La muerte de Stalin

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Lo mismo en Veep que en La muerte de Stalin -que son dos ficciones inquietantes sobre lo que sucede entre bambalinas cuando desaparecen las luces y los taquígrafos- Armando Iannucci hace comedia despojando a sus personajes de cualquier solemnidad. Y con ese truco tan simple, y tan efectivo, le sale un humor de alta categoría, inconfundible, de un color que oscila entre el negro y el amarillo, bilioso, bituminoso, con mucho ácido y mucha mala hostia.

    Iannucci es el niño deslenguado que se atreve a decir que el emperador - o la vicepresidenta, o el jefe de la nomenklatura- también se desnuda cuando nadie lo ve, y se tira pedos, y suelta maldiciones, y se le ve la minga dominga cuando entra al servicio. Iannucci, en sus series, o en sus películas, quita la monda del cargo para enseñarnos la pulpa del hombre, o de la mujer, y le salen unas criaturas espontáneas, débiles, trapaceras. Despojadas de pompa y de circunstancia. Tan humanos o tan simiescos como usted o como yo, soltando sus tacos, sus chiquilladas, sus meteduras de pata. Sus chistes malos y sus ocurrencias idiotas. Igual de listos o de estúpidos, de eficaces o de chapuceros. Tan interesados como cualquier otro en llenar la panza, en follar, en escaquearse del trabajo cuando se levanta la sesión en el Parlamento, o termina la reunión extraordinaria del Politburó.

    La gente que dirige nuestros destinos no pertenece a otra raza, ni a otra especie, a no ser que nos creamos la tontería supina de los reptilianos. Simplemente progresan porque tienen menos escrúpulos, o un ego que no les cabe en los pulmones. Son muy poco solemnes cuando nadie los mira. Ellos también maldicen, cagan, le desean desgracias y pesares al prójimo. La solemnidad es una farsa que los poderosos, como los curas, o como los fantoches, representan ante la gente cuando hay que inaugurar una carretera o asomarse a un balcón para dar la bendición o anunciar la revolución. Pero luego, cuando vuelven a la intimidad de sus gabinetes, o de sus salones, me los imagino más bien como los retrata Iannucci, tan parecidos a las personas de la calle que cualquier semejanza con personas verdaderas, vivas o muertas, no es pura coincidencia.




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Joy Division

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No es la primera vez que oigo hablar del mítico concierto de los Sex Pistols en Manchester, en 1976. Un puñado de iniciados acudieron a la cita llevados por la curiosidad, y también por las ganas de gamberrear un poco, a ver si volaban botellas y escupitajos como anunciaba la publicidad. Pero luego salieron de allí iluminados, investidos de una labor de apostolado, como los discípulos de Jesús tras la Última Cena. Pensando que si estos londinenses cutrísimos, que rasguean los instrumentos en vez de tocarlos, y berrean en lugar de cantar, son capaces de producir semejantes emociones, qué no harán ellos, que saben un poco más de melodías y de composiciones. Aunque no mucho más… Algo así como aquellos madrileños que asistieron a los primeros conciertos de Kaka de Luxe y regresaron a sus garajes de ensayo, y a sus locales de reunión, estimulados por el ejemplo de aquellos pioneros de la Movida que tenían más voluntad que talento. Más desparpajo que otra cosa.


    El punk de los Sex Pistols  puso a los chicos de Joy Division -y a muchos más- en el recto camino de los tiempos, aunque ellos prefirieran transitar otras carreteras. El famoso concierto resuena como un aldabonazo, brilla como una revelación. Llegarán a compararlo con un monolito de Stanley Kubrick rematado en una cresta de colores. La enseñanza de los Sex Pistols no es musical, sino programática: hay que gritar. Con exabruptos, o con poemas, eso a gusto de cada cual. Cantar al inconformismo y a la rebeldía, y la puta que los parió a todos, como se ha hecho siempre, desde que el mundo es mundo y el rock es rock. Porque el tiempo feliz que vino tras la II Guerra Mundial se está terminando. Margaret Thatcher está a punto de iniciar una contrarrevolución que se verá refrendada en las urnas ( a veces la democracia tiene algo de suicidio colectivo, de locura compartida). Con este invento rescatado de la Antigua Grecia, los poderosos ya no tienen que desenfundar sables ni pasear tanques por las calles: sólo meter miedo para que la gente se traicione a sí misma en la papeleta. Del suicidio de la clase obrera vino la mugre de Manchester, el desencanto y la mala hostia. La explosión musical. El talento desbordado y fructífero. Y al final del camino, como cerrando el círculo, el suicidio del poeta.





