Después de la tormenta

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Tengo una deuda pendiente con el cine japonés. Un déficit imperdonable. Salvando los clásicos de Akira Kurosawa que fueron obligatorios enmi juventud, todo lo demás me produce una pereza infinita, un miedo que habla muy mal de mi cacareada cinefilia. 

    Sólo de vez en cuando, cuando viene muy aclamada por la crítica y el gusanillo de la conciencia ya no me deja en paz, me aventuro por la islas del sol naciente para asomarme a la vida de estos humanos tan alejados de mi repertorio. Luego, la verdad sea dicha, siempre encuentro un provecho en sus historias: la familia y el honor, la vejez o el pacifismo, y arrepentido de mis prejuicios hago un propósito de enmienda muy reverencial ante el altar sagrado de sus no-dioses. Pero a las pocas semanas, como un canalla sin honor, me olvido de las promesas proferidas, y vuelvo al bucle sin fin del cine anglosajón y del cine español, con alguna película europea o argentina que adorna la ensalada para disimular la sosería de mis ingredientes.

    Después de la tormenta es la segunda película que veo de este director llamado Hirokazu Koreeda. Un tipo que hace un cine muy occidental, muy digerible. Sus personajes, obviamente, son japoneses que viven en Japón, con su arroz y su pescado, sus coches que viajan por la izquierda y su densidad de población inasumible, pero podrían ser vecinos perfectamente de Fuenlabrada, o de Castellón, si les redondeáramos un poco los ojos y pusiéramos las calles un poco más sucias. En Después de la tormenta hay una anciana que vive sola con su pensión, una hija que la visita con las nietas insufribles, y un hijo divorciado que pasa de vez en cuando para sablear un poco de comida y recoger varias camisas planchadas. Lo consabido, vamos... 

    Y afuera, tras las ventanas, la tormenta del título, el tifón, que vendrá para arrasarlo todo y luego dejarlo tal cual estaba, como en el Gatopardo de Lampedusa. A Koreeda le salen unas películas muy medidas, muy circunspectas, sin melodramas ni cursilerías. Los ancianos son respetables, los niños no dan mucho por el culo y los adultos hablan como usted y como yo, sin que parezcan personajes salidos de una novela, redichos y estomagantes. Dentro de unos meses habré olvidado Después de la tormenta como ya hice con Still Walking, la película anterior de Koreeda. Son cosas de la edad, y de la administración neuronal. Pero de momento, hasta que la desmemoria me alcance, me quedo con un puñado de cercanías, y con un manojito de conversaciones.




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Barton Fink

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Los detractores de Barton Fink -que son legión en los foros de internet- alegan que la película es críptica, indescifrable, sobre todo en su tramo final de flamígeros pasillos y cajas misteriosas. Aseguran -estos heréticos- que los hermanos Coen aprovecharon que el Pisuerga pasaba por California para hablar de pelusas muy íntimas de su ombligo, y que nos colaron sus neuras profesionales en forma de película respetable, casi de arte y ensayo. Pero no hay nada que entender, realmente, en Barton Fink, o que no entender. La película es el relato de una pesadilla, y como tal ha de contarse y de entenderse. El bueno de Barton vive un sueño terrible desde que llega a Hollywood con su máquina de escribir, sus gafitas de intelectual, y su abrigo improcedente para tan altas temperaturas, como un soldado de Napoleón o de la Wehrmacht invadiendo Rusia pero al revés.


    En el mismo instante en que Barton Fink se hospeda en el tétrico hotel regido por Chet, la película abandona cualquier pretensión de ser lógica, verosímil, porque el mundo al que llega Barton tampoco es lógico ni verosímil. Al menos para él, que viene de la otra costa del país y no entiende qué pretende de él la parte contratante de California. Qué narices hace allí -se pregunta- escribiendo basura para una película de serie B, él que es Barton Fink, y que viene aclamado por la crítica teatral de Broadway.

