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La vida de Brian

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La penúltima vez que vi “La vida de Brian” lo hice al lado de una mujer que no se reía con los chistes. O no los entendía o no le hacían ni puñetera gracia. Ella sólo era un año menor que yo pero es como si perteneciera a otra generación o a otro universo. De hecho, casi procedía de otro universo.

Aquella fue una experiencia no compartida, muy poco catártica, que me costó varias noches sin sexo porque ella descubrió que nuestros sentidos del humor eran muy diferentes, y que después de todo, a pesar de las gafas de pasta y del rollo macabeo, yo no era el intelectual de altas miras que ella se pensaba. Yo se lo había advertido desde el principio, pero ella prefirió sentirse como Marilyn Monroe abrazada con Arthur Miller. 

Mientras yo me partía el culo con los Monty Python, ella sonreía por educación y me miraba de reojo considerando que quizá se había equivocado en la elección. Yo notaba su decepción y empecé a reírme cada vez menos, sofocando mi yo verdadero y mi espíritu burlón, lo que suele ser fatal para el índice de colesterol. Creo que el chiste de Pijus Magnificus e Incontinencia Suma fue el comienzo de nuestro lento pero imparable declive. El momento exacto donde la magia se rompió.

Mi hijo, por poner otro ejemplo, tiene veinticinco y tampoco entendería casi nada si un día -es un decir- viera conmigo “La vida de Brian”. Él se educó en colegios públicos y apenas tiene cuatro conceptos sobre la Historia Sagrada y sobre la vida particular de Jesús de Nazaret. No entendería ni el contexto histórico ni la gramática del latín. Pero mi amor de entonces tenía casi cincuenta años y se había educado en la misma fe cristiana de nuestros mayores, y yo no entendía muy bien su desapego por las bromas geniales de los Python. Y claro: también empecé a mirarla de reojo.

A media película ella se inventó un malestar y tuvimos que dejarla a la mitad. Prometimos retomarla una noche cualquiera de las muchas que gozan los amores eternos. Pero las promesas de la cinefilia, como las del amor, se las lleva el viento del desierto. Fue una pena, pero hay que mirar siempre el lado luminoso de la vida.




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Monty Python: Almost the Truth


🌟🌟🌟🌟🌟

Mucho antes de que se inventara el correo electrónico ellos ya habían patentado el spam. Eran unos genios. Los Python también nos desvelaron el sentido de la vida, que al final, la verdad, tampoco era nada del otro mundo: sólo ser amables con los demás y pasear y divertirse. Ellos nos enseñaron a mirar el lado luminoso de la vida cuando las cosas vienen jodidas de verdad. Además de humor escribían libros de autoayuda. Los Python inventaron la máquina que hace “¡ping!” y nos dejaron el número cómico más descacharrante de la historia. Porque todo esperma es sagrado, sí, aunque cada uno lo entienda a su manera.

Creo que de seis ya sólo quedan cuatro. Se nos han hecho muy mayores. Antes, cuando se moría un famoso de la farándula, te enterabas muy rápido gracias al periódico de papel. Ibas a la sección de cultura y ahí estaba su obituario. Llevar la cuenta era muy fácil. Pero ahora, con el periódico digital, tienes que despellejarte el dedo haciendo scroll para llegar a esas noticias tan importantes, abriéndote paso entre la inmundicia política y la guerra de los sexos. Cuando se murió Terry Jones no me enteré y me jodió bastante mi propia deslealtad.

De todos los personajes históricos que nunca fueron pero podían haber sido -el quinto Beatle, el decimotercer apóstol, el sexto integrante de la Quinta del Buitre- a mí me hubiera gustado ser el séptimo miembro de los Monty Python. Hubiera dado, no sé, uno de estos huevos improductivos. O los dos. Para eso tendría que haber nacido británico, o americano de Minnesota, y estudiar en Oxford o en Cambridge una carrera de alta consideración. Ser la hostia de inteligente, y de ocurrente, y de ególatra también. Ya digo que es un sueño que yo tengo. 

Hubiera vendido mi alma por sentarme a su lado en un escritorio redondo -o en una mesa cuadrada- y colaborar en los sketches y en las paridas. Haber viajado con ellos a las Bahamas cuando llegaba la crisis creativa. Discutir con muy malas pulgas aspectos del guion o del vestuario. Amasar unos cuantos millones con los contratos y los royalties. Y luego, ya en el semiolvido, desvelar algunas maldades y nostalgias en las entrevistas muy jugosas de un Blu-Ray.





