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Vivir es fácil con los ojos cerrados.

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“Vivir es fácil con los ojos cerrados” es el homenaje muy cursi de David Trueba a los españoles que resistieron en silencio los años del franquismo. A esos rebeldes cotidianos que obedecían a la Guardia Civil mientras hacían una peineta por dentro del bolsillo. A los que veían en la tele al Generalísimo y soltaban un insulto por lo bajini para que no se oyera al otro lado del tabique. 

Javier Cámara, en la película, es uno de estos silentes cabreados que ve en la rebeldía de los Beatles una oportunidad para el desahogo y la apertura de conciencias. Una chance of gold para la exaltación del inglés como lengua universal y propicia para ligar con las extranjeras. 

Victoria Prego nos contó que a la muerte de Franco la mayoría de los españoles sonrieron aliviados porque habian sido demócratas de toda la vida. Pero es mentira. A la mayoría se la traía al pairo que gobernara el dictador mientras hubiera orden y limpieza, religión de domingo y polvo de sábado sabadete. Lo que pasa es que la historia siempre la escriben las minorías ilustradas, no las mayorías conformistas, que lo único que quieren es ganar dinero y que los rojos no les graven con muchos impuestos. Nuestra democracia, a efectos prácticos, sólo trajo revistas pornográficas y películas de destape. Esa fue su mayor aportación al espíritu nacional: la alegría de las domingas. Y ahora, encima, nos las quieren quitar. El puritanismo ha cambiado de bando de un modo sorprendente.

Tipos disconformes como el personaje de Javier Cámara había muy pocos. Cuatro lanzados en las universidades que luego vendían sus heroísmos para quilarse a las chavalas. Los tipos como Javier Cámara no querían llevarse una hostia de la Benemérita ni perder su puesto de trabajo. No desplegaban pancartas ni desafiaban a los grises en una carrera, pero también olían la hediondez y soñaban con que Europa viniera a ventilar las habitaciones algún día. 


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Kiki, el amor se hace

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El amor se hace cuando se puede. Y si no se puede, pues se piensa, o se escribe, o se expresa verbalmente. O se echa de menos. También se puede reprimir, claro, pero esa actitud crea neurosis en el alma, como explicaba el abuelo de Viena.

La Iglesia condena el sexo en sus cuatro vertientes: pensamiento, palabra, obra y omisión. Omisión, sí, porque denegar el sexo a quien quiere concebir otro cristiano sin afanes recreativos también comete pecado. Y uno morrocotudo, además. O sea, que el sexo es pecado lo mires por donde lo mires. Lo cojas por donde lo cojas.

En la carrera de Magisterio -lo de carrera es un decir- teníamos un cura que nos daba la asignatura de religión. No había ni un solo católico practicante entre nosotros, pero necesitábamos los créditos para ganarnos la vida en un colegio privado si fuera menester. De todos modos, nos llevábamos bien. Él sabía a lo que venía y nosotros también. Un día nos dijo que no entendía la expresión “hacer el amor”: que le parecía fría y mal construida. Que el amor no se hacía, sino que florecía, o algo así. Y que, por supuesto, florecía fuera de la cama, y no dentro, donde solo era concupiscencia y trampa mortal.  Una compañera mía que estaba más buena que el pan, y que salía con los tipos más cachas de la Universidad, le dijo que para ella “hacer el amor” era una expresión perfecta. Que el amor se trabajaba realmente entre sudores de fragua. Que la cama era una forja donde se templaba el metal y se hacía más resistente. Y para nada, como afirmaba él, un lugar donde el amor se desvirtuaba o languidecía. Lo dejó patidifuso, claro. Y a nosotros más enamorados todavía. Platónicamente, claro, como al cura le gustaba.

No sé qué hubiera dicho nuestro cura si hubiera visto “Kiki, el amor se hace”. Supongo que le habría dado un infarto nada más empezar. Si ya no entendía lo que era hacer el amor en una pareja convencional, imagínate en estas, que se excitan con los tejidos, o con los peligros, o que se juntan de tres en tres, o contra natura, o que se van de orgías el sábado sabadete.  “Una cosa es la libertad y otra el libertinaje”, hubiera gritado al televisor antes de palmar.



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Las niñas

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Yo también fui preadolescente en un colegio religioso. Yo también fui Las niñas. Yo también salí a la pizarra cagado de miedo en aquel tiempo pendular en el que los profesores -y más si llevaban hábitos o crucifijos- podían insultarte y humillarte sin rubor. Yo también canté alabanzas a la Virgen fingiendo que cantaba, el día de la ofrenda floral, que Madre nuestra es. Yo también vi “Marcelino, pan y vino” en clase de religión sintiendo que la fe se diluía poco a poco en el ácido de las hormonas. 