     Además hace demasiado calor, y en su habitación del hotel, enfrentado a la máquina de escribir, los mosquitos le sobrevuelan a sus anchas, y los vecinos de pared no paran de molestar con sus jadeos sexuales por una lado, y con sus tejemanejes secretos por el otro. Enfrentado al folio en blanco que es el anuncio de su fracaso, Barton es incapaz de conciliar un sueño reparador, y se desenfoca, y enloquece, y ya no puede distinguir lo que imagina de lo que ve. Su única salvación, su único remanso de paz, es el cuadro de la chica en la playa, abandonada al placer del rayo de sol. Ella es la única salida de ese manicomio de escritores alcoholizados, huéspedes asesinos y jefazos que viven al capricho de su humor.



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Paulina

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"Son cosas mías", decimos cuando nuestras razones van a sonar ridículas, alejadas del sentido común, y sin embargo las sentimos ciertas y sinceras. Cuando queremos explicarnos pero no sabemos cómo, y en esa disonancia de los argumentos la lengua se enreda, y el lenguaje no alcanza, y preferimos refugiarnos en el misterio antes que ser recriminados por los demás, que nos estudian con la mirada, y no salen de su pasmo.

    Son cosas mías, dice Paulina, la joven que aparca su carrera en la abogacía para irse al norte de la Argentina, a participar en un proyecto pedagógico con jóvenes que viven en la selva, al borde de la civilización. Ningún allegado de Paulina entiende su destierro del mundo, su afán misionero allá en la tierra de Misiones, que parece un juego de palabras, pero no lo es.  Ni su padre, el juez orgulloso, que se tira de los pelos sin consuelo, ni su novio, el chico enamorado, que de pronto no la reconoce y pierde la chispa en la mirada. El espectador, limitado por lo que Santiago Mitre quiere mostrarnos, tampoco tiene a acceso a las motivaciones últimas de Paulina, y sólo puede conjeturar que tal vez tenga la vocación de una monja laica, o el idealismo revolucionario del Che Guevara. O que sólo sea, después de todo, una pija de la capi que quiere ponerse a prueba viviendo entre los pobres, habitando casas prefabricadas y soportando las picaduras de los mosquitos.

Son cosas mías, volverá a repetirse Paulina poco después, cuando un grupo de homínidos la violen al abrigo de la noche, y ella se niegue a denunciar, a delatar, y prefiera vivir su labor misionera como si nada hubiera pasado, conviviendo con sus agresores en el paraíso del perdón y la fraternidad. Son cosas suyas, desde luego, pero nadie las entiende ni dentro ni fuera de la película. Los personajes que la quieren se vuelven locos, y el espectador en su sofá vuelve a moverse en el terreno de la conjetura, del misterio psicológico. ¿Es Paulina una cripto-cristiana que lleva la doctrina del perdón hasta las últimas consecuencias? ¿Una mujer que ha encontrado en la indulgencia -"me han violado, pero no pasa ná"- la paz espiritual que necesita para continuar con su misión? ¿Es el síndrome de Estocolmo, que ha llegado hasta las selvas amazónicas adaptándose al calor y a la humedad? ¿O es, simplemente, el pavor, que la paraliza?



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Relatos salvajes

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La venganza es el tema común que une los seis episodios de Relatos salvajes. La pasión que hermana a estos hombres y mujeres traicionados por los seres queridos, o insultados por los seres ajenos, que deciden prescindir de la justicia para traer de nuevo el equilibrio a la galaxia, como caballeros Jedi muy preocupados por los caminos de la Fuerza.