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Monty Python's Flying Circus. Temporada 1

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En 1969 se hacía un humor más libre y corrosivo que ahora. Los Monty Python son una utopía humorística que vivió en el pasado pero que parece llegada del futuro. Vivimos una época oscura y gazmoña. Sobre todo en España, que es tierra de reconquista puritana. La Iglesia y la progresía han firmado un pacto germano-soviético para repartirse nuestros pecados.

Ahora, como en la Edad Media, hay que refugiarse en antros para reírnos de los meapilas y de los poderes establecidos. Pero eso sí: vigilando la puerta siempre de reojo por si aparece el brazo armado de la Inquisición.

En pleno siglo XXI, el “Monty Python’s Flying Circus” sería carne de cancelación y de bronca parlamentaria. Un proyecto inviable. Los Python se pasarían media vida en los juzgados respondiendo a las demandas de los Abogados Cristianos, de las feministas almorávides, de las minorías ofendidas... De los sindicatos policiales y de los lameculos de la Corona. De los tontos del pueblo y de los listos de la ciudad. Seríamos cuatro gatos los devotos, pero cuatro gatos muy entregados. Apenas les daríamos para comer.

Los Monty Python perpetraron en la BBC lo que nadie podría hacer hoy en día en TVE. En la disyuntiva entre ofender o no ofender, prefirieron no respetar a nadie. Es lo suyo. Si acaso, por presiones de la cadana, salvaron a la monarquía, de la que seguramente se reían en privado porque eran seis tipos muy cultos y leídos. “La Revuelta” de David Broncano, en comparación, es tan inocente como el “Barrio Sésamo” de mi infancia. En realidad sólo se meten con Pablo Motos y hacen chistes sobre drogas. Todo lo demás es anatema o dobles sentidos muy forzados. 

En 1969, en el Reino Unido, podías reírte de los policías estultos como había hecho Charles Chaplin cincuenta años antes. No había una Ley Mordaza como ésta que sigue vigente por aquí. Podías reírte del estamento militar, de los arzobispos anglicanos, de los paletos de pueblo, de los inversores de la City, de los progres desnortados. También de los funcionarios tristes como yo. No pasa nada. Vamos todos en el mismo barco, sin rumbo fijo, amedrentados por la vida y siempre salvados por la risa. 




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Justo antes de Cristo


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Los romanos que vivieron justo antes de Cristo también decían cosas como “me pica un huevo esta mañana”, o “me cago en los dioses”, “o qué buena estás con la túnica, Emilia Claudia”. Parece una perogrullada, sí, pero salvando a los enemigos de Astérix, y a la corte de Pijus Magnificus en La vida de Brian, todos los romanos conocidos salen envarados en las películas, y en las series, los péplums lamentables que ya nadie ve ni en Semana Santa. Romanos que nunca cagaban ni meaban, ni carraspeaban cuando iniciaban el discurso, siempre impolutos en sus trajes militares o en sus togas del Senado, departiendo en latín literario, impecable, de precisión militar o burocrática, lisonjeando a las damas con poemas de Lucrecio o de Virgilio que ahora serían el descojono de las chicas del instituto. Personajes teatrales y muy poco terrenales que en realidad nunca nos creímos; ya no sólo distantes en el tiempo, sino también habitantes de otro sentido común, casi de otra especie humana que dejó acueductos enormes como legado histórico, y no puntas de hueso en las cavernas de la cordillera.



    Los creadores de Justo antes de Cristo han visto en la desacralización de los romanos, en su humanización puesta al día, un filón humorístico para que los abonados de Movistar + -que somos los únicos que vamos a ver la serie, y no todos, visto lo visto- nos descojonemos de la risa y nos reconciliemos con nuestros tatarapasados. Aquí todos llevamos sangre del Lacio en las venas, en mayor o menor proporción, y conozco a más de un norteño que fantasea con ser descendiente del mismísimo Augusto que vino a combatir a los cántabros, y fue dejando bastardos imperiales en que cada ciudad que fundaba, o en cada campamento que levantaba. 

