El guateque

🌟🌟🌟🌟

En la teoría cinematográfica de Ignatius Farray -que sostiene que una película es buena si el contenido proporciona lo que el título promete- El guateque estaría cerca de ser una obra maestra porque en ella no hay más cera que la que arde: un guateque. Una fiesta pensada para que acudieran todos menos tú, como en la canción de Sabina: chicas guapas, tíos apuestos, caballeros con dinero. Actores que son y actrices que serán. Secretarias de los tipos importantes y esposas enjoyadas que sobrevuelan el panorama. La beautiful people congregada en la casa de diseño ostentoso, casi futurista, donde existen mil recovecos para el amor y la negociación, la aventurilla y el alcoholismo. Una fiesta de snobs, de arribistas, de adictos al sexo y buscones de la fama, a la que jamás seríamos invitados ni tú ni yo. 

    Ni, por supuesto, Hrundi V. Bakshi, el actor secundario con pinta de tolai que es el terror de los rodajes. Un metepatas legendario al que contratan para hacer de cipayo en las películas de la India colonial, pero al que nadie quiere ver cuando se guardan las claquetas y se apagan los focos para descansar.

     Pero Bakshi, en un error grafológico y garrafal, es incluido por error en la lista de invitados, y allí, en la fiesta de alto copete, será como el elefante hindú en la cacharrería. Como el tornado en la playa engalanada. El agente del caos. Peter Sellers renegrido de hindú es el protagonista absoluto de la película. Blake Edwards se limita a contemplarle con la cámara. Sellers no interpreta los gags: los hace suyos, los retuerce, les saca hasta la última gota de zumo. Nadie ha hecho el tonto como él en una pantalla de cine. El tonto absoluto. El vacío total. Ni Chaplin, ni Keaton, ni nadie. Ningún genio del cine mudo. Ellos eran más serios, más trascendentes, incluso en sus tonterías más inocentes. Sellers, lo mismo vestido del inspector Clouseau que de Bakshi el secundario, es capaz de interpretar al imbécil integral, al torpe inigualable. Al zopenco de récord mundial. Te hace reír al mismo tiempo que te pone de los nervios. 

Hay gente que no puede ver El guateque sin tomarse un tranquilizante. El tipo es irritante, inquietante, directamente asesinable. Yo me parto el culo con él.



Leer más...

Better Things

🌟🌟

Cuando supe que Louis C.K. y Pamela Adlon habían vuelto a reunirse para crear una serie de televisión, la alegría volvió a esta casa que estaba tan huérfana de buenas comedias. Louis y Pamela son inquilinos muy antiguos de este viejo televisor que nunca me decido a cambiar. Les sigo desde los primeros tiempos de Louie, que fue escuela de muchas sitcoms actuales, y más lejos todavía, desde Lucky Louie, esa serie de culto que fuer creada para los incultos que todavía nos reímos con chistes para adolescentes.

    Había leído, además, que Pamela Adlon no sólo iba a ser la actriz principal, sino la coguionista de muchos episodios, y la directora de otro puñadico igual, y uno ya se relamía de gusto imaginando a esta pareja de amigotes dando forma a sus ideas sobre la crianza de los hijos, el divorcio y la soledad, el sexo a los cuarenta y la depresión en el otoño. Las ganas locas de vivir y el reloj de arena que va soltando sus penúltimos granos. Louis C.K. y Pamela Adlon como en los viejos tiempos de sus comedias: ironías sobre el sexo, sobre el no sexo, sobre pechos que se descuelgan y pitos que ya no remontan el vuelo del deseo. Filosofías muy agudas sobre hijos que crecen a la buena de Dios sin que importen gran cosa nuestros esfuerzos. Cuarentones enfrentados a la última crisis de la juventud. Yo ardía en deseos de ver una serie así.


