Bojack Horseman. Temporada 1

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Uno de los temas preferidos de Hollywood son las entrañas del Hollywood mismo. Y casi nunca para contar historias ejemplares, luminosas, de profesionales que llevan vidas intachables y parecen alérgicos al escándalo. En el cine -porque los espectadores somos animales morbosos y malévolos- quedan más resultonas las historias de actores caídos en desgracia, y de directores atrapados en la locura. De fracasados y fracasadas que jamás lograron un papel que los inmortalizara en las enciclopedias. Nos interesa mucho más la mugre, la envidia, los sueños rotos. Las carreras meteóricas que terminan estrellándose. Los cohetes que nunca llegaron a despegar. El sexo inapropiado, o el delictivo, o la falta de sexo incluso. La falta de ética y de principios. El fracaso. Los estupefacientes. El reverso tenebroso del glamour.

    Lo que Hollywood nunca nos había contado era la depresión de caballo de un caballo antropomorfo, que tuvo su momento de gloria muchos años atrás, en una sitcom para toda la familia en la que ejercía de padre adoptivo de tres muchachos bien humanos, bípedos implumes. Porque en el mundo bizarro de Bojack Horseman, los animales y los seres humanos viven en igualdad de condiciones, hablan el mismo idioma de los americanos, y se desean sexualmente los unos a los otros para escándalo frutal de Ana Botella y otras verduleras por el estilo. Más allá de otras consideraciones, Bojack Horseman tiene el mérito incuestionable no de elevar a los animales a la categoría de humanos, sino de rebajar a los humanos a la categoría de animales. Ya era hora. Juntos como hermanos...


    Bojack Horseman es una serie de animación para adultos. Y no solo porque salgan de refilón algunas zoofilias de Bojack el follarín, ni porque luego, en la depresión postcoital, eche mano de las drogas y del alcohol para solucionar sus penas de actor en decadencia. Bojack Horseman es una serie para adultos porque en realidad, aunque venga vestida de comedia, te vas riendo cada vez menos a medida que pasan los episodios. Los diálogos ocurrentes van dejando paso a una reflexión amarga sobre el hecho inevitable de hacerse mayor, y de ya no tener remedio ni solución. Y lo mismo da que seas caballo que seas humano. La certeza es la misma: que el cambio es imposible. Y que si fuera posible, por un casual, o por un milagro, ya no queda tiempo para forzarlo. 


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Las cloacas de Interior

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En las catacumbas mediáticas de la izquierda -que en estos tiempos de persecución imperial se reducen a tres gacetillas revoltosas, dos radios escondidas en internet y una corrala de verduleras en La Sexta que siempre trolea Eduardo Inda para regocijo del establishment- no se habla de otra cosa que de Las cloacas de Interior, el documental dirigido y producido por Jaume Roures, ese empresario-marxista que lo mismo abre periódicos para luego abandonarlos, que luego se queda con los derechos del sagrado fútbol o produce películas y documentales a través de Mediapro.

    El punto de partida de Las cloacas de Interior es la investigación que emprendió el diario Público tras conocer las conversaciones entre el que fuera Ministro de Interior, Jorge Fernández Díaz -sí, el que tenía un ángel de la guarda muy salado llamado Marcelo-, y Daniel de Alfonso, jefe de la Oficina Antifraude de Cataluña, que al parecer era un funcionario muy servil y muy presto a deslizarse por el lado oscuro de la Fuerza. Y de la Ley. Todo el mundo conoce ya el caso: se trataba de echar mierda -real o inventada, eso era lo de menos- sobre los políticos catalanes que defendían el voto por la independencia a escasos días de una consulta soberanista. Pillarles, sobre todo, cuentas bancarias en Suiza, o en Andorra, que los expusieran ante la opinión pública. 

    El escándalo político, como recordarán los más ilustrados lectores, fue mayúsculo. Pero las repercusiones, como suele suceder, casi imperceptibles en los sismógrafos. Un cese, cuatro explicaciones mal dadas, y un recuerdo muy oportuno sobre la situación política en Venezuela. Pero Las cloacas de Interior no se detiene en este caso archisabido. Su cometido es tirar del hilo para hacer una radiografía del alcantarillado policial que todavía subsiste bajo las aceras de la democracia. Vericuetos sin luz ni taquígrafos por los que siguen moviéndose ratas bien aleccionadas -y bien pagadas- por los gobernantes de turno.



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Harry y Tonto

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Harry es un septuagenario al que las autoridades derriban su apartamento en Nueva York - sin ninguna Ada Colau que pueda defenderlo- y se queda con dos maletas en plena calle, obligado a recurrir a sus hijos para encontrar refugio y acomodo. 

