10, la mujer perfecta

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Ponce de León nunca encontró la Fuente de la Eterna Juventud en las tierras de Florida. Los indios, que no tenían armaduras, ni armas de fuego, pero sí un sentido del humor que hacía estragos entre los invasores, se rieron del europeo que ansiaba glorias y riquezas, aunque en este caso, para ser justos, el bueno de Ponce buscara algo más elevado que el vil metal. 

Con 53 años de entonces, que son como los 93 de ahora, Ponce ya había sido terrateniente, gobernador, potentado en Puerto Rico, y de riquezas materiales andaba más que sobrado. Era tiempo, vida, recorrido, lo que él buscaba en su loca expedición. O, quizá, simplemente, un remedio milagroso que le ayudara a mantener la energía conquistadora, el vigor físico, la potencia sexual de quien se había trajinado a varias indígenas en sus andaduras por el Caribe y ahora ya no podía ni levantar el sable simbólico de su hispánica hombría. El momo de Austin Powers.


    Para desgracia de George Weber en 10, la mujer perfecta, si Ponce de León hubiera buscado la Fuente de la Edad en California tampoco la hubiese encontrado. En caso contrario, cuatro siglos después, ante los primeros síntomas de su pitopausia -que son la cana en el testículo, la desgana en la cama y la obsesión por las jovencitas- George Weber sólo tendría que haber ido a la Fuente con un botijo para recuperar la alegría de vivir y regresar como un toro a su madura relación con la buena de su esposa, Samantha, que es su fiel coetánea de los cuarenta y tantos años. La que soporta todas sus rarezas y todos sus devaneos. Pero como tal Fuente no existe, y además el botijo no se estila entre la beautiful people del show business, George se consume en la angustia de quien ya se ve al otro lado del ecuador, en la otra mitad del calendario, en la edad deprimente que multiplicada por dos ya casi no da para vivir.

    Y así, incapaz de asumir la realidad, enajenado de su edad mental y de su fisiología celular, un buen día se enamora de la jovencita perfecta que viaja en limusina camino del altar. Algo así como una aparición mariana. Como un espejismo nacido de su sed. Y emprende la aventura loca de rondarla, de conquistarla, de perseguirla hasta las playas de México, haciendo el ridículo como sólo un hombre obsesionado con una mujer es capaz de hacer. Si lo sabré yo.... Quizá, el espectáculo menos edificante de toda la Naturaleza, aunque de mucho juego en las comedias y en las habladurías de los pueblos. 


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Wonder Woman

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Confío mucho en la opinión de los críticos cinematográficos. Soy así de inseguro y de confiado, qué le vamos a hacer. Aunque lleve veinte años de cinefilia en cada una de mis posaderas, y no suela equivocarme con lo que me gusta y con lo que no, a veces tengo que recurrir a ellos para decidir si una película de la que no tengo referencias -porque es el último hito de la cinematografía paraguaya, o la opera prima de un jovenzuelo desconocido de Arkansas-  merece el esfuerzo de pagar una entrada o de programar una grabación. O de fletar un barco que intercepte la mercancía en las rutas comerciales que nunca llegan a provincias.

    Si Quentin Tarantino -por poner un ejemplo- estrena nueva película, leo las críticas para saber qué voy a encontrarme en su nueva chifladura, pero nunca para decidir si voy a verla o no. La veré. Lo mismo me sucede, aunque al revés, cuando se estrenan las obras maestras de los coreanos impronunciables, o de los viejos maestros que gozan de bula pontificia. O, como en el caso de Wonder Woman, con las adaptaciones de los superhéroes del cómic que me pillaron ya muy mayor, medio sordo a los estruendos, y medio ciego a las pirotecnias.

    Hace unos cuantos meses, cuando se hablaba del estreno de Wonder Woman, ni siquiera me tomé la molestia de leer las sinopsis. Hostias y ruidos. Buenos de mazapán y malos de pacotilla. Y una actriz de evidente belleza...  Un cómic para la chavalada del centro comercial. Así que me olvidé por completo de la película hasta que hace unas semanas, en la revista de cine, con motivo de su lanzamiento en DVD, leí que la crítica sesuda y barbuda, ilustrada y veterana, curtida en mil y un festivales del ancho mundo, aplaudía esta película con adjetivos muy bonitos y altisonantes. Y yo, que me hago tan poco caso, que me dejo llevar por la primera contradicción de casi cualquiera (el Zelig que se mimetiza con el paisanaje) me desdije de mi renuncia y me planté en el sofá para descubrir este tesoro oculto. Esta adaptación que decían atrevida y diferente. 

