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Saint Maud

🌟🌟🌟


No hay nada peor que un fanático religioso. Porque su reino no es de este mundo. A esta gente se la sopla el gozo de vivir. Ya sabemos que el gozo siempre es un gozus interruptus, esquivo y tacaño, pero da igual: es lo que hay, y hay que emborracharse cuando sonríe. Para otros -aunque luego la desperdiciemos con cien miedos y cien tontunas- la vida es una oportunidad única, un paréntesis en la nada. Un milagro laico de la materia. Pero para esos tocados del ala, esos dementes del frenopático, la vida no es más que una prueba, casi un fastidio al que nunca se hubieran presentado por propia voluntad. La gente que desayuna lo mismo que esta esquizofrénica que eriza el vello en Saint Maud, hubiesen preferido no nacer, quedarse bostezando en el Cielo de donde proceden, allá en la Nada sin conciencia que dicen que es la contemplación beatífica, y la serenidad del espíritu. Pues se la regalo, si la quieren...

“Si hay que ir a la Tierra, se va. ¡Pero ir pa’ná!” Se lo copiaron una vez a José Mota y ahora es su queja más habitual, cuando les despiertan de la siesta y les obligan a encarnarse en un cuerpo pecador y sufriente. El dolor como vocación, y el placer como culpa. Un asco en todos los sentidos. Y así, asqueados, no les importa morir ni matar, porque se desprecian, y nos desprecian. Para ellos no somos más que un equívoco, una molestia, almas estúpidas que no alcanzan a entender la vanidad de esto, y la trascendencia de lo otro. Para su fe perturbada sólo somos filfa de carne. A mí me dan un cague de la hostia: la santa Maud ésta, y la mamá de Carrie, y algunos tipejos que disparan balas o verborreas en la vida real...

En fin... Sólo espero que cuando me llegue la postración en la cama -que ojalá sea dentro de muchos años- no me pase lo mismo que a esta mujer de la película, Amanda, la ex libertina, la enferma de cáncer que solicita una enfermera para que la cuide por las noches y la agencia -que al parecer no hace tests psicológicos a sus contratadas- le envía a esta jamada que ve más allá de las inyecciones y del cuidado corporal. Estoy avisado. Pediré muchas referencias. Aspirantes a la santidad no, gracias. Quiero morir sin dolor, y abrazado a mis pecados, como ositos de peluche.





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Contagio

🌟🌟🌟🌟


Estaba todo ahí, en Contagio, la película de Steven Soderbergh del año 2011: la tala del bosque, el murciélago espantado, la conexión entre especies que hasta entonces vivían separadas por la selva -como Yahvé, muy sabiamente, dispuso en la Creación- y que al entrecruzarse producen un monstruo de cuatro genes que se bastan para ensamblar una máquina perfecta de matar.

Si yo fuera un conspiranoico de ultraderecha, un terraplanista del coronavirus, o, simplemente, un merluzo sin formación, no iría a la casa de Bill Gates a pedirle explicaciones, ni a la mansión de George Soros. Ni a la casa del Coletas, por supuesto, en Galapagar, a insultar a sus niños para hacer un poco de risa en la TDT de los fachas. Yo llamaría a Información, pediría el número de teléfono del señor Soderbergh, y le preguntaría por qué nueve años antes de que llegara el coronavirus él ya contó esta historia punto por punto, casi calcada, si no fuera porque el virus de su película -por aquello del efecto dramático, y de dejar acongojado al espectador- es mucho más mortífero que el nuestro. Casi un ébola como aquel que nos pasó rozando... Un virus peliculero con el mismo nivel destructivo que el virus de la estupidez, que todavía no conoce vacuna, y causa, indirectamente, anualmente, por toda la geografía del mundo, muchos más muertos que los que provoca la guerra o la enfermedad.

Les preguntaría, a Soderbergh y a su guionista, si yo todavía no supiera que esto del COVID ya estaba anunciado en las antiguas escrituras del SARS, quiénes fueron los virólogos masones que hace una década les asesoraron para contar que el virus nacería en Extremo Oriente, se propagaría exponencialmente, sembraría el caos en pocas semanas, confinaría a la gente en sus casas y dispararía el chismorreo de que esto en realidad es un truco de las farmacéuticas, que primero tiraron la piedra para luego poner el remedio. Como Jackie Coogan y Chaplin en “El chico”, que primero iba el crío rompiendo los cristales y luego su padre arreglándolos.

Si yo hubiera visto Contagio desde el otro lado de la realidad, hoy estaría ladrando en los foros de los amiguetes con un crespón negro en mi banderita española.



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La ley de Comey

🌟🌟🌟🌟

Nuestras vidas se dividen en períodos de cuatro años. Los antiguos griegos ya conocían ese fenómeno regular de nuestras biografías, y celebraban los Juegos Olímpicos para clausurar una etapa de la vida e inaugurar la siguiente, admirando a los atletas untados en aceite que lanzaban el disco o la jabalina.