Yo también estuve en la cuerda de presos que era obligada a confesarse cada cierto tiempo, sin previo aviso, en la capilla del colegio, para contarle a un sacerdote sin celosía, a puro huevo, face to face, que te peleabas con tu hermana, y que mentías a tus padres, y que te tocabas el eso, o empezabas a tocártelo, y que un día con tus amigos viste la primera revista porno de tu vida, y te ponías rojo como un tomate mientras el tipo te apretaba el brazo con fuerza -como si fuera el brazo ofendido del Señor, su brazo ejecutor- y luego te ordenaba rezar una retahíla de oraciones que en vez de limpiar la mente te la encochinaban todavía más, porque aquellas jaculatorias, que de niño aún tenían un sentido, una lógica fantástica de cuento infantil, ahora, de preadolescente, en la edad de la razón, ya sólo eran un mantra, un ruido de fondo, el hilo musical de una emisora religiosa que inventaron mucho después, Radio María, la única emisora -por algo es divina- que está en todas partes, en el pico de la montaña, o en el fondo del mar, cuando todas las demás fallan y se desvanecen. 


Las oraciones ya eran entonces una sarta de tonterías que pasaban como las nubes sin lluvia, inocuas, muy por encima de tu cabeza, mientras tú no parabas de pensar en el beso, en la teta, en la imagen fugaz, en los secretos que te contaban tus amigos más mayores, o más avezados, en un rincón del patio, en el corrillo, para que ningún cura pudiera captarlo. La cédula revolucionaria de los salidos.

Yo viví mi preadolescencia diez años antes de 1992, que es el año en el que estas niñas sufren su adoctrinamiento moral, su inoculación de la culpa, su monserga del niño Jesús que se ofende por todo lo genital. Pero ya da igual, 1992 que 1982, porque el tiempo sin internet y sin teléfonos móviles ya nos parece todo el mismo: las teles cuadradas, la vajilla de Duralex, los coches de matrícula provincial... Las preadolescentes sin acceso a Youporn.




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Techo y comida

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Al poco tiempo de ser designada para el cargo, nuestra subministra del subempleo, la tal Fátima Báñez, a quien le deseo grandes penurias en la vida y grandes penalidades en el averno, dijo que no había que preocuparse gran cosa por el paro. Que donde no llegara la política del Partido Popular, siempre tan combativa y tan eficaz, llegaría la Virgen del Rocío para echar una mano en lo que fuera. O lo que es lo mismo: que ya nos podían ir dando por el culo, y que ella estaba allí por el pito pito gorgorito de la cuota, y que los parados mejor harían en frecuentar las iglesias, siempre tan vacías, que presentarse en la oficina del Inem, siempre tan abarrotada. Que puestos a elegir entre dos milagros, mejor acudir al que menos gente se presentara puesta de rodillas, por aquello de las matemáticas y de las probabilidades.

    En Techo y comida, Rocío -que así se llama la protagonista para más inri- es una mujer desesperada de la vida que ha seguido el sabio consejo de doña Fátima. En su mesilla de noche ha colocado una estampa de la Virgen a la que reza devotamente antes de soñar otra pesadilla. Luego, por las mañanas, camino de sus humillaciones laborales, se detiene en una capilla para rezarle a los ojos de otra Virgen, a ver si allí anida la diosa benefactora que defiende la tal Báñez. Pero pasan los meses, y las facturas, y los impagos del alquiler, y la Virgen María no parece conmoverse ante la suerte de Rocío y de su chaval de ocho años, que juega al fútbol con unas botas rotas y una camiseta descolorida.

    Así las cosas, viendo que la caridad virginal parece congelada por culpa de un bloqueo en el Parlamento Celestial, Rocío decide probar otras suertes. La del latrocinio en los supermercados, y la del siseo en casa de las vecinas, que no terminan fructificando porque siempre hay un segurata que termina echándote el ojo, o un remordimiento que taladra el estómago. Y más allá, en la suerte definitiva, las ayudas públicas que presta el Estado a los parias de la tierra. Un Estado paralizado, en bancarrota, desarmado por las mismas huestes que eligieron a la tal Fátima para soltar sus sandeces. La ironía definitiva. Firme aquí, y aquí, y póngase a esperar, que esto va muy lento, la caja está muy vacía, y hay muchas madres solteras en su misma situación. Siéntese y espere unos cuantos meses. Mientras tanto, por probar, y para matar el aburrimiento, puede seguir rezando. 





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