La reconquista

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En La reconquista, Manuela y Olmo son dos treintañeros que se reencuentran en la noche de Madrid tras quince años sin verse. De adolescentes fueron novios, o novietes, y caminaban de la mano por los parques del barrio, alelados y felices. Cuando no podían estar juntos se juraban amor eterno en cartas de papel cuadriculado que escribían con el boli de cuatro colores.

    Pero la eternidad, ay, duró lo que Manuela decidió que durara, ansiosa por conocer otros chicos, otras vidas, otros mundos que no constriñeran su curiosidad. Ella vive ahora en Buenos Aires, en el exilio laboral, y aprovechando unos días de asueto ha regresado a Madrid para ajustar cuentas sexuales con su pasado. Pero Olmo es un chico algo parado, con cara de panoli, que acude a la cita más curioso que excitado, y terminará convirtiendo lo que iba a ser un lance erótico en un repaso melancólico del amor que compartieron.


    Mis ojos han resbalado por La reconquista sin comprenderla del todo. El guión es críptico, la realización austera, los personajes hieráticos y sosainas. Se supone que hay un volcán interior a punto de reventarlos mientras ellos guardan las formas y se ponen a filosofar. Pero yo no soy capaz de sentir su ímpetu, su calor. El mismo título de la película tiene algo de equívoco, porque aquí nadie trata de reconquistar a nadie: sólo echar un polvo, como mucho, si la noche se vuelve loca, y recordar luego, recostados en la cama, su amor primerizo y despistado. La supuesta reconquista se va a quedar como mucho en una batalla fugaz en la cueva de Covadonga. 

Me falta perspicacia e interés para seguir sus devaneos. Y sobre todo, me falta esa experiencia del amor adolescente que yo nunca tuve. Les entiendo, pero no les siento. Aquí dentro tengo un boquete, un déficit, un buen mordisco perdido en el calendario. La reconquista es una película que no termino de entender, pero que me ha puesto muy triste, al borde del llanto. Son malos tiempos para la lírica.



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1984

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En 1936, cargado de ideales y de cuadernos de escritura, George Orwell desembarcó en Barcelona para combatir al ejército de Franco en la Guerra Civil. Como otros intelectuales, Orwell sabía que nuestro conflicto sólo era el preámbulo de una guerra mayor que asolaría Europa poco después. El fascismo armado que hacía la guerra en España, con sus tanques blindados y sus bombardeos sobre la población civil, sólo estaba dando sus primeros zarpazos.

    Más socialista que comunista, Orwell combatió en las filas del POUM, que era un partido trotskista muy alejado de la órbita de Moscú. Un año después, con la guerra casi perdida, las izquierdas decidieron ajustar cuentas entre ellas y el Partido Comunista sometió a todas las demás por las buenas del mitin o por las malas del disparo. Orwell, desencantado, herido de guerra, amenazado de muerte por quienes habían sido sus compañeros de trinchera, comprendió que el nazismo y el sovietismo sólo eran aplicaciones distintas de un mismo empeño malsano. Es por eso que años después, cuando escribió 1984, imaginó un futuro distópico en el que las democracias occidentales volvían a sucumbir y una suerte de dictaduras nazisoviéticas, o sovienazis, dividían el globo en áreas de influencia para sostener una guerra interminable cuyo único objetivo era la guerra en sí misma.

    Cuando llegó el año real de 1984, mientras Maceda marcaba aquel gol histórico contra la RFA de Harald Schumacher y Carl Lewis volaba sobre la pista de Los Ángeles sin comunistas en lontananza, los politólogos, reunidos en sus ateneos y en sus claustros universitarios, proclamaron que Orwell había triunfado como novelista, pero fallado como futurólogo. Al menos a este lado del Telón de Acero. A diferencia de lo que auguraba la novela, las gentes de 1984 caminaban libres por las calles, follaban alegremente si tenían ocasión y aún no tenían al Gran Hermano en la programación nocturna de Tele 5. Había guerras, sí, pero en selvas muy lejanas, o en montañas muy desérticas, y siempre justificadas en los telediarios independientes. 1984, la película, rodada en el mismo año como homenaje a la novela, parecía una historia muy alejada en el tiempo: a veces del pasado muy remoto; a veces del futuro muy poco probable. Terrorífica pero inane. Una fábula moral como mucho. Nada que pudiera hacernos temer por nuestro modo de vida consolidado.


    Pero estos sabios, por supuesto, se equivocaban. El único pecado de Orwell es que no acertó con el tono de los tiempos, ni con el ladino camuflaje de las dictaduras. 




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La guerra de Charlie Wilson

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    Después de muchos siglos viviendo en la Edad Media, en Afganistán, a finales de los años setenta, llegó al poder un gobierno de corte progresista que prohibió la usura, promovió la alfabetización y separó la religión del Estado. Una pandilla de reformistas que aprovecharon el impulso para perseguir el cultivo del opio, legalizar los sindicatos y establecer un salario mínimo para los trabajadores. Comunismo puro.

