Antes del atardecer
Antes de amanecer
Hit Man. Asesino por casualidad
🌟🌟🌟
- ¿Quieres impresionar a la gente con mentiras?
- ¿De qué otra forma se impresiona?
Así respondía Larry David en su serie a una mujer que cuestionaba su moralidad cuando se trataba de hacerse el interesante. Me acordé de este diálogo viendo “Hit Man” porque la película de Linklater va justamente sobre eso: sobre mentir como estrategia de apareamiento. Funcional a corto plazo, pero problemática cuando el amor empieza a abrir los cajones de la cómoda.
Todo el mundo miente cuando se trata de mezclar los genomas o de fingir que se mezclan. Sólo hay que distinguir las mentiras civilizadas de las mentiras criminales. Las redes del amor están llenas de patrañas y todos los usuarios lo sabemos. Lo que pasa es que hay mentiras que saltan a la vista y mentiras que uno comprende necesarias. También hay mentirijillas, y pequeñas exageraciones, y retoques convenientes de la personalidad. Mienten las fotos y mienten los textos. Sólo los muy guapos y las muy guapas se muestran tal como son y pueden confesar pequeños defectillos. Pero los muy guapos y las muy guapas apenas rondan por ahí. O sí, pero se trata de una broma.
En la película, Gary Johnson es un profesor apocado en la universidad que trabaja en secreto para la policía, pero finge que es un hombre peligroso -nada menos que un asesino a sueldo- para llevarse a la chavala más guapa del ecosistema. Es un error de casting morrocotudo, porque este tío no necesita fingir nada para epatar a las señoritas como Adria Arjona. Somos los demás, los del infortunio genético, los que tenemos que inventarnos personalidades y sensibilidades para medrar.
Adria Arjona, por su parte, también es un sujeto muy interesante para la antropología. Las mujeres de su especie, desde que toman conciencia de su belleza, siempre se van con los tipos más guapos -lógicamente- o con los tipos más canallas del instituto: los chuletas, los macarras, los futuros delincuentes... Es un comportamiento contraintuitivo, pero profundamente biológico. Un instinto de refugio, supongo, tras el salvaje despiadado de la cachiporra.
Boyhood
🌟🌟🌟🌟🌟
Boyhood -como ya saben nuestros amigos de la cinefilia-
es un experimento único que se rodó a lo largo de doce años, con los mismos
actores, y las mismas actrices, aprovechando las coincidencias en sus agendas
laborales o estudiantiles. Cada vez que se juntaban, estos amigos rodaban una
nueva escena del guion, o le sugerían a Richard Linklater una improvisación que
surgía en el tiempo de espera, ligada a sus propias biografías. Nunca hizo
hacía falta caracterizar a nadie para añadirle unos centímetros de más, o quitarle
unos cabellos de menos; para poner pelillos en el bigote o estirar la panza de sus
padres, porque el mismo calendario -que no conoce rival en cuanto al Oscar al
Mejor Maquillaje- ya se encargaba de poner a cada uno en su sitio.
Doce años, exactos, son los que tarda el niño Mason -y en paralelo,
claro, el actor que lo encarna -en recorrer la distancia entre el uso de la
razón y el ingreso en la Universidad. No es casual que la película empiece con
Mason tumbado en la hierba, con seis años, abriendo los ojos como quien
despertara al mundo. Porque antes de los seis años se vive, pero es como si no
hubiera existido nada, un espacio brumoso, sin conciencia, sólo estampas sueltas y recuerdos
confundidos. La última escena de la película es la de Mason mirando al primer
de su vida, arrobado, con una sonrisa de tonto que todos hemos sufrido alguna vez. Este amor será, por supuesto, con el correr del tiempo, el primero que
le parta el corazón y le rasgue las entrañas. Cuando te enamoras por primer vez,
empieza, en cierto modo, la cuesta abajo, y tampoco es casualidad que la película
termine justo ahí, al borde del abismo...
En paralelo a la vida
de Mason, doce años separan la juventud de sus padres del inicio de su
decadencia. En doce años -y muchos lo hemos constatado en la vida real- da tiempo
a casi todo: a divorciarte, a reencontrar el amor, a volver a perderlo, a sufrir un
susto, a engordar, a adelgazar, a quedarte sin energías, a recobrarlas, a
volverte un cínico, a ver cuatro Champions insospechables del Madrid... Y a ver, por supuesto, a nuestros hijos crecer
-madurar, con un poco de suerte. Pero verles, en cualquier caso, abandonar la
infancia y la adolescencia montados en un cohete
espacial, en un rayo velocísimo. Un visto y no visto. Para un niño, doce años
transcurren con la pesadez insondable de doce siglos, pero para sus padres, doce
años son apenas doce minutos en el reloj. Te despistas un momento viendo la
repetición de un gol, y cuando giras la cabeza para comentárselo a tu hijo, ya
no está.