    La primera venganza de Relatos salvajes se sirve en un plato muy frío, casi helado, tras varios años de permanecer guardada en el congelador. El desquite del tal Pasternak es casi un genocidio, una auténtica barbaridad,  pero en el fondo tiene algo de civilizado, de ser humano con pretensiones. Casi diríamos que tiene estilo, y hasta un poco de arte, y de guasa, como si su autor hubiera decidido pasar a la posteridad legando una venganza como Dios manda, de las del Antiguo Testamento, calculada con una paciencia infinita de años y ejecutada con una pericia de ingeniero. El producto criminal de un auténtico homo sapiens que ha seguido los rectos caminos de la evolución.

    Las otras venganzas, en cambio, tienen algo de mono muy básico que devuelve el golpe, lanzando un coco, o blandiendo un hueso. Son impulsos que surgen casi en el momento, calientes, como volcanes de mal genio que brotan del subsuelo. Son, propiamente, los relatos salvajes de la película, por selváticos, por sabanescos. Lo que viene a decirnos Damián Szifron, el director de la función, es que por debajo del maquillaje, de la capa de cemento y asfalto que cubre nuestra civilización, bulle el magma primario de los animales. Caminamos vestidos, repeinados, muy educaditos gracias a los colegios, pero en el fondo no somos más que un puñado de instintos. Los cinco millones de años que nos separan del macaco nos han ayudado a disimular nuestros impulsos, a contenerlos, a administrarlos. A abrir la espita sólo de vez en cuando, cuando nadie nos ve, o el peligro está bajo control. La civilización no es más que una contención, o un disimulo.



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Múltiple

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Han sido múltiples, también, las personalidades que han visto Múltiple sentadas dentro de mi cabeza, desparramadas por los sofás, por los sillones, algunas incluso tiradas por el suelo, sobre esterillas improvisadas. No sé si eran 23 o 24, como las que tiene este pirado de la película, pero sí unas cuantas, desde luego.

    Aquí dentro había de todo, como en la viña del Señor: unos que aplaudían cada escena; otros que renegaban del planteamiento; otros que trataban de anticiparse a la última ocurrencia de M. Night Shyamalan para no quedar como tontos ante los demás. Había dos personalidades, incluso, allá al fondo, donde menos luz llegaba del televisor, que se estaban pegando el lote y pasaban olímpicamente de la película, que es otra manera muy lícita de participar en el hecho fílmico. Entre los espectadores había tipos que renegaron hace ya tiempo de Shyamalan y otros que venían con pancartas de apoyo solidario, We love you forever, Shy

     De este modo, la sesión solitaria de casi siempre, en la que yo hablo conmigo mismo tranquilamente, casi en susurros, con argumentos muy bien traídos en los que siempre me doy la razón, hoy se ha convertido en un verdadero cinefórum de gente que comía palomitas, hacía comentarios inoportunos y daba un poco por el culo con los tonos del teléfono móvil. Una platea muy animada de ésas que ya no suelo frecuentar. Pero qué iba a hacer yo, en esta ocasión, a no ser cortarme la cabeza, o desistir en el empeño.

    Me ha salido, incluso, en el rato más confuso y aburrido de la película, una personalidad dormilona, derrotada por el cansancio, y entre cabezadas involuntarias me he perdido varias performances del tal Kevin de los Cojones, que a lo mejor eran sustanciales para la comprensión del juego. Pero me da igual. Mi yo principal, el dominante, el que viene a este blog a contar sus opiniones, se estaba aburriendo como una ostra con estas barrocas esquizofrenias, y aunque algunas de mis personalidades se lo estaban pasando teta, y otras ya barruntaban el giro sorpresivo made in Shyamalan, a mí, la verdad, en las últimas curvas, todo me la estaba trayendo al pairo. Demasiado ruido, quizá, demasiada fe para tan poca chicha. Demasiado juego mental para estas edades que ya no están para nada. Tal vez, simplemente, demasiada jornada laboral. Y muy poco sueño. Y de mala calidad, además. 