    Finalmente, para terminar la faena, porque estos tipos parecían tan peligrosos como insaciables, promovieron la igualdad de derechos para las mujeres, que llevaban viviendo en el ostracismo agropecuario desde los tiempos de Alejandro Magno y su esposa Roxana -la mujer afgana más famosa de la historia hasta que apareció aquella muchacha en la portada del National Geographic. Luego aprobaron leyes tan alarmantes para la mujer como la no obligatoriedad de usar el velo, el derecho a conducir libremente un vehículo o facilitar su acceso al mercado laboral y a los estudios universitarios. Unos rojos de mierda, ya digo.

    A los conservadores de dentro, y a los demócratas de fuera, no les pareció nada bien que este ejemplo reformista cuajara en Afganistán, así que hubo un contragolpe de Estado: tiros y arrestos, cárceles y venganzas, hasta que la Unión Soviética decidió intervenir en el asunto. Y se metió en el avispero. Los soldados de Brezhnev venían a poner orden en un país amigo, sí, pero también aprovecharon la refriega para avanzar posiciones geoestratégicas hacia el Golfo Pérsico. Una pandilla de pastores armados de kalashnikovs nada podían hacer contra el Ejército Rojo y sus vehículos blindados, así que la guerra parecía un paseo militar para los malos de la película. 

    A los americanos, este pifostio les pilló armando contrarrevolucionarios en las selvas de Centroamérica, donde sus muchachos asesinaban a cualquiera que pronunciara la expresión "reforma agraria" o  "justicia para los pobres". Y ahí, en ese pasmo, en esa duda militar, empieza La guerra de Charlie Wilson, que cuenta cómo un congresista mujeriego, vividor, sólo pendiente de los cabildeos de Washington y de los asuntos locales de su Texas natal, se cayó un día del caballo camino de Kabul y dedicó su fe democrática a dotar de armamento pesado a los muyahidines que resistían en las montañas.


    La película, por supuesto, es un pastiche propagandístico pensado para el pueblo norteamericano. El planteamiento del guión -irreconocible en Aaron Sorkin- es tan infantil, tan esquemático, que sonroja a cualquier espectador medianamente informado. Es todo tan estúpido y tan maniqueo que al final de la película, con los soviéticos ya en retirada, ningún personaje se para a pensar qué van a hacer ahora con los fanáticos muyahidines armados hasta los dientes. Es como si la realidad, tozuda, fuera por un lado, y la película, aunque basada en hechos reales, pareciera colgada de una nube de algodón.



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Anomalisa

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La Anomalisa del título es Lisa, la chica simpática y rellenita con una marca en la cara que le impide mirar de frente a los hombres por miedo al rechazo. 

    La anomalía de Lisa es que esa noche, después de ocho años sin haber probado el sexo, por fin va a compartir un lecho desnuda, piel con piel, aliento con aliento. Ella había venido a Cincinnati a conocer a Michael Stone, pero no carnalmente, sino intelectualmente, porque Michael es un ejecutivo que da conferencias muy estimulantes sobre las argucias exitosas del markéting, y ella se gana la vida vendiendo productos por teléfono. Michael es un cuarentón que ya peina canas, de voz profunda, gesto seguro, parco en palabras. Muchas mujeres que acuden a la conferencia se pirran por sus huesos. Alguna, incluso, sueña con llevárselo al huerto tras una sesuda conversación sobre estrategias y balances comerciales. Lo que pocas sospechan es que Michael está disponible, sexualmente avizor, y que bastaría un sólo gesto, una sola insinuación, para tenerlo de profesor particular en la habitación mullida del hotel.


    El matrimonio de Michael se tambalea, su sexualidad fogosa se marchita, y aprovechando su viaje de negocios, decide engañar a su mujer con una antigua novia del lugar. Pero la antigua novia, aunque acude a la cita, no está por la labor de reverdecer viejos laureles en la cama. La escena terminará con gritos, reproches, un vete a tomar por el culo muy sonoro. Michael decide lamerse las heridas en su habitación del hotel, y olvidarse de la fallida aventura extramatrimonial. Pero la erección sigue allí, alegre, empecinada, como si la frustración no fuera con ella Así que Michael vuelve a probar suerte entre las huéspedes menos selectas, y así descubrirá a Lisa, que lo reconoce, y lo admira, y se deja llevar por su elocuencia viril de las tantas de la madrugada. 

    Aunque él lo vista de romanticismo, de flechazo instantáneo, de mujer única encontrada entre la multitud sin sustancia, su deseo por Lisa es simplemente un polvo fácil, un desahogo casi asegurado para sobrellevar la pena y la soledad. Ella, tan feúcha, tan necesitada, no va a decir que no. De hecho no dice que no. Pero Lisa no es una mujer estúpida: sabe cuál es su papel, y lo interpreta a la perfección. 