Han pasado dos días desde que vi la película y todavía lo estoy buscando...




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Detroit

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La teoría cinematográfica de Ignatius Farray es una solemne tontería. Las películas no son mejores o peores porque se ajusten literalmente a lo descrito en el título. Alguien voló sobre el nido del cuco es una gran película aunque no salga ningún cuco en ningún nido, y El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante es una experiencia insufrible aunque ofrezca justo lo que promete. Ignatius lo sabe, y sus fans lo sabemos, pero por el camino nos echamos unas risas  jugando a las correspondencias entre los títulos y los contenidos.

    Según esta disparatada sandez que provocaría soponcios entre los fundadores de la Nouvelle Vague, Detroit tendría que ser una obra maestra del copón, porque se suponía que la película iba de eso, de Detroit, de la Motown, de la pujanza industrial,  de la violencia callejera. Y por supuesto, como tema central, una vez explicado el contexto anterior, de su problemática racial, que en el fondo es una problemática clasista de trabajadores que cobran cuatro duros en las fábricas y se ven condenados a la miseria de los arrabales, a la sanidad precaria, y a la casa ruinosa. Al futuro sin perspectivas.

Así las cosas, una mala tarde de esas que comentaba Chiquito de la Calzada, un par de exaltados apedrean un escaparate, arrojan un cóctel molotov, se enfrentan a cara de perro con la policía, y prenden la mecha de una revuelta  que en 1967 tuvo en jaque a toda la ciudad, y obligó incluso a la movilización de la Guardia Nacional. Cuarenta y tres muertos dejó aquella guerra civil que Kathryn Bigelow iba a plasmar en la pantalla porque estaba  asqueada y perturbada por la brutalidad policial que cincuenta años después retomaba las calles. La nueva persecución de los negros...

    El problema es que Detroit, lo que se dice Detroit, no sale mucho en Detroit. Y eso, en el Cahiers de Cinema de Ignatius Farray, es castigado con una solitaria estrella de las cinco posibles. Dos, a lo sumo, si la factura es buena, y los actores se lo curran. La decisión de Kathryn Bigelow es centrarse en los sangrientos sucesos del Motel Algiers y olvidarse del resto. Sabemos que la ciudad está ahí fuera, respirando, sangrando, pero se nos cuenta muy poco de ella. Cuatro pinceladas de las que ya veníamos informados. Nos falta la explicación, la referencia, el contexto histórico. Detroit termina siendo una película de psicópatas que entran en una casa y siembran el terror y la muerte entre sus habitantes, como una familia Manson cualquiera, o como aquellos hijos de puta sonrientes de Funny Games, la película de Haneke. Pensábamos que veníamos a una clase de historia y nos hemos quedado en un psicothriller de policías muy malotes.




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La suerte de los Logan

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Los chicos de Ocean's eleven eran unos ladrones muy profesionales que no necesitaban el dinero para vivir. A George Clooney y a su pandilla les gustaba vestir bien, rodearse de bellas mujeres, alojarse en hoteles de nueve estrellas de quitar el sentío, como decía nuestro añorado Chiquito de la Calzada, pero ellos, realmente, eran unos artistas del butrón, unos estilistas del cambiazo, y disfrutaban más con el acto del robo que con lo robado en sí.

    En cambio, en La suerte de los Logan, que es la nueva película de atracos del retornado Steven Soderbergh, los hermanos ya tal no se parecen una mierda a George Clooney ni a Brad Pitt. Los Logan no son ladrones de guante blanco carismáticos y resultones, si no white trash que habita los parajes industriales de la Virginia Occidental: esa especie de Asturias a la americana a la que cantaba John Denver en su canción inmortal. 

    Los Logan, al contrario que los Ocean, sí necesitan el dinero para vivir mejor, pero tienen el inconveniente de no ser unos ladrones profesionales.Los Logan, que han puesto sus ojos en la recaudación del circuito de Charlotte, son unos delincuentes muy poco prometedores que arrastran, además, una especie de maldición familiar que siempre los aboca al fracaso y a la decepción.

    Pero la white trash, en Estados Unidos, anda muy desesperada, muy depauperada, y votar en masa a Donald Trump no les ha servido para salir de su pobreza secular. Y ya se sabe que la necesidad, y el orgullo, agudizan el ingenio. Aunque todo sería más fácil para ellos si no tuvieran que contar con la ayuda de Joe Bang, el experto en explosivos que parece sacado de un tebeo de Mortadelo y Filemón, y que todavía cumple condena de varios meses en la prisión del Estado...