    Pero Better Things no funciona. Ni haciendo esfuerzos supremos de la voluntad. Hay frases geniales, sí, ideas sueltas, revelaciones dolorosas. Se ve la mano de Louie C.K. en algunas pinceladas, y Pamela Adlon es una actriz soberbia, crecida, que puede con todo. Ella es, además, demasiado sexy para obviarla. Tiene una voz rasposa que me remueve cosas por dentro. Presumo que en la vida real tiene que ser una mujer hipnótica, desarmante. Pero la serie no tiene rumbo. Va de la comedia a la melancolía -o a la astracanada- como un borracho caminando por la acera. Toca demasiados palos y sus episodios duran demasiado poco. Son tres hijas que cuidar, una madre que soportar, mil amigas que aconsejar, varios amantes que satisfacer, y todos ellos entran y salen de la función como en una mala obra escolar, al tuntún, desdibujados y torpes. 

    Lo más triste de todo es que ahora nos vamos a quedar con las ganas de saber si esto sólo ha sido un lapsus o un inicio de su decadencia. El amigo Louis está terminado para la industria. El mismo día que estrené Better Things en mi televisor -con la agenda despejada, dos cervezas en el frigorífico, y unas ganas locas de reírme de mi mismo- salió a la luz la curiosa afición de Louis por masturbarse delante de sus compañeras de trabajo. El tipo que nos había hecho reír de lo lindo con sus costumbres masturbatorias,  al final no resultó ser un hermano en el desconsuelo, ni un cofrade de la soledad. Sólo un pajillero indecente y descontrolado.



Leer más...

El doctor

🌟🌟🌟

 
Al final de Los caballeros de la mesa cuadrada, unos policías anacrónicos entran en escena para disolver la manifestación de tronados medievales a golpe de porra. La broma ha terminado, y ya es hora de que los personajes -y los espectadores que los seguían en sus tribulaciones- vuelvan a la realidad que les espera ahí fuera.

Así es, también, un poco, la vida de todos nosotros: una película de los Monty Python mientras la enfermedad grave no irrumpe en el fotograma. Hay risas y llantos, amoríos y celos. Enredos de vodevil. Pequeñas tragedias que al final tienen una solución o se incorporan a la rutina como una molestia llevadera. La vida, mientras el cuerpo aguanta, y la mente responde, puede ser muy divertida si uno da con las compañías adecuadas, o con la bolsa del dinero. 

Una vida, por ejemplo, como la que lleva Jack MacKee en la película El doctor. MacKee es un cirujano de prestigio, jovial y adinerado, que de momento sólo conoce la existencia del otro lado del biombo, del perímetro laboral de la mesa de operaciones. Del lado correcto del escritorio donde los diagnósticos de enfermedad grave siempre le caen al otro en la cabeza.

    El doctor no es un mal tipo, pero trata a sus pacientes con una frialdad profesional que a veces roza el desacato. No es Gregory House, desde luego, pero la asignatura de deontología le quedó varias veces en la carrera. Guardar una distancia emocional con los pacientes es una práctica saludable, necesaria, pero sólo un paso, un gesto, un broma de mal gusto, separa la prudencia del cachondeo. Jack MacKee no es consciente de ello hasta que una mala tarde de las que anunciaba Chiquito de la Calzada siente un carraspeo en la garganta, acude a su médico de confianza y recibe, esta vez en el lado incorrecto del escritorio, la pedrada de un diagnóstico de cáncer. La broma ha terminado. La masa tumoral en sus cuerdas vocales ha entrado en escena para disolver la película de los Monty Python que se titulaba La vida de Jack, una comedia loca en la que había coches de alta gama, una casa de ensueño, una esposa amantísima y un prestigio profesional que nunca había sufrido una duda o una cornada.


Leer más...

La Zona

🌟🌟🌟

El carbón ya no alimenta el corazón de las centrales térmicas. El cambio climático ha secado los saltos de agua que movían las turbinas. Cuatro hijos de puta se llenan los bolsillos para que los aerogeneradores estén donde no deben o sean insuficientes para responder a la demanda. Un nuevo portaaviones de los americanos se ha plantado en el Golfo Pérsico para subir el precio del petróleo hasta precios inasumibles. Otra vez el barril de Brent por las nubes y otra vez que no nos explican quién coño era Brent, o dónde narices está Brent. 