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Guardianes de la Galaxia

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No puedo resistirme al embrujo de las naves espaciales. Otros tipos de mi generación se rinden a cualquier película que contenga patadas voladoras, coches que se persiguen, revólveres de Clint Eastwood que ejercen justicia de plomo contra los maleantes... A mí estas cosas también me van, lo reconozco, porque también calenté aquellas butacas en mi cinefilia desordenada y algún poso vergonzante quedó de todo aquello. Pero lo mío, lo que me hipnotiza, lo que me deja turulato ante la pantalla, es el espacio intergaláctico -o intragaláctico incluso- surcado por una nave que construyen los terrícolas o que imaginan los extraterrestres camino de la paz o de la guerra, del recurso minero o del heroico rescate. 

    Desde que aquella tarde de mis cinco años, en la pantalla enorme del cine de León, la nave consular de la princesa Leia cruzara el espacio perseguida por un destructor imperial, he quedado comprometido con cualquier película que saque a pasear cacharros de mundos lejanos. Es una fijación infantil, un acto reflejo. Me quedo petado delante del televisor como arrebatado por un pasmo, como abducido por esa misma nave espacial que se aventura en la negrura de las estrellas titilantes. 




    Arrastrado por esta pasión irrefrenable, muchas veces me llevo una desilusión cinéfila del copón, porque las películas del género suelen salir rancias, si proceden del tiempo viejuno, o alborotadas, si las han cocinado hace poco en Hollywood. Hoy en día, con tanta persecución, tanto porrazo, tanto efecto especial que llena los rincones de la pantalla, a los espectadores veteranos, de cuarenta años para arriba, que hemos nacido con un procesador mental de los tiempos del Commodore, nos cuesta horrores mantenernos sobrios siguiendo los vaivenes y los hostiazos. Guardianes de la Galaxia tenía todas las papeletas para provocarme el vértigo y el hastío; el vómito ácido que iba a llenar de improperios la página en blanco de este blog. Pero los responsables de la aventura -cuarentones que comprenden bien el hartazgo de sus coetáneos- han introducido cachondeos, músicas, referencias cinéfilas. Nos han guiñado el ojo para que no nos sintiéramos abandonados en este páramo de lo moderno y lo vertiginoso. Mientras los adolescentes se lo pasaban pipa en el tráfago de las peleas, nosotros, los adultos, habitualmente sobrepasados por estos experimentos, nos lo hemos pasado casi tan bien como ellos. Por una vez, en los últimos tiempos.

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Her

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Los colaboradores de Spike Jonze exponen sus propias ideas sobre el amor en uno de los extras que aparecen en la edición en Blu-ray. Uno de ellos, quizá el más inteligente, o el más sincero, afirma que el amor es un concepto tan escurridizo que se enreda en la lengua al tratar de describirlo. Que tiene su origen en las entrañas, y que lo que ahí sucede es tan primordial, tan instintivo, que el lenguaje, que es un atributo propio de seres evolucionados, no acierta a traducirlo en palabras. Un perrete, con sus ladridos, sería capaz de comunicar mucho mejor su sentimiento.

    Este hombre no acierta a definir muy bien lo que es el amor -como casi todos- pero sí tiene muy claro que su sentimiento contrario, su reverso negativo, es el miedo. Y es entonces, después de haber visto la película, y de haber meditado mucho sobre su moraleja, cuando comprendo que Her no es una película sobre gente que se enamora y se desenamora, sino una película sobrel el miedo a la soledad. Porque Theodore, cuando le conocemos, está solo en su apartamento, y eso es lo que genera su parálisis y su miedo. Theodore ya ha superado la ruptura del amor, que duele como el chasquido de un hueso, o como el retortijón de un intestino. Pero ahora está enfrentando la peor fase de su enfermedad: la soledad, que es un sumidero abierto en las entrañas por el que se va la vida y la ilusión. La autoestima y las ganas de perseverar. 

    La soledad no duele: aunque muerde y desgarra, horada y destroza, actúa sobre un cuerpo que ya está insensible y abandonado. Un organismo que funciona con el piloto automático del instinto, esperando quizá un milagro, una aparición, al otro lado del largo desierto que empieza a atravesarse.

    Tan solitario y triste anda Theodore con su mal, que se aferrará a la compañía de un sistema operativo para no caer definitivamente en la desesperación. No hay tal historia de amor entre Theodore y Samantha: sólo la ilusión de no estar solo en ese apartamento con vistas a la ciudad. Mejor perder la chaveta que soportar una noche más sin conversación, un desayuno más sin buenos días, un regreso a casa sin nadie esperando en el sofá.