    Lo que pasa es que la serie sólo tiene gracia  en su primer episodio, y pasada la tontería de ver a los romanos hablando como humanos del siglo XXI, el resto es como encontrar un trébol de cuatro hojas entre otros muchos que sólo ofrecen tres: alguna gilipollez que no compensa el esfuerzo de ir todo el rato agachado, con la vista en el suelo, descartando brotes insustanciales… Los tgéboles, que hubiera dicho el gran Pijus.






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Los caballeros de la mesa cuadrada y sus locos seguidores

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Los caballeros de la mesa cuadrada son una pandilla de enajenados que se han escapado del frenopático. Tal vez celebraban allí una fiesta de disfraces y aprovecharon un despiste de los celadores. O quizá los contrataron para una recreación histórica de los tiempos medievales, en las fiestas del pueblo, y se dieron a la fuga cuando sus vigilantes fueron convidados al vino español con tortilla de patatas. Quién sabe. El caso es que ahora los chalados campan a sus anchas por las campiñas, siguiendo al loco principal que se cree el rey Arturo en busca del Santo Grial, y enardecidos por la libertad recobrada, y metidos hasta el fondo en su papel de caballeros, van repartiendo mandobles y asesinando inocentes contemporáneos que se acercaban al espectáculo con curiosidad. En la película dan mucha risa, sus chaladuras, pero en la vida real había dos inspectores de Scotland Yard que los perseguían como si esto fuera la tercera temporada macabra de True Detective.





    Ahora mismo, en nuestro país, hay otros caballeros de la mesa cuadrada que también andan por ahí de cruzada, de reconquista, anacrónicos y peligrosos. No se han escapado de ningún manicomio, sino de un think tank conservador donde se planifican las estrategias electorales, y se crean partidos políticos que responden a los miedos del momento. Estos caballeros españoles son la mesa ovalada, porque ellos hablan de echarle huevos a todo mientras se manosean los mismísimos en actitud desafiante, machoibérica, falangista de toda la vida. Y no van armados con yelmos y espadas comprados en el rastrillo del domingo, sino con pistolas de verdad, y con escopetas de cazadores, y a veces hasta manejan metralletas que les prestan sus amigos de lo castrense Y aunque de momento sólo las exhiben para hacerse los duros o para asesinar a los pobres conejos, la parafernalia paramilitar causa mucho acojono entre el personal. Estos tipos son muy listos, y están muy preparados, pero viven en una edad mental de hace mil años, y eso no hay de test de inteligencia capaz de medirlo ni de valorarlo. Ajenos a todo lo que ha sucedido desde el Renacimiento hasta ahora, ellos siguen guerreando contra el moro, legislando contra la mujer, escupiendo al que no habla en cristiano... La gente les vota porque ahora lo importante ya no son los servicios públicos ni las distribuciones de riqueza, sino que Puigcerdá -por poner un ejemplo- siga perteneciendo a la Unidad de la Patria.


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La muerte de Stalin

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Lo mismo en Veep que en La muerte de Stalin -que son dos ficciones inquietantes sobre lo que sucede entre bambalinas cuando desaparecen las luces y los taquígrafos- Armando Iannucci hace comedia despojando a sus personajes de cualquier solemnidad. Y con ese truco tan simple, y tan efectivo, le sale un humor de alta categoría, inconfundible, de un color que oscila entre el negro y el amarillo, bilioso, bituminoso, con mucho ácido y mucha mala hostia.

    Iannucci es el niño deslenguado que se atreve a decir que el emperador - o la vicepresidenta, o el jefe de la nomenklatura- también se desnuda cuando nadie lo ve, y se tira pedos, y suelta maldiciones, y se le ve la minga dominga cuando entra al servicio. Iannucci, en sus series, o en sus películas, quita la monda del cargo para enseñarnos la pulpa del hombre, o de la mujer, y le salen unas criaturas espontáneas, débiles, trapaceras. Despojadas de pompa y de circunstancia. Tan humanos o tan simiescos como usted o como yo, soltando sus tacos, sus chiquilladas, sus meteduras de pata. Sus chistes malos y sus ocurrencias idiotas. Igual de listos o de estúpidos, de eficaces o de chapuceros. Tan interesados como cualquier otro en llenar la panza, en follar, en escaquearse del trabajo cuando se levanta la sesión en el Parlamento, o termina la reunión extraordinaria del Politburó.