Acogotado por la crisis energética, el gobierno español ha decidido desdecirse de sus promesas y se ha lanzado a la construcción de centrales nucleares que alimenten nuestros televisores y nuestros cargadores para los móviles, como los franceses y los finlandeses, que por otro lado parecen pueblos muy civilizados, muy razonables, para nada chapuceros como los soviéticos de Chernóbil. España, además, no ha visto un tsunami en su puta vida -lo más parecido la galerna del Cantábrico, o el encabritamiento de Gibraltar- así que el fantasma de Fukushima no asusta demasiado por estos lares del Mediterráneo.

    Hay, por supuesto, debate político, y protestas en la calle, y jóvenes que se encadenan a las verjas de las centrales, hasta que un día -porque esto es España, y no Francia ni Finlandia- alguien se deja el grifo abierto, o la grieta sin reparar, o escamotea la densidad del hormigón para ganarse un sobresueldo y llega el escape fatal en Fukushima de Onís, o en Chernóbil del Narcea, y se monta la de Dios es Cristo.  Y nos hacen una serie con la trama....

Cuando la radiación llega hasta la cueva de la Santina, algunos profetas anuncian el fin de los tiempos, o el regreso de los musulmanes reconquistados. Muchos kilómetros a la redonda se vuelven inhabitables para la fauna humana y animal, convirtiéndose en un agujero negro de Google Maps llamado La Zona. Pasado el primer susto, y acotado el primer perímetro, regresarán al ecosistema podrido las hienas y los buitres, pero no los bichos peludos, ni las aves emplumadas, sino los bípedos andantes que sacan tajada de cualquier desgracia que se presente: los mafiosos de la chatarra, los explotadores del jornal, los contratistas del gobierno, los políticos de la medalla… Demasiados enemigos para el inspector Uría, que no vive sus mejores días en lo personal, y que se arrastra con cara de muy mala hostia por los andurriales .



Leer más...

El nuevo caso del inspector Clouseau


🌟🌟🌟🌟

Por cada persona que va por la vida mejorando los entornos en los que vive -poniendo orden en el caos, raciocinio en la locura, belleza en la fealdad- hay otra, en el otro extremo de la campana de Gauss, que va haciendo justamente lo contrario. Es como un equilibrio de la naturaleza o de las matemáticas. Carlo Cipolla, en su libro inmortal, llamó a las primeras personas inteligentes y las colocó, dentro del eje de coordenadas, en el primer cuadrante de los actos positivos: los que mejoran el mundo al mismo tiempo que se mejoran a sí mismos. A las segundas, Cipolla las definió como estúpidas en el sentido clásico del término, y las colocó en el tercer cuadrante de los números negativos, pues ningún beneficio obtienen para la sociedad ni para sí mismas con sus conductas erráticas o directamente imbéciles.


    Allegro ma non troppo también hablaba de las personas malas, que obtienen su beneficio jodiendo a las demás, y de las personas incautas, que pierden lo suyo para ganancia del prójimo. Aunque el libro pretendía ser un tratado sobre la estupidez humana, Cipolla, al final, conseguía que sus lectores reflexionáramos sobre nuestro papel en la vida. ¿En cuál de los cuadrantes vivíamos nuestras fructíferas o improductivas existencias? ¿Y en cuál íbamos situando a las personas que vamos conociendo en el mundo real o en las películas de nuestras noches? En un análisis superficial, el inspector Clouseau vive en el cuadrante cipolliano de los estúpidos, y es como un Atila vestido de sombrero y gabardina que donde posa su mirada -o su lupa, o su tontuna- arrasa la hierba de cualquier caso a investigar. 