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The Love Witch

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Elaine es una bruja piruja que se ha propuesto encontrar al hombre de sus sueños. Uno que la ame de verdad, con el corazón, y no sólo con la bragueta, como suele ser costumbre entre nosotros. Elaine ha tenido muchos amantes a lo largo de su vida, porque ella es una jovencita de muy buen ver, con cuerpo de mareo y ojos que hipnotizan, pero a día de hoy sólo ha convocado en los hombres el deseo carnal, el instinto del macho que reprime la erección nada más conocerla y saludarla. Aunque rezume juventud y vitalidad, Elaine se siente desgraciada y despreciada, y sus amigas, mucho más feas que ella, y por tanto más conformistas con los hombres, no terminan de entenderla demasiado bien.


    Elaine, desesperada, decide pasarse al lado oscuro de la seducción, y empieza a utilizar sortilegios y filtros de amor para encontrar al príncipe azul que la lleve galopando hacia la felicidad. Y no es una torpe figura literaria, sino un sueño real que ameniza sus noches de soledad y masturbación. Pero no hay brujerío tal: Elaine es una chica demasiado inteligente como para creer en estas cosas, pero el ceremonial del pentagrama y de las velas encendidas le ayuda a concentrarse en el objetivo. El ritual le calma los nervios, le infunde serenidad, y la envuelve, además, en un aire psicomágico que le enturbia la mirada y la vuelve más atractiva todavía. 

    Los bebedizos que Elaine sirve a sus amantes sólo son cócteles de vodka mezclados con unas gotitas de LSD, y sus rituales de vudú, que practica en la intimidad del dormitorio, meros desahogos de quien juega al animismo infantil con las muñecas. Elaine sabe que la única magia que seduce a los hombres es el sexo, y que sólo a través del sexo el hombre concede, y se derrite, y se vuelve vulnerable y hasta romántico. El hombre que yace satisfecho en la cama ha despejado todos los nubarrones, todas las tormentas de su cabeza, y en su cielo particular luce el sol y cantan los pajarillos. Es el amor, finalmente. 

 Estas son las cosas que Elaine se sabe al dedillo en The Love Witch, y que explica con acertado magisterio a toda mujer que quiera escucharla. Una sabiduría ancestral que muchas mujeres confunden con la brujería, y hasta con el pendoneo, desconectadas de los viejos conocimientos por culpa del trajín de la vida moderna. Y de las opiniones bobas de los eruditos.


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Alien: Covenant

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Esta saga de los humanos enfrentados a los xenomorfos ya no tiene grandes cosas que contar. No, al menos, en el terreno de la biología, porque según se nos ha desvelado en Alien: Covenant, fue el androide David, metido a doctor Mengele del espacio exterior, insuflado de una megalomanía creadora que eran dos cables pelados de su ciberorganismo, el que creó los huevos que esperaban la llegada de la nave Nostromo en aquel planeta perdido. Habrá que olvidarse, por tanto, de la reina ponedora a la que Ripley chamuscaba con su lanzallamas en Aliens: el regreso. No quisiera uno entrar en debates absurdos sobre si fue primero la gallina alien o el huevo que alumbraba al octópodo. Que sean otros los que aclaren la cuestión en foros más entendidos.



    Sucede, además, para desilusión de este niño grande que siempre ha sido fiel seguidor de la saga -infatigable espectador, y proselitista entre sus allegados- que la fórmula que vertebra las últimas películas ya se repite hasta el bostezo. Si El despertar de la Fuerza nos dejó aliquebrados con la original reconstrucción de la Estrella de la Muerte, Alien: Covenant nos vuelve a dar más de lo mismo. Todo está muy bien hecho, bien rodado, porque hay grandes dineros que sustentan el proyecto y gente muy capaz a ambos lados de las cámaras. La profesionalidad y la eficacia de Ridley Scott y compañía están fuera de discusión. Pero uno tiene la sensación molesta de que en realidad, travestido de naves espaciales y de cascos astronáuticos, le están vendiendo un cine diseñado para adolescentes que anticipan el susto, lo viven con emoción, y en la recomposición del cuerpo y del espíritu aprovechan para pillar cacho en la platea o en el sofá. Y que los adultos, mientras tanto, que ya no tenemos nada a lo que agarrarnos, vapuleados por el trabajo y por la vida, vamos transcurriendo por Alien: Covenant sin que nada de lo que se apuntaba en Prometheus tenga una respuesta satisfactoria. ¿El origen de la humanidad? ¿El castigo de nuestros creadores? ¿El tipo aquél que se suicidaba al inicio de Prometheus para insuflar vida en las aguas? ¿Y quién creó a los creadores? ¿Habrá que desempolvar los viejos argumentos de Santo Tomás de Aquino? ¿Servirá todo esto, al menos, para reavivar las viejas discusiones filosóficas?




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