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La comuna

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Erik es un afamado arquitecto que da clases en la universidad. Anna, su mujer, es la presentadora del telediario más famoso del país. Estamos en Dinamarca, en los años setenta, y suponemos que ambos cónyuges juntan mucho dinero cada mes. Pero sus sueldos, al parecer, no alcanzan para sufragar los gastos del palacio que Erik ha heredado a orillas del mar: una casa excesiva, destartalada, pero que le devuelve al mundo de su niñez, y a sus sueños arquitectónicos: los puertos, las escolleras, los paseos marítimos... Sólo para mantener la casa caliente todo el año -y en esas latitudes el frío suele venir muy jodido, y muy pertinaz- necesitarían hacer números en infinitas libretas de páginas cuadriculadas.

    Erik y Anna son dos personas abiertas, sociables, muy poco exigentes con su propia intimidad, así que deciden formar una comuna de propietarios que se dividan la llevanza. Allí soltarán sus maletas un matrimonio fecundo, una pelirroja descarriada, un inmigrante sin empleo, un borrachín la mar de salado... La película se titula, inequívocamente, La comuna, y al principio uno piensa que la trama girará sobre los roces inevitables de la convivencia: los escaqueos económicos, y los líos amorosos. Uno se acuerda de Ignatius Farray cuando afirma que si el título y el contenido de una película coinciden, uno puede esperar lo mejor de ella, y con esa certeza me repantingo en el sofá para aplaudir y dejarme llevar.

     Pero el tema de la comuna, ay, se agota al poco tiempo de empezar la película. Allí no hay conflictos, ni adulterios, ni platos que se estrellen contra las paredes en acaloradas discusiones. Ni siquiera hay orgías entre los muchos y jóvenes inquilinos, que podrían acogerse al calor de los cuerpos para ahorrar un poco más en la factura de la luz. La paz del entendimiento civilizado sobrevuela cada comida y cada cena. El lío verdadero de la película es el escarceo sexual que mantiene Erik con una de sus alumnas, y su empeño en quedarse al mismo tiempo con su señora de siempre, en esquizofrénica y desgarradora decisión. Lo de casi siempre, vamos, llegados a ciertas edades. La comuna de propietarios que anunciaba el título queda ahí, aparcada, decorativa, como si Vinterberg se hubiera olvidado de ella. Tanto mayo del 68 y al final era un triángulo amoroso... Nada nuevo bajo el sol. Ignatius Farray se descojona socarrón.




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Reencuentro

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"Inespelado" es el neologismo que inventó Luis Piedrahita para definir al amigo de juventud que uno se encuentra años después por la vida y que tarda en reconocerse porque su cabello ha decidido echar raíces en otro lugar. Y uno, en ese páramo desolado, resbala la mirada sin encontrar un asidero que le devuelva su nombre y apellido, o, al menos, el mote vejatorio que fulano arrastró durante años como hizo el Cireneo con la cruz de nuestro Señor.

    En Reencuentro, que es la segunda película que dirigió Lawrence Kasdan, todos los amigos que se reúnen en el funeral de Alex lucen un cabello sanísimo, americano, sin asomo de caspa o de abandono del hogar. No hay inespelados, ni inespeladas, entre estos treintañeros que sólo llevaban una década sin verse las caras y que en la iglesia donde se celebran las exequias se reconocen sin esfuerzo. Han tenido hijos, se han posado en varias flores, han visitado alguna clínica para descarriados, pero en líneas generales siguen siendo los mismos hombres incorregibles, y las mismas mujeres archisabidas.


    Tras el entierro, los reencontrados pasan el fin de semana en casa de Harold, que es algo así como el líder espiritual, como el jefe de la manada, y allí filosofan sobre la vida y mariposean sobre los recuerdos. Esta gente no hizo la mili, así que nos ahorramos las anécdotas sobre borracheras y sargentos chusqueros, pero sí vivió las movidas universitarias en los tiempos de Vietnam, y del flower power, y con eso tienen material de sobra para alargar las sobremesas y las veladas. Que si el porro, que si el polvazo, que si las hostias que nos daba la Guardia Nacional... Además, como todavía son liberales y enrollados, los huéspedes de Harold se dedican, en los tiempos muertos, a acecharse sexualmente en el jardín, o en las alcobas con pestillo echado.