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Buscando a Eric

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Quizá yo también necesite un futbolista imaginario que camine a mi lado para escuchar mis congojas y revitalizar mi ego malparado: "yo lo valgo, soy la hostia, me lo merezco -como Michel metiendo su hat-trick contra Corea del Sur-" y autoengaños así que restauren mi paz y mi equilibrio. Yo también necesito un futbolista que me inspire, que me susurre pequeños trucos. Un muerto, o un holograma viviente, en mi locura definitiva. Ninguno va a venir en carne y hueso a hacerme el coaching pudiendo estar con su señora espectacular en las Maldivas, o de cancaneo en Miami, o en Ibiza, que es donde seguramente estaba Eric Cantona mientras su cuerpo astral salvaba el orgullo y quizás la vida de este pobre cartero retratado por Ken Loach.

    Busco en mis recuerdos a un futbolista carismático, legendario en mis adentros, que me sirva de holograma, pero descubro que en realidad nunca he admirado a ninguno más allá de sus proezas con el balón, o de sus respuestas sabias ingeniosas –rara avis- a las preguntas idiotas de los periodistas. Yo, como todo hijo de vecino, coleccionaba cromos, láminas, revistas del asunto, pero nunca tuve el póster de un futbolista adornando mi habitación. O no uno, al menos, como ése gigantesco de la película, a tamaño natural, de Eric Cantona con la casaca del United y las solapas negras subidas, en la habitación del cartero ya casi cincuentón.

    He tenido alineaciones del Real Madrid, muchas, de cuando las cinco ligas consecutivas, o de las primeras Copas de Europa de esta nueva remesa triunfal. Me va más lo coral, la labor en equipo. Sí tuve -ahora lo recuerdo- una pequeña lámina de Emilio Butragueño celebrando con gesto modesto, con la mano apenas levantada, uno de sus cuatro goles a Dinamarca en el Mundíal del 86, en Querétaro, en el estadio de La Corregidora, un pequeño homenaje al 7 del Madrid y una tocadura de cojones dedicada a mi padre, que bramaba antiespañolismos y antimadridismos muy de la lucha antifranquista cada vez que el Buitre sobrevolaba con éxito el área de los vikingos. 

    Pienso en él, en Emilio Butragueño, como posible terapeuta de mis desgracias, como posible guía de mis laberintos, pero no termino de creérmelo del todo. Yo necesito un Eric Cantona exigente, bravío, que me dé golpes en el pecho y sopapos en la cara, si fuera menester. Y yo no veo a don Emilio en tal tesitura. Yo necesitaba a un Fernando Redondo, a un Uli Stielike, a un José Antonio Camacho, tipos rudos que dieron y recibieron patadas a troche y moche. Especialistas del cuerpo a cuerpo, bragados en la  vida. A un Juan Gómez Juanito, que quedaría de puta madre en mi película, de fantasma consejero, con el gracejo andaluz y la mala follá, y las mil anécdotas que contar. Qué pena que se nos fue, en aquella puta madrugada. Illa, illa, illa…





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El cartero (y Pablo Neruda)

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Con cuarenta años en el pasaporte, Mario, el pescador que en sus ratos libres hace de cartero a ver si liga algo más vestido de gorra y uniforme, está a punto de conformarse con la primera lugareña que acepte su exiguo patrimonio: una barquichuela para pescar y la covacha encalada que aún comparte con su padre. Mario es un soñador, un simplón, un analfabeto al que se le está pasando el arroz de la reproducción y los orgasmos vigorosos. Un buen tipo en verdad, un hombre atento y responsable, pero indetectable al radar de las mujeres, que rastrean otras zonas del cielo más cercanas a la belleza. Otras opciones genéticas en la oferta menguada del islote napolitano.

    Mario, como Dante, vive enamorado de Beatrice, la tabernera, la mujer más bella del villorrio, una morenaza volcánica que luce un cuerpo de mareo y una mirada de derretirse. Beatrice lleva años espantando moscones autóctonos y moscones foráneos que bajan de los ferrys. En parte porque los insectos no la interesan, tan zafios, tan sudorosos casi siempre, en esa isla sin agua corriente que abastecen los barcos cisterna. Y en parte, también, porque su madre, la dueña del negocio, la vigila atentamente, sabedora de que esa entrepierna es el anzuelo irresistible para pescar un marido de postín, un yerno de los que poder presumir en la misa del domingo.