En el otro extremo de la ficción, a la misma distancia del badajo de Gauss, estarían la eficacia superlativa de Perry Mason o de Jessica Fletcher, que además son personajes elegantes y mansedúmbricos. Pero ya digo que esto sólo es un análisis somero. Porque a pesar de todas sus gilipolleces, Clouseau siempre termina por resolver el caso, aunque sea involuntariamente, o de chiripa, y tal vez sea ése, justamente, su talento natural, su librillo de profesional. 






Leer más...

Lady Macbeth

🌟🌟🌟🌟

Cuando algunas mujeres, no hace demasiado tiempo, eran vendidas como ganado para sellar pactos entre los burgueses de la ciudad, o entre los terratenientes del campo, a nadie le importaba que la muchacha tuviera sus propios apetitos sexuales. Su mundo de anhelos valía tanto como el de una vaca lechera, o el de una oveja lanera. Si el marido  terminaba siendo un tipo agradable, y entre ambos nacía algo parecido al cariño o al respeto, la humillación podía sobrellevarse con algo más de alegría. Si el hombre, por contra, como le sucede a esta pobre chica llamada Katherine, era un fulano de mirada aviesa, trato denigrante y nulo deseo, la vida sin pasión, cercenada de raíz, quedaba confinada entre cuatro paredes hasta que la muerte de uno u otro llamara a la puerta. Y la muerte, en aquellos tiempos sin vacunas ni penicilina, era una dama que solía presentarse muy pronto a la cita, indiferente a las súplicas de un cuerpo que no tuvo la oportunidad de gozar ni de ser gozado.


    Katherine, que al principio de Lady Macbeth no es más que una niña arrancada de su hogar, se siente perpleja, y luego, ya directamente, desgraciada. Abandonada por su marido, vigilada por su servidumbre, sermoneada por el párroco que viene a tomar el té de las cinco, siente que todos estos hijos de puta le han robado la alegría de vivir. Pero un día, en las caballerizas, aprovechando la libertad de movimientos que le concede la indiferencia de su marido, Katherine conocerá a Sebastian, un criado mocetón y sucio, musculoso y altivo. Y entre ellos, en unos segundos cruciales que valdrán por una vida entera, nacerá el deseo sexual donde antes sólo había soledad y masturbación. Y el deseo, ya se sabe, por mucho que estemos en la Inglaterra decimonónica de los cuerpos encorsetados ,y de los espíritus constreñidos, es un mar que no conoce puertas. Un magma que abre grietas en el suelo para arrasarlo todo a su paso. El deseo tiene la fuerza inconcebible de una gota de agua aprisionada en una roca: cuando se congela de puro ardor es capaz de reventarla en cien pedazos. Ninguna religión, ninguna cultura, ninguna sublimación de los instintos pudo jamás combatir el deseo cuando éste nace tras la primera mirada. Desatado el primer neutrón, comenzará una reacción en cadena que ya sólo conocerá el estallido de gozo o la destrucción de los amantes.




Leer más...

Black Mirror: Hang the DJ

🌟🌟🌟🌟

En los tiempos en que busqué el amor por internet -porque la vida real era aún más fría que la vida virtual-, di con una afamada web en la que había que rellenar un cuestionario que te ocupaba dos mañanas enteras. Películas y músicas, manías y virtudes, deseos y renuncias… La casa ideal, la noche perfecta, el fin de semana soñado... Tu disposición ante los desafíos, ante las amarguras, ante las menudencias de la vida... El sexo ideal, el número de hijos, la renuncia futura o presente a tenerlos... Llegaba a ser entretenida, esta disección de uno mismo que duraba horas y horas. Pensabas en cosas en las que jamás habías reparado, y surgían inquietudes que llevaban años larvadas en tu interior. Había que desnudarse por completo ante la aplicación, más allá de la piel, hasta las vísceras, y hasta el alma incluso, en un proceso más vergonzoso que desnudarse ante la mujer desconocida.