    Los griegos llamaban “olimpiada” al interludio de cuatro años en el que nacían y morían los amores, se declaraban y se cerraban las guerras, y se construían los monumentos para adorar a los dioses y a las ciencias. Ahora los Juegos Olímpicos ya no son lo que eran, y ya sólo los ponemos para admirar a las gimnastas, a los nadadores, a los americanos de la NBA, y a Rafa Nadal, si está por la labor. Nuestras vidas se siguen rigiendo por cuatrienios como en los tiempos antiguos, pero ahora son los mundiales de fútbol, y las elecciones democráticas, los eventos que ponen los hitos en el camino. Cada cuatro años se celebra un Mundial de fútbol, y uno siempre es el mismo, pero más curtido, más baqueteado, cuando se sienta en el sofá a ver el partido inaugural. Pasa lo mismo cuando hay elecciones generales en España, que uno se acuerda mucho de lo que estaba haciendo cuatro años antes, cuando fue a votar, y luego maldijo los resultados en la noche electoral. Uno estaba con Pepita, y Fulano todavía seguía vivo, y Mengano aún no levantaba dos palmos del suelo... En cuatro años da tiempo para todo. Caben muchos llantos, varias alegrías, la hostia de decepciones, y unas cuantas risotadas de esas que se recuerdan para siempre.

   Hace cuatro años que Donald Trump ganó las elecciones en Estados Unidos, y lo cierto es que en este periodo de tiempo nos ha sucedido de todo, en lo global, y en lo personal. Ayer, mientras veía “La ley de Comey”, yo recordaba aquella noche en la que Donald Trump se alzaba con la victoria. Mientras yo dormía, y los americanos recontaban, mi teléfono se iba llenando de decenas de whatsapps que inauguraban una olimpiada de tormentas... No tenían nada que ver con Donald Trump, ni con los griegos, ni con el fútbol.



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Little Men (Verano en Brooklyn)

🌟🌟🌟

En su libro El mito de la educación, la psicóloga Judith Rich Harris se pregunta qué pintamos los padres y las madres en la educación de nuestros hijos. En trescientas páginas que son como trescientas curas de humildad, la señora Harris, como una profesora regañona y antipática, nos va quitando el orgullo poco a poco, y nos enseña que nuestros hijos son como son gracias a los genes que heredaron, y a los iguales con los que se juntan. Herencia y relaciones: esos son los ingredientes básicos que los conforman. La fórmula secreta de su personalidad. Y nosotros, los padres, les ponemos el aroma, o la hoja de menta. El perejil que los decora. Nosotros les castigamos, les premiamos, les dirigimos, pero con eso no conseguimos erosionar ninguna piedra. Labrar ningún surco. No dejamos en ellos ninguna marca perenne. Sólo administramos la convivencia. Por eso, cuando ellos vuelan libres, los hijos vuelven a su ser, a su esencia, que casi siempre es otra que no pretendíamos, ni buscábamos.

Sin embargo, la señorita Harris, al final del libro, nos concede un respiro a los vapuleados progenitores. Y un par de méritos incuestionables. No podemos hacer nada para forjar la personalidad de nuestros hijos, pero sin nosotros se morirían de hambre, de frío, de sed. Nosotros somos los garantes de su bienestar, y eso no es moco de pavo. Podemos decidir a qué colegio llevarlos, en qué barrio vivir. Podemos ofrecerles modelos de conducta, de rectitud moral. Servir de ayuda, de confidentes, de refugio. Nuestros hijos son como son, pero con frecuencia nos quieren y les queremos. El vínculo es indestructible. Algo hay de verdadero en todo esto. Quizá todo consista en aceptarlos como son, nada más.  



    De esto, y de alguna cosa más, va Verano en Brooklyn, que es una tergiversación nefasta del título original, Little Men. Porque los verdaderos protagonistas de la película son Jake y Tony, dos adolescentes que ven peligrar su amistad por los asuntos de sus mayores. Una amistad que parecía indestructible -y más ahora que llegaba el verano con su tiempo libre- pero que ahora se tambalea porque los padres toman sus decisiones, y determinan cuestiones tan trascendentales cómo dónde vivir, o cuánto cobrar por un alquiler. Sus padres no les han hecho como son, extrovertidos y talentosos: ellos se han hecho a sí mismos en el magma primario de su ADN,  y en el trato diario con sus compañeros. A sus padres les deben el cariño, los cuidados, la preocupación constante. Les quieren. Pero ahora que se entrometen en su amistad, los chavales, por primera vez en sus vidas, sienten rencor hacia ellos. El primer odio.  Una sensación amarga. Un sentimiento muy feo. Como el primer rechazo de una mujer, o la primera percepción de una limitación insuperable. Una de las primeras heridas que ya no cicatrizan.



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