    Cuando termina sus faenas pesqueras y sus trasiegos postales, Mario ronda la taberna, cruza miradas infructuosas con su amada... Pero Beatrice no le hace caso, y la madame le sirve los vinos dando un golpetazo de advertencia sobre la barra: vete de aquí, zarrapastroso. Así que no hay nada que hacer. Sólo esperar que otro afortunado se lleve el premio gordo de la Lotería. Pero el señor gordo de la Lotería, el poeta inmortal, le va a caer del Cielo a él. Pablo Neruda, el vate del amor, el tipo que saca un lapicero y las vuelve locas con un par de metáforas y un puñado de rimas asonantes, se ha establecido a pocos kilómetros del pueblo, peñas arriba. Y Mario tiene que llevarle el correo todos los días: los obsequios de los que le quieren y los requiebros de las que le aman. Mira que había sitios en Europa, en Italia, donde Pablo Neruda podía hacer estación en el vía crucis de su exilio, pero ha ido a caer justo en el pueblo de Mario Ruoppolo, que está cerca de Nápoles, a un brazo de mar, pero a mil jodidas millas del progreso y del mundo de los literatos.

    A mil jodidas millas metafóricas estaba también Mario de Beatrice, tan insignificante el uno, tan hermosa la otra, pero ninguna distancia es insalvable para la poesía mágica de don Pablo, que le prestará algunos versos a Mario para que vaya seduciéndola a la espera de que llegue la poesía propia: el rumor del mar, y el vértigo de los acantilados.  






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Tierra de Dios

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Cuando se trata de una película de amor entre homosexuales, los críticos siempre celebran que se explicite lo que antes sólo se intuía o se mostraba desde lejos. Y en eso, la verdad, hay que reconocer que ya casi da lo mismo leer la prensa de izquierdas que la de derechas. Existe un consenso -muy poco anabotellesco, por cierto- en que el amor heterosexual vaya cediendo cuota de pantalla para mostrar otras realidades que nos acompañan desde que el monolito de Pumares descendió sobre la Tierra. Que viva el amor, y abajo las fronteras, y que se alborocen los reprimidos...

    Pero una película de hombres que se aman o de mujeres que se desean no siempre está a la altura de sus intenciones. Los críticos, sin embargo, tan preocupados en dárselas de ecuménicos, o de molones, a veces parecen obviar este detalle. Se ponen tan comprensivos con el hecho diferencial que confunden la gallardía con la pericia, la intrepidez con el talento. O eso, o tienen miedo de meter la pata y de ser malinterpretados por los Vigilantes de la Red. Saben que siempre hay desnortados, y desnortadas, que se toman una crítica del continente por un ataque al contenido.  Un adjetivo contrario a la película por un insulto al orgullo malherido del colectivo.


    Tierra de Dios, por ejemplo, por mucho adjetivo que le regalen en las columnas, es una película muy aburrida. Extendida hasta el bostezo. Valiente, sí, y explícita, también, pero gélida como el paisaje que retrata. Y además ya estaba hecha de antes: es Brokeback Mountain a la británica, rodada en los apriscos neblinosos de Yorkshire. Con un pastor vernáculo y otro rumano que venía a ganarse el pan. Hace unas pocas semanas, en otro rincón del Reino Unido, en Weekend, otra pareja de homosexuales protagonizaba una película conmovedora, de las que dan vueltas en la cabeza durante varias horas, después de terminar. Hoy, en los apriscos, me he quedado dormido un par de veces mientras Johnny y Gheorghe cruzaban las miradas y traducían bien los sobreentendidos.




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Fantástico Sr. Fox

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El fantástico señor Fox es el zorro más listo del bosque. Pero la sufridora, la que tiene que aguantar sus tonterías, sus meteduras de pata, es la señora Fox, también muy fantástica a su modo. En el fondo, deshuesada y cubierta de pelos, Fantástico Sr. Fox es la versión animada de las andanzas de Hank Moody en Californication, sólo que no sexuales, sino del latrocinio en los gallineros, con otra esposa que comprendió demasiado tarde que la gente no cambia, y mucho menos los machos con inquietudes.



    Cuando la señora Fox se casó con él, Mr. Fox era un animal irresistible, la pieza más codiciada para todas las zorras del bosque. Y  también para los zorrones. El tipo que se colaba en todos los gallineros y salía indemne de los escopetazos. El mejor proveedor de carne para formar una futura familia. Y guapo, el jodío, muy alto, con mucho porte, con una labia de las que erizan el vello y secuestran la atención. Un zorro de los que se agachan para recoger una flor y luego te la regalan mientas te pellizcan el culo. Un encanto. El mejor partido de los contornos. Un novio para presumir, y un marido para fardar. Pero con el paso de los años, un dolor de cabeza permanente. Porque el zorro alfa -como el macho alfa de los humanos- nunca abandona su posición privilegiada en el abecedario. Puede contenerse, disimular durante algún tiempo, darse un barniz de contención doméstica. Pero en su naturaleza está siempre el dar la nota. Hacer de vez en cuando una demostración de valentía, de chulería, para seguir marcando el territorio. Para alimentar el ego que no les cabe dentro de la piel.