    Y así, entre comidas muy sanas y recuerdos muy jugosos, entre canciones de época y polvos de aquí te pillo, transcurren las horas muertas de los reencontrados, que no parecen, la verdad, muy afectados por la ausencia de Álex, como si este desgraciado hubiera sido el último gato de la pandilla, el amigo del fondo, el comensal prescindible. Y es aquí, en esta indefinición, en esta atonía, donde Reencuentro se va un poco por el sumidero. No hay drama, ni comedia, ni apenas existencialismo postmortuorio. Este espectador -que confiesa haberse dormido en algunos tramos -no acabó de entender la moraleja, la intención última de la película, más allá de que unos amigos parlotean hasta las tantas con la oculta intención de no volver a verse en mucho tiempo.






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Little Men (Verano en Brooklyn)

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En su libro El mito de la educación, la psicóloga Judith Rich Harris se pregunta qué pintamos los padres y las madres en la educación de nuestros hijos. En trescientas páginas que son como trescientas curas de humildad, la señora Harris, como una profesora regañona y antipática, nos va quitando el orgullo poco a poco, y nos enseña que nuestros hijos son como son gracias a los genes que heredaron, y a los iguales con los que se juntan. Herencia y relaciones: esos son los ingredientes básicos que los conforman. La fórmula secreta de su personalidad. Y nosotros, los padres, les ponemos el aroma, o la hoja de menta. El perejil que los decora. Nosotros les castigamos, les premiamos, les dirigimos, pero con eso no conseguimos erosionar ninguna piedra. Labrar ningún surco. No dejamos en ellos ninguna marca perenne. Sólo administramos la convivencia. Por eso, cuando ellos vuelan libres, los hijos vuelven a su ser, a su esencia, que casi siempre es otra que no pretendíamos, ni buscábamos.

Sin embargo, la señorita Harris, al final del libro, nos concede un respiro a los vapuleados progenitores. Y un par de méritos incuestionables. No podemos hacer nada para forjar la personalidad de nuestros hijos, pero sin nosotros se morirían de hambre, de frío, de sed. Nosotros somos los garantes de su bienestar, y eso no es moco de pavo. Podemos decidir a qué colegio llevarlos, en qué barrio vivir. Podemos ofrecerles modelos de conducta, de rectitud moral. Servir de ayuda, de confidentes, de refugio. Nuestros hijos son como son, pero con frecuencia nos quieren y les queremos. El vínculo es indestructible. Algo hay de verdadero en todo esto. Quizá todo consista en aceptarlos como son, nada más.  



    De esto, y de alguna cosa más, va Verano en Brooklyn, que es una tergiversación nefasta del título original, Little Men. Porque los verdaderos protagonistas de la película son Jake y Tony, dos adolescentes que ven peligrar su amistad por los asuntos de sus mayores. Una amistad que parecía indestructible -y más ahora que llegaba el verano con su tiempo libre- pero que ahora se tambalea porque los padres toman sus decisiones, y determinan cuestiones tan trascendentales cómo dónde vivir, o cuánto cobrar por un alquiler. Sus padres no les han hecho como son, extrovertidos y talentosos: ellos se han hecho a sí mismos en el magma primario de su ADN,  y en el trato diario con sus compañeros. A sus padres les deben el cariño, los cuidados, la preocupación constante. Les quieren. Pero ahora que se entrometen en su amistad, los chavales, por primera vez en sus vidas, sienten rencor hacia ellos. El primer odio.  Una sensación amarga. Un sentimiento muy feo. Como el primer rechazo de una mujer, o la primera percepción de una limitación insuperable. Una de las primeras heridas que ya no cicatrizan.



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