El show de Truman
El aceite de la vida
🌟🌟🌟🌟
“El aceite de la vida” termina con un mensaje de esperanza entre músicas celestiales. Lorenzo Odone, que se ha librado de la muerte gracias precisamente al “aceite de Lorenzo”, acaba de mover levemente un dedo de la mano. Es un paso enorme para él: un esfuerzo gigantesco de su voluntad, que carece de mielina para ejercer sus funciones.
La película, que está rodada en 1992, deja en el aire una futura terapia que le devolverá la mielina carcomida por la ALD -adrenoleucodistrofia-, una enfermedad metabólica que deja a las neuronas como cables de cobre sin su recubrimiento de plástico, y que provoca, por tanto, un caos de chisporroteos y conexiones fallidas: la pérdida de la marcha, del habla, de la capacidad de tragar saliva sin ahogarse... La muerte.
Lorenzo Odone, sin embargo, murió en el año 2008 más o menos como estaba. Según he averiguado en internet, con una leve mejoría comunicacional y poco más. El aceite que lleva su nombre, y que viene a ser una mezcla depurada de aceite de oliva y de aceite de colza, se ha mostrado muy eficaz en las primeras fases de la enfermedad, deteniendo la cascada de síntomas, pero no tanto en los casos ya avanzados. El aceite de la vida sirve para mantener la vida, pero no para devolverla. El matrimonio Odone tenía razón cuando en sus noches más negras asumían que estaban trabajando para curar a los hijos de otros matrimonios, pero no al suyo.
Lorenzo falleció a los 30 años a causa de una neumonía. Paradójicamente, sobrevivió ocho años a su madre, que murió de un cáncer de pulmón. Y quién sabe si también de un cáncer de los desvelos. El señor Odone, por su parte, médico “honoris causa” gracias a su hallazgo del aceite milagroso, se apartó del mundo tras la muerte de su hijo y pasó los últimos años en Italia, en su tierra natal, para comer tomates de verdad hasta la última ensalada. Me imagino su muerte un poco como la de Michael Corleone en “El Padrino III”, ya muy anciano, con ochenta años, en su patio soleado del Piamonte, desplomándose de la silla en pleno ataque de nostalgia.
Falling
🌟🌟🌟
En el cine americano ha nacido un nuevo dramatismo que
enfrenta a padres racistas y maltratadores -vamos a decir, amablemente, conservadores
y cascarrabias- con hijos que les han salido rana porque votan a la izquierda o
les han salido homosexuales. O las dos cosas a la vez. Esos tipos
impresentables, que en las películas siempre viven en ranchos muy alejados de
la civilización, y siempre dejan la escopeta a en el porche por si un día pasara
Barack Obama por allí, llaman a sus hijos maricones y chupapollas sin pudor, a
la cara, cuando esos pobres, a pesar de todo, sabiendo de antemano la que les espera,
van a visitarles por Acción de Gracias o por el día de Navidad. Los más
acomplejados en solitario, y los más valientes acompañados, todos con sus looks
californianos o sus estilismos de la costa Este, que para los americanos de
bien son las reservas indias de los hijos que han salido tarados y defectuosos.
Las películas sobre el Día de Acción de Gracias dan para la
hostia de subgéneros porque ellas ya son, en sí mismas, todo un género. Un
drama tan viejo como el cine, de familias que se reúnen ante un pavo asado y
una controversia electoral. Nosotros, en España, no tenemos un equivalente
cultural porque estamos todo el día visitando a la suegra para zamparnos su
paella, o su cocido, un domingo sí y otro también, y hemos convertido en rutina
conversacional lo que para los americanos es un encuentro anual, o bianual como mucho, en el que hay que
vomitarlo todo o callárselo todo, según el tono de la película.
El otro día, en Mi tío Frank, había un tiparraco
despreciable que le escupía a su hijo homosexual todo el rencor de sus genes supuestamente traicionados. Hoy, apenas tres semanas después, me encuentro con otro cabrón de la misma
calaña que encarna Lance Henriksen con toda la brutalidad de su mirada, tan
azul, tan fría, tan casi cibernética, que no necesita los insultos verbales para
que su hijo ya sienta por encima todo su odio y su desprecio.
De todos modos, el momento más inquietante de la película es
ver a David Cronenberg interpretando a un médico que realiza colonoscopias a diario.
Ni una película de David Cronenberg se atrevería con semejante tentación escatológica,
y quizá sanguinolenta.
Sully
Siempre que en el telediario aparece un estadounidense protagonizando un acto de heroísmo, todos sabemos que tarde o temprano ese fulano, o esa fulana, tendrá su película explicativa y laudatoria. Desde que los cineastas llegaron a Hollywood con las cámaras robadas a Edison, el gran tema de la filmografía americana es el retrato del héroe, o de la heroína. Ellos son la fuente que nunca cesa de manar, la inspiración perpetua que alimenta las historias y los guiones. Porque además, para los americanos, un héroe puede ser cualquier persona enfrentada a las circunstancias. No necesitan grandes conquistadores, ni eximios genocidas, para componer una banda sonora grandilocuente y sacar la bandera de marras a pasear. Lo que otros simplemente llamaríamos deber, o gaje del oficio, o incluso rapto benéfico de locura, ellos, los yanquis, tienen una habilidad especial para revestirlo de acto único y singular, con moraleja incorporada.
La familia Savages
Cuando pasaron por los cines el tráiler de La familia Savages, los responsables de la empresa distribuidora -no sé si de motu propio o si azuzados por los productores americanos- quisieron convencernos de que esto era una comedia en la que dos hermanos se hacían cargo de su anciano padre y corrían mil tribulaciones por las residencias y los asilos. Dos hermanos y un viejais, en lugar de Tres hombres y un bebé.