¿Dónde estás, Bernadette?
🌟🌟
La verdad es que últimamente no doy ni una con las películas.
Tengo el instinto cinéfilo adormecido, o gilipollas. Será que el calor no
termina de irse, o que ando asintomático perdido con lo del virus. A saber… Y el
caso es que el instinto cinéfilo es el único que más o menos funcionaba en mi
panoplia. ¿Será esto el principio del fin? Porque si ya me falla incluso esto -la
sabiduría de discernir las buenas películas de las malas- qué será, ay de mí, en el futuro... Un cinéfilo confundiéndose de
películas es como un micólogo confundiéndose de setas: aparte de ser imperdonable, es que te intoxicas, o te vas por la pata abajo, o puedes
incluso morirte si el error es continuado o mayúsculo. Y yo llevo unos días que al
gris tonto de la vida le añado el gris estúpido de la ficción, y ese gris
sobre gris ya sí que no hay quien lo aguante. A ver si me pongo las pilas…
Pero es que se suponía, jolín, que Richard Linklater era un
valor seguro, y que después de aquella tontería patriótica de “La última bandera”
no iba a meter la pata otra vez. Imposible, dos tropezones seguidos en don
Richard, que siempre ha sido de alternar cara y cruz, arena y cal, cagada y
flor. Un plasta, o un iluminado, según como le salga la película, pero siempre
corrigiéndose a sí mismo en la siguiente. Pues no: “¿Dónde estás, Bernadette?”
es otro rollo mayúsculo de guion errático y “buenos sentimientos” que ni la
belleza de Cate Blanchett -¿plagiando su papel en Blue Jasmine?- es
capaz de sostener.
Es que además ya está muy vista, muy manida, la mala prensa de
los superdotados, que en las películas siempre aparecen como inadaptados de la
vida, medio lelos y trastornados. Y no sé, de verdad, a qué obedece esta
tergiversación de la realidad. ¿La envidia, el desconocimiento, las ganas de
enredar? Yo he conocido en la vida real a dos superdotados indudables -un
hombre y una mujer- y a los dos les va de puta madre en sus asuntos. Nada que
ver con la pobre Bernadette, que de inverosímil causa el asombro y casi la risa.
La superdotación de mis conocidos es, precisamente, la que les permite salir airosos de todos sus problemas.
Eligen bien, calan a la gente, no se dejan engañar, viven de puta madre y se conducen por ahí con la
sonrisa del ego subido. La chulería con fundamento. Qué envidia, ostras…
La última bandera
Si mi hijo (que ahora tiene diecinueve años y vive feliz su noviazgo y su despertar a la vida), fuera reclutado para defender la democracia y los valores occidentales en las estepas de Bielorrusia (o sea, las inversiones y las comisiones, los negocios y las putas de lujo, el gas natural y la puta que los parió), y al cabo de unas semanas me lo devolvieran muerto, no como está ahora, alegre y risueño, vivito y coleando, sino muerto, inmóvil y desalmado para siempre, con un tiro en la nuca del bielorruso invadido que lo vio pasar, y regresara dentro de un ataúd precintado para que no podamos ver los destrozos de la bala, y los encargados de estos menesteres me entregaran el cuerpo, o el ex cuerpo, hablándome de su heroísmo, de su patriotismo, de su conducta ejemplar dentro y fuera de los campos de combate, el soldado Rodríguez, ¡el cabo Rodríguez!, con todos los honores y las fanfarrias, las medallas ya colgadas en la pechera del cadáver, la bandera de los borbones envolviendo la carnicería como un papel de estraza donde van los filetes y los mondongos en el supermercado...
Todos queremos algo
Cualquier cosa que hacemos los hombres está encaminada a impresionar a una mujer, o a elevarse por encima de otro hombre para conseguirla. No hay nada más en la vida. Lo demás es guardar colas, tomar alimentos y dormir lo suficiente.
Dazed and confused (Movida del 76)
Dazed and confused. Aturdidos y confusos. Por no decir bebidos y fumados. Así van los chavales y las chavalas del instituto. Parece que no ha pasado el tiempo desde mayo de 1976 porque ahora se llevan los cabellos más cortos, y los pantalones más holgados, pero los adolescentes que yo veo en mi villorrio, celebrando el último día del curso, se parecen mucho a estos que montaban sus movidas en Dazed and Confused. Ellos también se entregan con fervor al primer día del verano. Fogosos y hormonados; alegres y sin rumbo. Ellos también se las apañan para hacerse con unas cervezas en el súper, o en la tienda del barrio, o en el frigorífico de sus mayores, y siempre hay alguno, el más descarriado, que se agencia un porrete del hermano mayor y lo enciende entre el corrillo para que unos activos, y otros pasivos, aspiren el humo y se descojonen de la risa.