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Madre!

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Alrededor de una cagada depositada sobre la acera se reúnen varias personas haciendo corrillo. Mientras unas sonríen divertidas y otras gruñen escandalizadas, las hay que aprovechan para sacar punta a su espíritu científico, deductivo, sherlockholmesiano. Analizando la textura, el fraccionamiento, el olor inconfundible, son varios los que aseguran que el mojón es una cagada de perro. La plasta es de tamaño medio, de marrón indefinible, de textura a medio cocer. Los que tienen perro opinan con más didactismo; los que no, tiran de su larga experiencia en la ciudad sorteando cagadas parecidas. Aunque a decir verdad, boñigas tan sugestivas se han visto pocas en los últimos tiempos. La deposición es amorfa y original. Como un manchurrón abstracto que disparara la imaginación interpretativa. Suscita el debate abierto y el intercambio de ideas. Es como una provocación del ayuntamiento, como una ocurrencia genial del intestino. Casi una obra de arte urbano, radical, transgresora, quién sabe si la gamberrada inaugural de un nuevo Banksy que trabajara otros materiales y otras ideas.


    Al otro lado del mojón, sin embargo, para contradecir las versiones de los animalistas, y los desvaríos de los pedantes, varios transeúntes sostienen que los excrementos tienen un origen humano inconfundible, y que allí -porque este barrio es zona de copas por la noche- ha defecado algún gracioso con el esfínter aflojado por el alcohol. Hay quien cree adivinar, incluso, entre los intersticios de la mierda, restos de comida inequívocamente humana, lentejas, o pellejos de garbanzo, o hasta pepitas de sandía, y disertan sobre la última cena del caganet como quien practicara una autopsia en la morgue, o desvelase los secretos alimenticios de la última momia hallada en Egipto. Los animalistas gruñen poco satisfechos con la explicación, y hablan del carácter omnívoro de los perros, y de su costumbre de hociquear entre los restos de basura. Los seguidores de la vía artística insisten en la aparición de un nuevo genio en la ciudad, y en este batiburrillo de discrepancias se van agotando los minutos y los argumentos hasta que finalmente llega el barrendero municipal, recoge la mierda con sus utensilios, y la introduce sin decir una palabra en el cubo de la basura. La mierda, y el debate, terminan de repente. 

    Madre! es una cagada. 


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Felices sueños

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Me aburro terriblemente mientras veo Felices sueños, la película de Marco Bellocchio que venía tan recomendada por la crítica, con muchas estrellas y muchos puntos verdes en los comentarios entusiastas: que si el veterano director, que si el sabio cineasta, que si el artesano infatigable...  

De Bellocchio llevo oyendo hablar toda la vida cuando llegan los festivales, pero sus películas raramente llegan a estas cinefilias provinciales a no ser que uno flete el barco pirata y las intercepte a medio camino de las rutas comerciales. Repaso su filmografía completa antes de enfrentarme a Dulces sueños y descubro, avergonzado, que jamás he visto una película suya. No parece constar ninguna obra maestra en ese catálogo interminable de obras ignotas -la mayoría, sospechosamente, de títulos no traducidos al castellano- pero también es verdad que hay algo que no funciona bien en mis métodos de selección. En mis manías de espectador.


    Por un momento estoy a punto de desfallecer en el intento, y de enviar Dulces sueños a la papelera de reciclaje, resignado a esta cinefilia mía de tres el cuarto. Sólo la prometida presencia de Bérénice Bejo, que es una actriz demasiado hermosa para ser desdeñada, pesa más que el aburrimiento presentido de una película que además dura más de dos horas. Porque los ancianos, ya se sabe, cuando se ponen a dar la turra pierden la noción de la elipsis y de la síntesis. 

Y así, con una fe muy poco fervorosa, le doy al play en la lluviosa tarde de invierno. Y mientras el niño Massimo quiere mucho a su madre, y la pierde trágicamente con sólo nueve años de edad, y busca su fantasma en las clases de religión y en los confesionarios de las iglesias, yo, a la hora larga de metraje, engañado por la publicidad fraudulenta que la colocaba en la primera línea del reparto, me pregunto cuándo coño va a salir el personaje de Bérénice Bejo.

    Mucho rato después de yo tanto añorarla, aparecerá, finalmente, la dulce Bérénice, disfrazada de doctora del cuerpo y de terapeuta del alma. Pero ya será demasiado tarde para levantar esta bruma soporífera que invade una película extraña, errática, pretendidamente poética y decididamente prescindible. 