    La gente que dirige nuestros destinos no pertenece a otra raza, ni a otra especie, a no ser que nos creamos la tontería supina de los reptilianos. Simplemente progresan porque tienen menos escrúpulos, o un ego que no les cabe en los pulmones. Son muy poco solemnes cuando nadie los mira. Ellos también maldicen, cagan, le desean desgracias y pesares al prójimo. La solemnidad es una farsa que los poderosos, como los curas, o como los fantoches, representan ante la gente cuando hay que inaugurar una carretera o asomarse a un balcón para dar la bendición o anunciar la revolución. Pero luego, cuando vuelven a la intimidad de sus gabinetes, o de sus salones, me los imagino más bien como los retrata Iannucci, tan parecidos a las personas de la calle que cualquier semejanza con personas verdaderas, vivas o muertas, no es pura coincidencia.




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Brazil

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Brazil es la versión muy particular que hizo Terry Gilliam de 1984, la novela de George Orwell. Mientras Michael Radford rodaba su versión canónica y aburridísima, Gilliam se dejaba llevar por su desbordante imaginación y se las tenía tiesas con los productores de la película, que estaban convencidos de haber financiado a un verdadero demente. Gilliam se meaba en los presupuestos, en la taquilla, en el happy end de la borregada, siempre a medio camino de la genialidad y del borderío irresponsable.

    A Gilliam se la soplaba la distopía política, la reflexión sesuda sobre el soviefascismo que nos aguardaba. Para Gilliam, la pesadilla de 1984 era el marco perfecto para contar una historia de amor imposible. El amor de Sam Lowry tenía que ser como la flor que brotaba entre tanta miseria moral y tanto sueño secuestrado. 

    En el mundo real de Brazil se escucha el desfilar de los soldados, el ajetrear de la burocracia, el carcajeo histérico de las señoritingas. Es una cacofonía desquiciante y deshumanizada. Sin embargo, en los sueños de Sam, siempre suena Aquarela do Brasil en el hilo musical, y en el cielo despejado, azulísimo, brasileiro por antonomasia, él se transforma en un ángel alado que respira la libertad muchos metros por encima de su empleo funcionarial, de su existencia sin alegría. Un ángel enamorado que vuela en pos de su mujer amada, otro ángel de cabellos rubios que se le ofrece ingrávida y semidesnuda, envuelto en gasas que su deseo habrá de retirar con suma delicadeza...


    Así transcurre la vida miserable de Sam Lowry, el hombre gris a la luz del día, el Ícaro enamorado en la oscuridad de la noche, hasta que un día, en su quehacer laboral, conoce a Jill Layton y se queda boquiabierto al descubrir que ella -no poéticamente, no metafóricamente- es la mujer que aparecía en sus sueños. Sam se cree afortunado, elegido para una nueva vida de felicidad. ¿Cuántas veces los sueños de amor se hacen carne exacta, literal, como concedidos por un santo benefactor, por un genio de la lámpara maravillosa?

Pero, Sam, el pobre, todavía no sabe que Brazil es la historia de un hombre que vivía tan ricamente, se enamora de la mujer que no debía, y asiste, desquiciado, y torturado, al espectáculo escatológico de su vida yéndose por el retrete.



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Un pez llamado Wanda


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    En el documental sobre la vida, obra y milagros de los Monty Python titulado Almost the Truth, todos rajan un poco de todos cuando rememoran los viejos tiempos. Son pequeñas collejas, delicados pellizcos, que quizá no van a más porque aquí todo el mundo -salvo Terry Gilliam- es un caballero británico educado en Oxford o en Cambridge. Lo cierto, sin embargo, es que todos iban bastante a su bola, y que sólo apremiados por los productores se reunían en torno a una mesa para discutir ideas y rebajar egos. Los Python tenían personalidades que a veces chocaban, inquietudes que no siempre coincidían. Sueños más o menos secretos de montárselo de otra manera, o en solitario, para no encasillarse en el papel de payasos eternos. Idle soñaba con hacer musicales; Gilliam con rodar sus propias chifladuras; Palin se consideraba infravalorado como actor; Jones era un pequeño dictador detrás de la cámara; y Chapman, el fallecido, se pasaba las horas entre brumas alcohólicas y resacas pesarosas.



