donde varios hombres y mujeres que parecen seres racionales se comportan, sin embargo, como personajes decimonónicos temerosos del Dios de la decencia, y obsesionados con la idea de casarse. Ellos acuden a las bodas de sus amigos con la triple intención de dar testimonio de su alegría, tomar nota de los aspectos organizativos, y buscarse, entre los numerosos invitados, una pareja que quiera tomar el relevo en lo más alto de la tarta nupcial.

  Cuatro bodas y un funeral parece una comedia algo disparatada, pelín exagerada, pero dos años después de su estreno, en el año 96, yo mismo viví cuatro bodas y un funeral en las lejanas tierras de León. Cuatro bodas -entre ellas la mía- que se sucedieron al ritmo frenético que marcan los virus en expansión. Y de colofón, para cuadrar el pentágono, un funeral tristísimo que le puso ceniza y pesadumbre a tanta jovialidad floral, y a tanto amor comprometido. Y condenado a fracasar... Vuelvo a ver Cuatro bodas y un funeral y pienso que a veces la realidad y la ficción se preceden la una a la otra, y se anuncian, y se sugieren, y hasta coinciden en acontecimientos caprichosos y dignos de mención.



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Sully

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Siempre que en el telediario aparece un estadounidense protagonizando un acto de heroísmo, todos sabemos que tarde o temprano ese fulano, o esa fulana, tendrá su película explicativa y laudatoria. Desde que los cineastas llegaron a Hollywood con las cámaras robadas a Edison, el gran tema de la filmografía americana es el retrato del héroe, o de la heroína. Ellos son la fuente que nunca cesa de manar, la inspiración perpetua que alimenta las historias y los guiones. Porque además, para los americanos, un héroe puede ser cualquier persona enfrentada a las circunstancias. No necesitan grandes conquistadores, ni eximios genocidas, para componer una banda sonora grandilocuente y sacar la bandera de marras a pasear. Lo que otros simplemente llamaríamos deber, o gaje del oficio, o incluso rapto benéfico de locura, ellos, los yanquis, tienen una habilidad especial para revestirlo de acto único y singular, con moraleja incorporada.  

    A Chesley Sullenberger, el piloto de US Airways que amerizó en el río Hudson salvando la vida de ciento cincuenta pasajeros, sus compatriotas han tardado siete años en dedicarle el biopic. La actualidad ha estado muy agitada en los últimos tiempos, muy convulsa, y otros héroes más belicosos han reclamado su película correspondiente. Hasta que llegó Clint Eastwood con la cámara, y Tom Hanks con el pelo teñido, y entre ambos rodaron este homenaje que uno temía enfrentar en la tarde aterida de invierno. Pero pudo más la curiosidad que el miedo, el aburrimiento que el prejuicio, y pertrechado para ver una hagiografía infumable, me encontré con una película muy estimable, didáctica incluso, que se preocupa más del acto heroico que del héroe que lo consuma. 

    En Sully, aunque parezca contradictorio, se habla muy poco de Chesley Sullenberger. Fuera de ese momento único en la cabina del Airbus, cuando el piloto decide realizar una maniobra desesperada sobre las aguas semicongeladas, la vida de Sullenberger es muy parecida a la de cualquiera de nosotros, con la rutina, la familia, la preocupación por el futuro laboral... Clint Eastwood y sus guionistas saben que fuera de ese momento cuasi-mágico, de intuición inexplicable, Sully es un buen hombre cuya biografía no daba para rellenar noventa minutos de metraje, aunque su nombre acapare el título completo, y el tipo nos caiga ciertamente de puta madre. 




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Elle

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Uno ya venía advertido de que Elle era una película controvertida, cruda, no apta para moralistas inquebrantables. Una historia de mujer turbia -y quizá perturbada- que Paul Verhoeven quiso vender en Hollywood sin que ninguna actriz de caché quisiera interpretarla. Sólo Jennifer Jason Leigh tuvo el valor de aceptar el desafío, pero otras circunstancias trajeron el proyecto a Europa, y aquí, en el viejo y sucio continente, ya curtida en mil batallas de mujeres sombrías, Isabelle Huppert era la actriz predestinada para el papel. De hecho, su personaje de Elle no dista mucho de aquel que en La pianista también exhibía una sexualidad enfermiza en la intimidad, y una misantropía ojerosa en la vida social.


    Para dejar claras sus intenciones desde el primer fotograma, Elle comienza directamente con una violación. Violaciones hemos visto muchas en nuestra cinefilia, pero reacciones como la de Michèle Leblanc, la mujer asaltada, creo que ninguna. Y ahí radica la controversia de Elle: su punto de partida diferente e inquietante. Michèle no parece afectada por el suceso. No denuncia ante la policía, ni acude a los servicios médicos. Ante sus amigos, cuenta la desventura como quien narrara su cita con la peluquera, o su compra en el supermercado. Uno espera que esta mujer, tarde o temprano, sufra una reacción emocional en diferido, pero Paul Verhoeven es un tipo diferente, retorcido, y el personaje de la Huppert, lejos de hundirse o de acojonarse, sufre una especie de reafirmación personal que le lleva a coger su vida entera por los cuernos. Es como si quedara poseída por una lucidez devastadora, por una valentía inusitada. En la podredumbre moral que viven todos los que la rodean -amigos y familiares, amantes y ex maridos- ella, que no es precisamente un angelito, se convierte en ángel justiciero que castiga a los descarriados. 

    Los espectadores menos inteligentes han interpretado que Verhoeven y Huppert están defendiendo en cierto modo su violación. Como si se tratara de una práctica benéfica y recomendable en ciertos casos... Está claro que estamos todos locos. Los espectadores con algo más de sesera  comprenden que el cine, a veces, centra su atención en las viñas más excéntricas del Señor. Ellos han tenido la santa paciencia de llegar hasta el final de Elle con el espíritu abierto y la curiosidad intacta. Y allí, Michèle, que sigue blandiendo la espada flamígera, vuelve su mirada cegadora hacia el violador...



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