    Tonto -llamado así en la versión original- es el gato romano que lo acompañará en su inesperado peregrinaje por las residencias de los vástagos. Porque el primer hijo, que vive en la misma Nueva York, es un tipo majete, predispuesto, cariñoso con su padre, pero apenas dispone de espacio libre para ubicarlo; y tiene, además, porque estas cosas suelen pasar, una esposa gruñona que no parece muy cómoda con el apaño habitacional para su suegro. Harry tendrá un gato llamado Tonto, pero no tiene ni un pelo de ídem, así que rápidamente comprende su situación de estorbo viejuno y decide cruzar Estados Unidos para encontrar otro hijo que le acoja. A él y a su gato, por supuesto, que viajan en pack indivisible, e innegociable.

    Pero los otros dos retoños, ay, viven donde los primeros exploradores de las Américas perdieron el mechero: la hija -que se lo quitará de encima con cuatro diálogos muy tiernos pero disuasorios- reside en Chicago, en el centro de las llanuras, y el hijo -que le recibirá con los bolsillos vueltos del revés porque no tiene ni donde caerse muerto- en Los Ángeles, en las orillas del otro océano jamás pensado por Harry. Ni por Tonto.

    Lo de los hijos, en realidad, sólo es el mcguffin, la excusa argumental de la película. Harry y Tonto no va de relaciones paternofiliales, o casi no. El meollo del asunto es el viaje en sí, from coast to coast, porque en realidad estamos en una road movie que le sirve al viejo Harry para ir charlando con sus coetáneos sobre las cuitas de la vejez, de la pitopausia, de los hijos desdeñosos. A veces, para no perder el foco de la realidad, Harry y Tonto se cruzan con jovenzuelos en la flor de la edad que le hablan del flower power, de las comunas, de la meditación transcendental. De esa otra América que se refugió de los problemas morrocotudos tras el humo de los canutos. 

Harry y Tonto, como dirían los pedantes, viene a ser un fresco de la América que vivía y se desvivía por los años en que yo nací. 





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Dos en la carretera

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Desde que la sociología se preguntó si las personas emparejadas son más felices que las personas sin pareja, la respuesta es que sí, en cualquier estudio que se encargue, en cualquier cultura que se escrute. Y parece obvio, la verdad, casi de Perogrullo. Un gasto innecesario de tiempo y de papeleo. Las personas emparejadas son cuidadas en la enfermedad, consoladas en la desdicha, satisfechas en el sexo... O al menos así se presupone. Se dice, con mayor o menor romanticismo, que estas personas están "completas", como si conformaran un círculo, o un tándem, o un puzle de dos piezas tan básico como necesario. 

    Es la tesis que defiende Dos en la carretera, la road movie que protagoniza el simpático matrimonio Wallace. Que no son Marcellus y Mia Wallace conduciendo por Los Ángeles, sino Audrey Hepburn y Albert Finney surcando un verano sí y otro también el mapa de Francia, camino de la Riviera. Dos en la carretera también defiende que el dinero no hace la felicidad conyugal. Sólo si te saca de la pobreza extrema, o de la necesidad material. Porque con el techo cubierto, el estómago lleno y las facturas pagadas, la felicidad crece en una pendiente muy poco pronunciada por más lujos que se  añadan. El matrimonio Wallace no sonríe más ancho ni está más satisfecho por alojarse en hoteles caros y pedir langostas de plato principal. 

    Ayer mismo, antes de dormir, yo clausuraba el libro Sapiens, de animales a hombres, que tanto ha dado que hablar en los círculos intelectuales. Y también en los círculos intelectualoides, que es donde uno se mueve como pez en una charca. Curiosamente, en sus últimas páginas, el autor se hace varias preguntas sobre la felicidad del Homo sapiens, y una de ellas, a la que dedica un sustancioso párrafo, plantea la posibilidad de que el matrimonio no haga a las personas felices, sino que sean las personas felices las propensas al matrimonio. De tal modo que los Wallace sólo estén dando vueltas en círculo por los caminos de la filosofía conyugal -condenados como están a entenderse-, mientras conducen en línea recta hacia las playas soleadas del Mediterráneo.


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The trip

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Con todos los gastos pagados por The Observer -que en la pérfida Albión viene a ser como el suplemento dominical de El País- Steve Coogan y Rob Brydon recorren el norte de Inglaterra en un viaje gastronómico del que luego habrán de rendir cuentas con inteligentes comentarios. 

