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Sonrisas y lágrimas

🌟🌟

“Sonrisas y lágrimas” empieza, literalmente, en todo lo alto, sobrevolando las cumbres alpinas que rodean Salzburgo. Aún no suena la música -the sound of music- pero el paisaje es tan bonito que por unos segundos nos sentimos conmovidos. Era todo tan cursi en mi recuerdo... 

Cuando la cámara desciende al valle y aparece Julie Andrews vestida de novicia católica -pero dando vueltas como un derviche musulmán- me agarré instintivamente al brazo del sofá porque empecé a temerme lo peor. De pronto ya era todo muy insufrible en mi recuerdo... Y aún así, lo peor aún iba a tardar unos minutos en llegar". Porque "The sound of music”, la canción, es bonita, e incluso pegadiza, y Julie Andrews está mucho más guapa que en mi recuerdo de la infancia, quizá porque entonces yo no me fijaba tanto en esas cosas. El paisaje es hermoso, y la alegría es contagiosa, y por un momento quiero creer que las casi tres horas que dura “Sonrisas y lágrimas” no van a ser un tiempo perdido. Me acordaba de mi madre, en el cine Abella de León, en un reestreno ya irrecuperable en la pantalla grande, canturreando las canciones dobladas al español y yo a su lado dejándome llevar por los sonsonetes. 

Pero el hechizo, ya digo, apenas dura lo que tarda Julie Andrews en recoger su toca y regresar al convento de Salzburgo a toda hostia consagrada. El siguiente número musical es un engendro azucarado cantado por las monjitas, y a partir de ahí ya todo será bochornoso, descatalogado, como rodado hace sesenta siglos y no hace sesenta años. 

Hay cositas, claro: alguna canción, alguna señorita guapa, y sobre todo el parecido asombroso de Christopher Plummer con Ernesto Alterio, hasta hoy ignorado por mi cinefilia. Pero “Sonrisas y lágrimas”, la verdad sea dicha, ya no hay quien la aguante. Me lo temía. Yo sólo venía por lo turístico, por ver Salzburgo en una película, ya que este verano paseé por sus calles buscando los fantasmas de la música y del viejo celuloide. 




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Víctor o Victoria

🌟🌟🌟

Después de echar el polvo del siglo, Victoria le pide a James Garner la prueba de amor definitivo:

-          Mira, cariño: todo el mundo piensa que soy un hombre. Y como tú vives enamorado de mí y siempre caminas a mi lado, todos te consideran homosexual en un mundo despreciable donde la homosexualidad sigue siendo anatema de los curas y escándalo de la sociedad. Pero yo, querido, no puedo desvelar el secreto de mi identidad porque este trabajo de transformista me da de comer, así que te lo voy a preguntar una sola vez: ¿estarías dispuesto a soportar la vergüenza pública, el señalamiento de los demás, la burla y la chanza, la condena y el desdén, sabiendo que por la noche yo te espero en la cama con la realidad innegable de mi cuerpo de mujer?

Y James Gardner, que no se esperaba tal desafío en el plácido deshincharse de su miembro, entra de repente en el mar proceloso de las dudas. Sopesando pros y contras se hace la picha un lío, y al final, para jugarse la decisión a cara y cruz, se lanza a las calles de París en busca de una señal divina que decida por él.

Y yo me pregunto, antes de condenar su cobardía o su pusilanimidad: ¿cuántos habríamos dado un sí instantáneo a la proposición de Victoria y cuántos habríamos vagado por la madrugada atenazados por el miedo? ¿Cuántos de los que nos consideramos gayfriendlys, tolerantes, ecuménicos, para nada homófobos y casi nada machistas, aguantaríamos en nuestras propias carnes las miradas que nos señalarían?

“Víctor o Victoria” se ha quedado muy vieja en su sentido del humor -los resbalones, los golpetazos, las tartas que vuelan y las señoras que chillan- pero aguanta el tiempo como una campeona cuando habla de cuestiones de identidad. Es una película muy moderna, como rodada antes de ayer. Plantea cuestiones que hoy mismo podrían salir en la edición dominical de los periódicos, alabando lo mucho que hemos avanzado pero denunciando el trecho larguísimo que nos falta por recorrer. 





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10, la mujer perfecta

🌟🌟🌟🌟

Ponce de León nunca encontró la Fuente de la Eterna Juventud en las tierras de Florida. Los indios, que no tenían armaduras, ni armas de fuego, pero sí un sentido del humor que hacía estragos entre los invasores, se rieron del europeo que ansiaba glorias y riquezas, aunque en este caso, para ser justos, el bueno de Ponce buscara algo más elevado que el vil metal. 

Con 53 años de entonces, que son como los 93 de ahora, Ponce ya había sido terrateniente, gobernador, potentado en Puerto Rico, y de riquezas materiales andaba más que sobrado. Era tiempo, vida, recorrido, lo que él buscaba en su loca expedición. O, quizá, simplemente, un remedio milagroso que le ayudara a mantener la energía conquistadora, el vigor físico, la potencia sexual de quien se había trajinado a varias indígenas en sus andaduras por el Caribe y ahora ya no podía ni levantar el sable simbólico de su hispánica hombría. El momo de Austin Powers.


    Para desgracia de George Weber en 10, la mujer perfecta, si Ponce de León hubiera buscado la Fuente de la Edad en California tampoco la hubiese encontrado. En caso contrario, cuatro siglos después, ante los primeros síntomas de su pitopausia -que son la cana en el testículo, la desgana en la cama y la obsesión por las jovencitas- George Weber sólo tendría que haber ido a la Fuente con un botijo para recuperar la alegría de vivir y regresar como un toro a su madura relación con la buena de su esposa, Samantha, que es su fiel coetánea de los cuarenta y tantos años. La que soporta todas sus rarezas y todos sus devaneos. Pero como tal Fuente no existe, y además el botijo no se estila entre la beautiful people del show business, George se consume en la angustia de quien ya se ve al otro lado del ecuador, en la otra mitad del calendario, en la edad deprimente que multiplicada por dos ya casi no da para vivir.

    Y así, incapaz de asumir la realidad, enajenado de su edad mental y de su fisiología celular, un buen día se enamora de la jovencita perfecta que viaja en limusina camino del altar. Algo así como una aparición mariana. Como un espejismo nacido de su sed. Y emprende la aventura loca de rondarla, de conquistarla, de perseguirla hasta las playas de México, haciendo el ridículo como sólo un hombre obsesionado con una mujer es capaz de hacer. Si lo sabré yo.... Quizá, el espectáculo menos edificante de toda la Naturaleza, aunque de mucho juego en las comedias y en las habladurías de los pueblos. 


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