    Después de este esfuerzo introspectivo, se suponía que un algoritmo muy sofisticado, con muchas letras algebraicas y muchas incógnitas despejadas, te emparejaba con las mujeres más afines de tu entorno cercano. Se suponía que más allá del 70% de correspondencia uno empezaba a sentir el prurito del amor, o al menos el pajarillo de su posibilidad. Luego, por supuesto, nadie contactaba, o si contactaba, se arrepentía en la segunda conversación, atenazada por la duda o por el miedo, y al final todo quedaba en un juego de adolescentes timoratos o gilipollas. 

Charlie Brooker, en Black Mirror: Hang the DJ, ha decidido subsanar este malfuncionamiento. En ese futuro suyo -que esta vez es utópico y no distópico- uno, para encontrar el amor, pone en juego su propia copia virtual: un tipo idéntico, calcado, con las mismas virtudes y los mismos pecados, solo que hecho de bits y no de carne. Mientras el ser humano real ronca su sueño, o cumple con su trabajo, o se entretiene con las películas, allí abajo, o allí arriba, en el mundo paradimensional de las simulaciones, tienen lugar verdaderas batallas afectivas y sexuales entre los usuarios de la aplicación. Los avatares follan, desfollan, se separan, se arrejuntan, se odian y se aman, y después de 1000 convivencias que duran un nanosegundo o un milenio completo, la aplicación elige a la persona con la que tienes altas probabilidades de terminar gozosamente. Pero sólo eso: probabilidades. La tecnología de Black Mirror sólo te facilita la primera cita. Luego todo depende del feeling, de la intuición, de conceptos muy escurridizos y poco manejables donde realmente te juegas las habichuelas del amor.





Leer más...

Todos queremos algo

🌟🌟🌟🌟🌟

Cualquier cosa que hacemos los hombres está encaminada a impresionar a una mujer, o a elevarse por encima de otro hombre para conseguirla. No hay nada más en la vida. Lo demás es guardar colas, tomar alimentos y dormir lo suficiente. 

Para dilucidar estas oposiciones sexuales nos hemos inventado juegos, deportes, desafios, destrezas artísticas. Sentidos del humor. Un medirse las pollas que jamás conoce descanso. Los que saquen la plaza accederán a las mujeres más deseadas; los demás, habrán de ocupar puestos de interinidad y esperar su turno en el banquillo. O conformarse con lo que venga. Entre los hombres - incluso entre la pandilla de amigos más unidos-  todo es una competición soterrada, solapada, que no suele terminar en agresión porque vivimos en sociedad y hay unos señores vestidos de policías que te enchironan si te cabreas. Cuando alguien con más méritos nos birla a la señorita que añorábamos, solo nos queda la envidia, la frustración, la rabia del secundario, y hay quien convierte esto en una neurosis incapacitante o en una obra maestra de la literatura, según el talento de cada cual.

Todos queremos algo viene a ser la segunda parte no confesa de Boyhood. ¿Qué sería del muchacho Mason -nos preguntábamos- cuando llegara a la universidad y se viera rodeado de una caterva de compañeros que sólo piensan en follar? Pues que se perdería en la locura de los primeros días, claro, como todo hijo de vecino, Llevado por las malas compañías frecuentaría los baretos universitarios, los pisos de estudiantas, los descampados de frenética actividad. Aprovecharía los últimos días del verano para conocer los andurriales, repartirse los dormitorios, y sobre todo, medirse la polla con los demás. Y cuando uno dice medirse la polla, el abanico de actividades se hace casi infinito. Esta pandilla de hormonados que rodea a Mason -aquí llamado Jake- probará todos las variantes en apenas dos horas de metraje: desde las más elevadas como la práctica del béisbol o la erudición musical, hasta las más bajas como la ingesta alcohólica o la emulación de Tarzán en los bosques del contorno. 

Todos queremos algo es un episodio de National Geographic sobre la fauna universitaria que se golpeaba el pecho y gritaba sus ardores allá por la era geológica de 1980.



Leer más...