    Podría decirse que The trip es una road movie con mucha niebla en el parabrisas y mucha hierba en el paisaje. Pero sería inexacto. Porque las road movies llevan implícita la noción de cambio: del paisaje, que se muda, y de los personajes, que se transforman, y aquí, en The Trip, cuando termina la película, los personajes de Coogan y Brydon  -que hacen de sí mismos en un porcentaje que sólo ellos y sus biógrafos conocen con exactitud- regresan a sus vidas civiles con los mismos planteamientos que dejaron colgados cinco días antes. 

Si cambiáramos los restaurantes pijos de Inglaterra por las bodegas vinícolas de California, The trip sería un remake británico de Entre copas, la película de Alexander Payne. La comida y la bebida sólo son mcguffins que sienten en la mesa a dos hombres adentrados en la crisis de los cuarenta. Las dos películas parecen comedias, pero en realidad no lo son. En The trip te ríes mucho con las imitaciones que Coogan y Brydon hacen de Michael Caine o de Sean Connery, o con las versiones de ABBA que cantan a grito pelado mientras conducen por las carreteras sinuosas. Hay un diálogo genial sobre qué enfermedad estarías dispuesto a permitir en tu hijo a cambio de obtener un Oscar de la Academia. Pero también se te ensombrece la cara cuando charlan en los restaurantes sobre la decadencia inevitable de sus energías, sobre el esplendor perdido en la hierba de su sexualidad.

Rob:       ¿No te parece agotador andar dando vueltas, yendo a fiestas y persiguiendo chicas...?
Steve:      No ando persiguiendo chicas.
Rob:         Sí, lo haces.
Steve:      No las persigo. Lo dices como si yo fuera Benny Hill.
Rob:      ¿Pero  no te parece agotador, a tu edad?
Steve:     ¿Te parece agotador cuidar un bebé?
Rob:       Sí, me lo parece.
Steve:     Sí... Todo es agotador después de los cuarenta. Todo es agotador a nuestra edad.




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The trip to Italy

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Cuatro años después de recorrer el norte de Inglaterra en The trip, Steve Coogan y Rob Brydon vuelven a fingir que se odian para embarcarse en otra aventura gastronómica pagada por The Observer

    Esta vez, como hay más presupuesto, o tal vez mejor humor, se lanzan a recorrer los cálidos paisajes de Italia, en vez de los brumosos parajes de su tierra. Coogan y Brydon rondan ya los cincuenta años, pero siguen comportándose como adolescentes que salieran a la cuchipanda. The trip era una película más triste, más melancólica, porque entonces ellos transitaban la crisis masculina de los cuarenta, que les mordía en la autoestima, en el impulso sexual, en las ganas de vivir. Ellos se descojonaban con sus imitaciones, con sus puyas artísticas, pero se les veía dubitativos e infelices. Ahora, sin embargo, quizá porque el paisaje es radicalmente distinto, y la luz del Mediterráneo lava las impurezas y reconforta los espíritus, Brydon y Coogan aparecen más risueños, más traviesos, como si hubieran asumido que el peso de la edad es el precio a pagar por seguir viviendo.





            Mientras conducen por las campiña o degustan los ravioli en las tratorías, ellos siguen con el juego interminable de imitar voces. No podía faltar, por supuesto, la voz de Michael Caine, ya que están en Italia -y en un italian job además- y que han alquilado un Mini para rendir homenaje a la cinta clásica de los autos locos. Pero las estrellas de la función, como es de rigor en la patria de Vito Corleone, son Robert de Niro y Al Pacino, que casi llegan a convertirse en personajes principales de la película. Brydon y Coogan los imitan a todas horas, en todos los sitios, delante de cualquier comensal, como dos orates que se hubieran escapado del manicomio. 

    En una lectura superficial, podría pensarse que The trip to Italy es una gilipollez sin fundamento: dos tíos que van de hotel en hotel y de comida en comida recreando escenas míticas de El Padrino. Pero uno -quizá equivocadamente, porque la simpatía por estos dos fulanos es automática y visceral- creer ver en la película de Winterbottom una celebración de la vida y la amistad. Dos hombres maduros que abrumados por la belleza de la Costa Amalfitana hacen las paces con su destino y vuelven a sentir la alegría pura de la adolescencia, cuando nadie piensa en la muerte y todo sirve de excusa para echarse unas risas. Cuando las féminas, intrigadas por tanta felicidad, vuelven a posar la mirada con interés...


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La fuerza del cariño

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Si hace una semana me hubieran dicho que iba a estar delante del televisor viendo La fuerza del cariño, me hubiera echado a reír -de la incredulidad- o a llorar -del giro imprevisto y atormentado de mi cinefilia. 