    Mr. Fox lleva años guardando las formas, fingiendo ser un padre ejemplar y un marido intachable. Y ya está un poco cansado del papel. Se mira al espejo y no se reconoce. En cierto modo, se avergüenza de sí mismo. Así que una noche, mientras su señora duerme, vuelve a las andadas de robar en los gallineros, y de zascandilear entre los humanos, a sentir de nuevo el subidón de la adrenalina, y el orgullo del puto amo…



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La librería

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Si yo quisiera abrir una librería en esta pedanía remota del ayuntamiento provinciano, los vecinos pensarían, simplemente, que me he vuelto tarumba. La última boutade del maestro que hace veinte años llegó de la capital. Me mirarían raro, pero me dejarían hacer. En el fondo no son mala gente: sólo extraños para uno. Y uno para todos.  

El primer día se asomarían por curiosidad, sin poner los pies dentro del local, como si el suelo fuera a darles una descarga eléctrica. Como haría yo, sin ir más lejos, si alguien montara un sex-shop junto a la panadería de la señora Tomasa. Mi vecinos, por la librería, asomarían la boina, o la punta de la cachava, y me saludarían cortésmente antes de salir pitando a sus asuntos del regadío, o de la poda de los árboles. Quién coño iba a comprar un libro en un pueblo en el que nadie lee. En el que además no es necesario leer porque aquí triunfa la sabiduría ancestral del huerto cultivado, del árbol frutal, de las viñas que producen su uva con la regularidad de los siglos. Y buenos chalets que se gastan, y unos todoterrenos de la hostia, y unas motos del copón para los hijos, estos supuestos iletrados. Y buenos pisos para las hijas en la capital, y buenos ahorros para irse de mariscada quince días a Galicia cada verano. El dinero cae de los árboles por estos pagos y todo el mundo se siente satisfecho con la vida. No hace falta leer ningún libro para sentirse realizado. Para qué demonios los perifollos de los poetas, o los circunloquios de los filósofos.  El último libro expuesto al público que se vio por estos lares fue la guía telefónica, de gran utilidad en aquellos tiempos de teléfonos sin agenda y sin internet.




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Un dios salvaje

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Lo dice un personaje de la película, y yo firmo al pie de su declaración: todos somos unos hijos de puta con muy mal genio. Es verdad que él lo dice después de pegarse dos lingotazos de buen whisky, uno de  malta, por cierto, añejado 18 años, un lujo que no está al alcance de cualquiera porque esto va de cuatro burgueses que discuten sobre qué hijo pegó primero al hijo de los otros y viceversa. Ya se sabe que sólo los niños y los borrachos dicen la verdad, y a falta de una máquina del tiempo que nos devuelva a la niñez, nos agarrarnos al alcohol -unos a diario, otros más de vez en cuando- para confesar obviedades que en estado sobrio preferimos disimular.


    Sí, todos somos unos hijos de puta con mal genio, y sólo tienen que encontrarnos el resorte para que la mala hostia salga de la caja impulsada por un muelle. Cada uno tiene su punto débil, susceptible, a veces en el talón de Aquiles y a veces en un lunar de la espalda. Lo tocas y se viene abajo el disfraz de la cortesía, para quedarnos desnudos con nuestros exabruptos de simio cabreado. Bienaventurados los mansos, dijo Jesús en aquel sermón de la montaña que los Monty Python no lograban escuchar con claridad. Bienaventurados porque heredarán la tierra, decía él, pero supongo que se refería al ideal de concordia que reinará sobre el mundo cuando la transición del mono al hombre se haya completado. Dentro de mucho tiempo, presumo, al paso que va la burra evolutiva…

    Hasta entonces, seguimos en guardia, sonrientes pero tensos, educados pero recelosos, porque un dios salvaje habita dentro de nosotros. Uno que menos mal que suele estar bastante dormido, o despistado con el fútbol, hasta que le tocan los cojones con algún asunto muy particular. Entonces nos sucede lo mismo que a estos dos matrimonios de la película: que pierden la compostura, que se aflojan la corbata, que se sueltan la blusa, que desenrollan la lengua y dejan que el sol salga por Antequera. O por Nueva York. 

    Y nuestros hijos, ay, son el resorte casi universal. El que nos hace saltar a la mínima, si los acusan de algo, o si los extraños les ponen en cuestión. Es un reflejo biológico que tiene muy mala rienda, por muy racionales que nos pongamos.




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