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El secreto de sus ojos

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No mires a los ojos de la gente, me dan miedo, mienten siempre, cantaba Germán Coppini con aquella voz suya de trovador gallego. Y aunque la canción es cojonuda, y forma parte de mi repertorio sentimental, y a veces me descubro tarareándola tras un encuentro misántropo con la realidad, lo cierto es que su premisa argumental es falsa. Porque los ojos de la gente nunca mienten. Son las ventanas del alma, que dijo el poeta, y son tan sinceros, tan transparentes, que la evolución, siempre tan sabia, tuvo que desarrollar el lenguaje para que pudiéramos mentirnos con las palabras. Sólo los amantes enamorados, cuando el amor es todavía de verdad, se atreven a sondear esos abismos que nunca engañan. Todos los demás vamos y venimos con los ojos al cielo, al suelo, a los alrededores, buscando la mosca o la gaviota, porque cualquier conversación tiene algo de postureo, de mentira, de verdad no confesada, y no queremos que el otro nos descubra el juego atrapándonos la mirada. Ni nosotros, por decoro, muchas veces, descubrir el suyo.



    Termino de ver El secreto de sus ojos y no me queda muy claro, la verdad, a qué personaje pertenecen los ojos del título. Supongo que son los de Soledad Villamil, tan bonitos, tan expresivos, que viven enamorados del personaje de Ricardo Darín, pero no pueden entregarle su amor porque ella es una Menéndez-Hastings de toda la vida, destinada a casarse con otro portador de apellido compuesto, y no con un Expósito descendiente del tío nadie. No hay ningún secreto en ellos: sólo la tristeza del amor amargado, y amordazado. Tampoco hay ningún secreto en los ojos del señor Expósito, que aman a la Hastings con la fiereza y el candor de un gato doméstico. Los ojos del asesino son vacíos, de cristal negro, como los de un tiburón que sale a cazar, y sólo se vuelven humanos cuando ve el fútbol en la grada del estadio y se transfigura de pronto en alguien con sentimientos. O algo parecido. No hay secretos en los ojos del viudo, que oscilan entre la nostalgia del amor y la venganza calculada, ni en los ojos de la asesinada, la pobre, que se quedaron fijos, vidriosos, incapaces de fingir que estaban muertos. Y que, si una vez tuvieron secretos, éstos se fueron en el último suspiro. 

¿De quién son, los ojos del título?

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George Best: All by Himself

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George Best no se apellidaba Futbólez, ni Balompédez, como esos futbolistas de Mortadelo y Filemón que llevaban su oficio grabado en el nombre, y que no solían ser precisamente un dechado de virtudes. Nuestro personaje nació apellidándose Best por esos azares de la patronímica irlandesa, que es como si aquí hubiera descendido de los Cojonudo, o de los Superior. Jorge Magnífico, podríamos decir... 

    Y Best, como en los tebeos de Ibáñez, cumplió sobradamente con su destino. En los años dorados de los Rolling Stones y de los Beatles, George Best -que fue apodado El quinto Beatle por su pelo largo, su aire pop y su vida vamos a llamar "desenfadada"- fue el mejor jugador de Europa defendiendo la camiseta del Manchester United en los éxitos y la de Irlanda del Norte en los fracasos, porque sus compatriotas futbolistas -que estos sí que podrían haberse apellidado Tuercebótez o Fallónez- no daban para más en las clasificaciones de los mundiales.  

    En las imágenes de archivo -que es lo único que conocemos de George Best los futboleros posteriores- Best es un jugador eléctrico, habilidoso, que soporta con estoicismo las patadas brutales de la época. Los que le vieron jugar en directo afirman que él fue el Leo Messi de su época, y que si hubiera jugado en campos mejores, con rivales menos asesinos, y no se hubiera despeñado por los abismos laterales de su carrera, hubiera optado al galardón de mejor jugador de todos los tiempos. Pero Best, que tuvo la fortuna del apellido, tuvo la desgracia del alcoholismo, y si en los tiempos de su plenitud futbolística mantuvo el vicio a raya, y sólo se desgastaba con las innúmeras mujeres que lo pretendían por su belleza, alcanzado el sueño de ganar la Copa de Europa decidió que el fútbol ya le había dado sus mayores alegrías, y que ya era hora de gastar todo su dinero en más mujeres, y alcohol a mansalva, y automóviles que desgarraran la carretera. El resto, como él mismo dijo, simplemente lo malgastó. Como su talento, que se fue por el mismo retrete. 


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