    Uno recordaba La fuerza del cariño como un melodramón de sobremesa, pasado de época, de rosca, de efectos lacrimógenos. Pornografía sentimental. No entraba en mis planes, ya digo, regresar a los registros más pastelosos de James L. Brooks, del que prefiero quedarme con sus grandes contribuciones a la humanidad: el Lou Grant de mi infancia, y el universo sin par de Los Simpson, y el chalado maravilloso que encarnaba Jack Nicholson en Mejor imposible, esa película que siempre flirteaba el ridículo argumental sin caer jamás en la tentación.

    Fue precisamente él, Jack Nicholson, el culpable involuntario de que esta tarde, en los interregnos soporíferos del Tour de Francia, me internara en los asuntos internos de la familia Horton y su Suegra De Vil llamada Aurora. Porque estos días, entre otras lecturas veraniegas, he curioseado en la biografía del viejo Jack -el insaciable mujeriego, el director frustrado, el actor excesivo- y me ha ido picando la curiosidad por rescatar viejas glorias de su filmografía que tenía olvidadas o soslayadas. Cuando he llegado al capítulo de La fuerza del cariño, el autor de la semblanza se ha puesto muy pesadito, muy persuasivo, con la "magnífica" actuación de Nicholson en una tragicomedia "de las que ya no se hacen". Y me ha entrado como una duda, como una descreencia de mí mismo, y he pensado que tal vez mi recuerdo estaba contaminado de prejuicios, de poses intelectuales. 

    Pero nada de eso: prejuicioso o posante, sigo en las mismas. La fuerza del cariño no pertenece a mis inquietudes, a mi universo sentimental. No es una mala película: simplemente no me interesa, o no termino de entenderla. Sólo cuando aparece el viejo Jack para sonreír sus maldades, y lanzar sus eróticos anzuelos, me subo al carro de la narración y me dejo seducir por su personaje de astronauta rijoso y socarrón. Pero son pocos, ay, los minutos de felicidad. En La fuerza del cariño, Jack sólo es un personaje secundario, el contrapunto gracioso de la trama, y es una pena que por aquel entonces nadie pensara en rodar un spin-off con su personaje. Better Call Garrett, propongo yo. 

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El puente

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Hace unos meses pasó por estos escritos una película danesa que se titulaba Land of mine. En ella, un grupo de adolescentes integrados en el Volkssturm -las tropas que Hitler reclutó a última hora entre los chavales y los ancianos- era hecho prisionero por las tropas danesas, y luego, con la guerra ya terminada, obligado a limpiar las minas que la propia Wehrmacht había enterrado en las playas. 

    Unos meses antes, cuando Alemania todavía no había rendido sus tropas, otra remesa infantil del Voklkssturm fue reclutada para defender el puente sobre el río Regen, en el mismo pueblo que los vio nacer a todos. Que los vio crecer con los juegos infantiles, convertirse en muchachos, soñar con participar en la guerra como hombres de pelo en pecho... Y no como lo que eran ahora, unos tirillas sin instrucción militar que apenas podían con el peso de los bazookas, y que además no habían visto a un norteamericano de frente en su vida, más allá, quizá, de Charles Chaplin, o de los hermanos Marx, que no disparaban tiros desde el otro lado de la pantalla.

    La película se titula El puente, y es una producción alemana del año 59 que obtuvo grandes premios y reconocimientos en su momento, antibelicista y cruda, muy poco patriotera. En el primer acto conocemos la vida de estos muchachos en su pueblo de Baviera, aún intocado por los bombardeos. Sólo de vez en cuando les sobrevuela algún avión aliado para echarle un ojo al puente estratégico. Los chavales van al instituto, flirtean con las compañeras, juegan a la guerra en los descampados... Hay cartillas de racionamiento y cunde el desánimo en el ambiente, pero por lo demás la vida transcurre como si tal cosa. 

    En la segunda parte, sin embargo, la guerra aparece con toda su virulencia. Ya no hay tirachinas, ni perdigones, ni pedradas en la cocorota. En un par de días tan locos como surrealistas, los muchachos se verán reclutados a la fuerza, vestidos de uniforme, armados con fusiles de verdad. Un alma caritativa de la Wehrmacht  les destinará a defender el puente de su propio pueblo, por el que no se espera que pase ningún ejército enemigo. Pero claro: el ejército alemán, en desbandada, es como el ejército español en circunstancias normales, y al final resulta que los tanques americanos terminan deslizándose por allí, enfrentándose a la defensa numantina de los pipiolos...



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