    Pero la voz más discordante es sin duda la de John Cleese. Cleese utiliza ironías muy finas y sonrisas muy amables para atizar el fuego del descontento, pero no puede disimular su incomodo por muchas cosas que rodó a su pesar. Era, probablemente, el miembro más reconocible de los Python, por su estatura, por su currículum paralelo. El más ganso de todos -junto a Palin- cuando había que dar el do de pecho de la astracanada. Quizá se vio minusvalorado, encerrado en una jaula de oro, como el famoso loro del gag inmortal. Y quiso volar.



    Cuando los Python decidieron que ya no más, como en la canción, Cleese fue el actor más prolífico de todos. Hizo comedias, dramas, westerns, pero casi todo fue cayendo en el olvido del cinéfilo desmemoriado. Todo salvo Un pez llamado Wanda, que fue un proyecto muy personal en el que Cleese puso guión, actuación y parte de la dirección. Un pez llamado Wanda es una película ochentera, alocada, de músicas rumbosas metidas con calzador. Tiene momentos memorables y momentos catastróficos. El tiempo empieza a erosionarla. Cleese se lo curra, se lo monta, y nuestra simpatía está con él porque no es fácil sobrevivir a los Python. También anda por allí Michael Palin, de ex Python invitado, haciendo el ganso una vez más. Recuerdo que la publicidad de la época nos vendió Un pez llamado Wanda como "la vuelta de los Monty Python". Hay que tener poca vergüenza, con sólo un tercio del personal. Fuimos a verla como tontos y aun así nos lo pasamos de rechupete, con mucha risa, y mucho ojo dislocado en el escote de Jamie Lee Curtis. Pero aquí, el que cortó el bacalao, el que se llevó las carcajadas, el que ganó un premio Oscar meses después, fue Kevin Kline. Ni Pythons ni hostias en vinagre. Kline se come todas las escenas como se comió los peces del acuario. A Wanda incluido. Si Cleese quería lucirse, se equivocó de partenaire. Le salió un robaescenas como en los tiempos de los Python. Una vez más en segundo plano, y diluido. 


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El sentido de la vida

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Qué mejor día que el cumpleaños de uno mismo para buscarle un sentido a la vida. Cuando no es 16 de marzo, uno se entretiene con las películas, con el fútbol, con las mujeres amadas en secreto, y esas tonterías metafísicas apenas son el chispazo neuronal que se produce justo antes de dormir, cuando los enchufes se desconectan. Pero llega este día maldito y uno, aunque no quiera, aunque trate de evadirse en las naderías de lo cotidiano, se ve asaltado por la inquietud del futuro, por la nostalgia del pasado. ¿Quién soy? ¿De dónde vengo? ¿Adónde voy? Gilipolleces de primero de filosofía que flotan por encima de la cabeza, y que yo trato de apartar a manotazos como si fueran moscas de la mierda, o angelitos con  del Señor.

            La película del día tenía que ser, obligatoriamente, El sentido de la vida, porque los Monty Python hablan en ella de cualquier cosa menos del sentido de la vida. Ellos sabían -porque habían leído mucho, y eran tipos muy inteligentes- que la vida no tiene sentido. Que sólo es un accidente biológico, un capricho de la química. Una espiral de ADN que para copiarse a sí misma ha construido nuestros cuerpos y nuestras mentes, meros vehículos de custodia y transmisión. Ya lo cantaba Javier Krahe en El cromosoma:

Lo más confío en que seré algo eterno
gracias al cromosoma.


            Los Monty Python sabían que nuestra única misión es transmitir los genes. O hacer que los transmitimos, en el gozo de los cuerpos. Lo demás es literatura, religión, perifollo... Ganas de no entender. Los Monty dedican noventa minutos de su película -o lo que sea- a reírse de lo humano y lo divino, con números antológicos que en otros blogs están descritos con más gracia. Búsquenlos... Yo sólo quería contar que hoy era muy cumpleaños, y que sigo sin verme el sentido. Ni el sinsentido. Nada.

            "Llegamos al final de la película. Ahora, el sentido de la vida. Nada del otro mundo: ser amable con la gente, no comer grasas, leer un buen libro de vez en cuando, pasear, intentar convivir en paz y armonía con gente de todos los credos y naciones. Para terminar, hemos incluido imágenes de penes para molestar a los censores. En fin, ya está. Pasemos a la música final."  





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